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Ya’axché, el Árbol Sagrado de los mayas

En un principio fue la cruz: la representación simbólica de los cuatro vientos, de los cuatro rumbos sagrados. Al centro de la cruz cósmica, el Gran Árbol de la Vida y de la Fertilidad: Ya’áxché, el Árbol Sagrado…

Cuentan los abuelos que en el año 3,114 a.C. nació el dios Hun Nal Ye, Uno Maíz, el Primer Padre, quien un buen día decidió construir una casa en un lugar llamado Cielo Levantado. Dividió la casa en ocho partes: cuatro rumbos cósmicos y cuatro espacios intercardinales. Tres piedras le sirvieron para indicar el centro del cosmos, en donde colocó a Ya’axché Imich, el Árbol Sagrado. En cada rumbo sagrado sembró un árbol. Así, surgieron El Primer Árbol Blanco, Sac Imix Che, en el norte; el Primer Árbol Negro, Ek Imix Che, en el oeste; el Primer Árbol Amarrillo, Kan Imix Che, en el sur; y el Primer Árbol Rojo, Imix Che, en el este. Hun Nal Ye decidió que Ya’axché relacionara los tres planos verticales del cosmos: el Cielo, la Tierra y el Inframundo.

En la copa del árbol, en el plano celeste -azul e inalcanzable- está el mundo de lo sagrado, pleno de fuerzas creadoras, de existencia pre cósmica, y morada de las deidades eternas. En el Cielo habitan sagradas aves psicopompes: el Pájaro-Serpiente, de larga cola de quetzal y collares de jade; Yaxcocahmut, el ave oracular; y Kinich Kak Mo, la guacamaya de fuego de rostro solar. Las aves comparten el espacio celeste con monos que se destacan por su sabiduría y por sus enormes saltos de rama en rama. El Cielo cuenta con trece estratos dispuestos en capas sobre la Tierra. En el más alto vive Itzamná, El Lagarto de la Casa, el dios del Sol y la sabiduría, supremo creador del universo, del fuego y del corazón, representante de la muerte y del renacimiento de la naturaleza. Itzamná, sentado sobre una cauda de estrellas, dirige el orden del cosmos desde las alturas celestiales, para beneficio de los humanos. Cuatro jaguares, los bacaboob, hijos de la diosa lunar Ixchel y de Itzamná,  sostienen el Cielo en cada una de las esquinas de las cuatro direcciones sagradas; así, el Cielo nunca caerá. Los cuatro sostenes se nombran: Balam Quitzé, Jaguar de Fuego; Balam Acab, Tigre Tierra; Mahucutah, Tigre Luna; e Iqui Balam, Tigre Viento. Solamente cuando el mundo dio fin en una de sus eras a causa de un diluvio que todo destruyó, los bacaboob se libraron de tan pesada carga.  A cada uno corresponde  un punto cardinal y un color: el bacab del norte es blanco; el del sur, amarillo; el del este, rojo; y el del oeste negro. Despojados de su penosa tarea, los bacaboob habitan las entrañas de la Tierra, y los lugares acuosos de la naturaleza. Cada uno de los bacaboob se identifica con un amuleto: una tela de araña, un caparazón de tortuga y dos clases de concha.

En las raíces de Ya’axche se sitúa el plano terrenal, Cab, la Madre Tierra, la morada de los hombres, el espacio donde tiene lugar el ciclo vital y el acontecer del continuum humano. En Cab se produce y se reproduce la naturaleza en todas sus expresiones; en Cab se encuentran las montañas, los ríos, los valles, las flores, los animales; y sobre todo, en Cab crece el sagrado maíz, el regalo más preciado de los dioses a los humildes mortales. Bajo la superficie de Cab, donde se surgen las aguas vitales, flota el divino cocodrilo, Itzam Cab, Cocodrilo de la Tierra, por otro nombre Chac Mumul Ain, Gran Cocodrilo Lodoso, con rugosa piel que connota los accidentes naturales. Sobre el fuerte tórax del Cocodrilo sagrado, encarnación de la fertilidad cósmica y terrenal, descansa la Tierra, mientras que su cuerpo flota sobre una inmensa laguna. Dios Cocodrilo sacralizado de representación tripartita, pues en él se unen los conceptos celestiales, terrenales e infernales; es decir: Cielo-Tierra-Inframundo.

Más abajo de Cab, se encuentra el Inframundo, Xibalbá, el reducto de los muertos, el mundo subterráneo donde reinan los malignos Señores de Xibalbá, dioses de la enfermedad y de la muerte: Xiquiripat, Chuchumaquic, Ahalpuh, Ahalcaná, Chamiabac, Chamiaholom, Quicxic, Patán, Quicré y Quicrixcac, comandados por Hun Camé y por Vucub Camé, los jueces supremos del concejo fúnebre. Para acceder a Xibalbá es necesario transitar por pendientes muy acusadas, cruzar el Barranco Cantante y el Barranco Cantante Resonante, esquivar árboles espinosos y ríos de sangre, hasta llegar a un cruce de cuatro caminos de colores rojo, blanco, amarillo y negro. Llegar a Xibalbá requiere soportar horribles tormentos en la Casa Oscura, llena de tinieblas; en la casa del Frío, donde sopla un viento gélido; en la Casa de los Jaguares, plena de bestias que se revuelcan, gruñen y se burlan de los caminantes; en la Casa de los Murciélagos, que revolotean y chillan sin cesar; y en la Casa del Calor, envuelta en eternas llamas y brasas ardientes.

A pesar del paso del tiempo, Yaáxché no ha sido olvidada. Los lacandones cuentan que Hach Ak Yum, Nuestro Verdadero Señor, creador de la selva, el Sol y de los humanos vivía en Yaxchilán, lugar que se encontraba en la Tierra. Un día decidió irse a vivir al Cielo y se fue con toda su familia. Desde entonces, Yaxchilán se convirtió en un espacio sagrado, en donde por medio de la celebración de ritos, se logra la comunicación con el dios. Yaxchilan es el centro del mundo en el cual existe una ceiba sagrada, cuya copa llega al Cielo y cuyas raíces conducen al Inframundo. Tal árbol recibe el nombre de Ya’axché; es decir, el Árbol Verde, encargado de sostener al mundo. Alimenta y hospeda a los que no tienen padres. Dicho árbol simboliza la fecundidad, la fertilidad y a la temible Xtabay, la diosa asesina y seductora de hombres,. A más de este árbol central, la Tierra se encuentra sostenida por otros cuatro situados en cada uno de los puntos cardinales. Estas direcciones sagradas  tiene su color y su significado: el este es rojo: sangre y vida; el oeste es negro: muerte; el norte es blanco: el cenit; y el sur es amarillo: la medianoche.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Homshuk, el dios del maíz olmeca

Soy Homshuk, dios olmeca del maíz, dios de “la gente de hule”, “el que brota de las rodillas”. Me representan como una mazorca estilizada elaborada de jade verde, símbolo de mi capacidad reproductora. Mi cabeza tiene forma de elote, mis son ojos rasgados, y mi boca semeja el morro del jaguar. De la parte trasera de mi cabeza, de la hendidura sagrada, sale una mazorca con verdes hojas, rasgo indicador de mi condición divina. En un lugar llamado La Venta, los hombres me  construyeron una pirámide que simboliza la montaña surgida de las aguas primordiales, durante el momento de la Creación. En la sima de la pirámide, colocaron estelas con mi figura grabada, pues soy una deidad protectora, y a quien los hombres deben el saber cultivar el maíz en la superficie de la amada Madre Tierra, la Serpiente que cubre su piel con esplendorosas hojas de maíz. Los hombres de mi pueblo divinizaron cada parte de esa maravillosa planta: las raíces, las hojas, y el grano, así como las distintas fases del crecimiento del sagrado cereal, donde se encuentran simbolizados los cinco puntos cardinales, cuyo punto central  ocupo yo, Homshuk, el dios del maíz, el Hombre de la Cosecha. En mi representación cruciforme quise que estuvieran simbolizados  el Cielo, la Tierra, y el Inframundo; es decir, el universo en su totalidad.

Después de tantos siglos de existencia, los hombres no me han olvidado, me siguen venerando y aún existo en sus relatos, como consta en el mito que cuenta que nací de un huevo, yo, el Gran Benefactor de la humanidad, hijo del dios Sol y de la Madre Tierra.

Hace cientos de años, mi madre verdadera quedó preñada de un músico, quien murió antes de que yo naciera, y desapareció en Tagatawatsaloyan, “el lugar donde se secan los hombres”, el temido Inframundo. Cuando nací madre me encontraba molesto, y decidió molerme en un metate y tirarme a orillas de un arroyo, bajo unas plantas, donde me convertí en huevo. Tiempo después, mi Abuela Caníbal, conocedora de las artes de la brujería, me vio flotar sobre el agua del riachuelo. Entusiasmada, acudió a comunicarle el hallazgo a su esposo, el Serpiente, y al otro día fueron a sacarlo. No pudieron hacerlo porque en realidad se trataba de un reflejo, ya que el huevo se encontraba en una roca. Lo tomaron, lo llevaron a su casa, lo arroparon, y lo cuidaron en espera de podérselo comer. Siete días después, oyeron el llanto de un nene. Prestos acudieron y vieron un hermoso niño de carnes blancas como la masa del maíz molido y de cabello dorado, justamente como los cabellitos del elote. Había nacido yo: Homshuk. A los siete días ya hablaba, era grande y muy sabio. Todos los días mis benefactores me enviaban al río a traer agua, y yo sufría las burlas de los pescaditos que me decían. – ¡Eres un elotito de cabellos rojos, nacido de un huevo sacado del agua! Ante las burlas, un día me enojé, y saqué a los pescaditos del río, quienes fatalmente murieron. Pero mis abuelos me obligaron a revivirlos, porque dijeron que se trataba de mis tíos. Así pues, los reviví brincando siete veces, pero los condené a ser alimento de los hombres. Cuando iba con mi padre a la milpa, los tordos me gritaban: -¡Elotito rojo, orejas mochas, naciste de un huevito! Por supuesto que esta burla me irritaba, y les di muerte con flechas. Pero resultaron ser aves de mi madre, razón por la que tuve que resucitarlos brincando siete veces, pero los condené a vivir siempre en los árboles y a anunciar el comienzo de las lluvias. Cuando iba al manantial a recoger agua para la milpa, las iguanas me gritaban: -¡Orejas mochas, orejas mochas, elotito rojo, tu padre se encuentra en Tagatawatsaloyan, el País de los Rayos! Indignado les grité que si seguían con sus burlas los metería en una trampa de la cual no saldrían jamás. Cansados de lo que consideraban mis fechorías, mis abuelos brujos decidieron matarme para comerme, pero yo me adelanté a sus intenciones y envié al murciélago a que degollara al Abuelo. Así lo hizo, su sangre derramada la bebió mi madre creyendo que era la mía. Yo huí inmediatamente, pero cuando la Abuela Caníbal se dio cuenta de que era la sangre del Abuelo, me persiguió; entonces  la mandé quemar con el Tlacuache. Guardé sus cenizas en un saco, le dije al Sapo que las arrojara al río, y seguí mi camino para buscar a mi verdadera madre. Cuando la encontré, no me reconoció hasta que le dije que ella me había molido y tirado al río. Madre me dijo que mi padre había muerto y decidí ir a buscar sus restos hasta el País de los Rayos. Al llegar, me puse a tocar el tambor, el Rey Rayo se enojó con el alboroto que armé y me encerró en un cuarto oscuro; pero yo logré escapar, y lo reté para ver quién arrojaba más lejos una piedra en el océano. Como fui el ganador, el Rey Rayo prometió enviar la lluvia todos los años para regarme y poder reproducirme sobre la Tierra para que nunca les faltase a los humanos el alimento. Además, me entregó los restos de mi padre verdadero, al cual resucité y llevé ante mi madre, quien al verle vivo echó a llorar, motivo por el cual mi padre se convirtió en venado, pues ella no debía ni llorar, ni verle de frente, ni sonreírle, so pena de causar una desgracia, como efectivamente ocurrió.
   

Esta es la historia de mi nacimiento y del encuentro con mis padres verdaderos. Mi destino está trazado, mi padre el Sol me lo dijo: -¡Hijo mío, tú eres el espíritu del maíz, tú eres el dios de la sagrada planta. Nunca morirás, porque eres el alimento de todos los hombres de la Tierra, en tanto que el mundo existe!

Sonia Iglesias y Cabrera

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El dios Peyote: Hiculi Tamatsi Maxa Yuawi

Hiculi, el divino cactus alucinógeno, forma parte indisoluble de la cosmovisión de los  wixárikas, los huicholes. En lengua náhuatl se le conoce como peyote, “capullo”. Desde hace miles de años, los mara’akáme-chamanes la emplean como parte indispensable de sus funciones curativas, y para obtener la capacidad de fungir como los intermediarios entre las divinidades celestiales y los humildes humanos. Al conjuro de las plegarias de los mara’akáme, Hiculi-Venado Azul comunica los deseos y las peticiones a los dioses. Simbólicamente, al hiculi se le representa como un venado gigante: Nuestro Hermano Mayor Venado Azul,  Tamatsi Maxa Yuawi, capaz de convertir las huellas de sus plantas en cactus de peyote, pues Hiculi-Venado fertiliza con su sangre todo aquello que pisa. Hiculi-Venado es una de las deidades supremas del panteón huichol, junto con el maíz y el águila, descendientes del dios Sol, Tatewari. Cabe la gloria a Nuestro Hermano Mayor Venado Azul de haber participado en la creación del mundo, y de ser el guía de los recolectores de hiculi, los peyoteros, a quienes con su cornamenta señala el camino a seguir durante la ritual peregrinación a Real de Catorce, San Luis Potosí

Wixarika, el mundo creado por los dioses-venado, comprende cinco direcciones sagradas: El oeste, Haramara, donde se encuentra  Tatei Haramara, la Madre del Maíz de los Cinco Colores, y la puerta de entrada al quinto mundo, representada por dos piedras blancas: Tatei Waxieve y Tatei Cuca Wima, en el Océano Pacífico. Cada día, el dios Sol tiene que luchar en este sitio para ocultarse y volver a renacer por Wirikuta, lugar de los ancestros. A  Haramara llegaron por primera vez los dioses. Aquí mora la Diosa del Mar, la Diosa de los Venados, la Patrona de los Labradores, y la Madre de la Naturaleza. El color del oeste es el guinda oscuro.

El centro, Tee’kata, el Lugar del Fuego Primigenio, llamado así porque en este rumbo divino nació el Abuelo Padre Sol, Tatewari. Se localiza en el corazón de la tierra Wixarika, en Santa Catarina Cuexcomatitlán, su color es el blanco.

El sur se denomina Xapawiyemeta. A este sagrado espacio arribó Watakame, el primer hombre, enviado por la diosa creadora Takutsi Naakawe, cuando el gran diluvio que destruyó la Tierra hubo terminado. Watakame salvó a la humanidad proporcionándole tierra seca donde vivir. Aquí habitan la Madre de la Lluvia y la Diosa de la Fecundidad. Su color es el azul. Se localiza en la Tierra de los Alacranes, en el Lago de Chapala, Jalisco.

Huaxamanaka, el norte, es el espacio donde Watakame dejó los restos de su canoa y donde quedó lo que el diluvio arrastró. Ahí se localizan las cuevas sagradas Tawita. Se ubica en Jaitsi Kipurita, Cerro Gordo. En este lugar apareció por primera vez el maíz. El color de Tatéi Huaxamanaka es el amarillo.

Wirikuta, al este, es el desierto  divino por donde sale el Dios Sol,  situado en San Luís Potosí. Aquí se encuentra Xa’unar, el lugar donde nació la Luna, y donde vive Hiculi, el Peyote Sagrado, maestro y trasmisor de conocimiento. Su color es el rojo.

Cuenta un mito que hace mucho tiempo los ancianos  se reunieron, a fin de dilucidar  lo que se podría hacer para solucionar la terrible situación  que estaban viviendo, a causa de la escasez de alimentos y de agua. Tan grave conflicto originaba la enfermedad y la muerte de las personas. Después de mucho discutir, los ancianos decidieron enviar a cuatro fuertes jóvenes a buscar alimentos que pudieran remediar tan desastrosa situación. Cada uno de estos jóvenes representaba a uno de los cuatro elementos: aire, agua, fuego y tierra. Armados con  arcos y flechas caminaron muchos días sin encontrar nada. Pero una tarde vieron a un Venado grande frente a ellos, y sin pensar en lo cansados y hambrientos que se encontraban, corrieron tras el bello animal. Cuando el Venado se dio cuenta que los jóvenes estaban agotados, aminoró la marcha y les dejó descansar por un tiempo. Al otro día, se reanudó la persecución de Venado. Pasados siete días llegaron a Wirikuta, el territorio sagrado de la creación del mundo, situado al lado del Cerro de las Narices, donde mora el Espíritu de la Tierra. Uno de los cazadores lanzó una flecha hacia Venado, pero erró el tiro; la flecha cayó a tierra en donde estaba formada una gran figura de un venado hecha con plantas de peyote. Los jóvenes recogieron los cactus y decidieron  llevarlos a su comunidad. Después de muchos días de fatigoso camino, llegaron a la sierra donde vivían. En seguida, los abuelos repartieron el peyote, el hiculi, que curó a los enfermos, y alimento a los hambrientos. Desde entonces, el Hiculi-Venado devino sagrado. Por esta razón, cada año los huicholes realizan una peregrinación a Wirikuta, guiados por el espíritu de Hiculi-Venado, con el fin de recolectar la divina y maravillosa planta que tantos beneficios aporta.

Entre los meses de octubre y marzo, los huicholes realizan dicha peregrinación hasta Wirikuta para obtener el hiculi, el Corazón del Dios Venado, a fin de que el ciclo de vida pueda continuar. Tatewari, Nuestro Abuelo el Fuego, fue el primer dios-chamán que dirigió el peregrinaje de los dioses a Wirikuta desde el oeste, Hamara, hasta el este, Wirikuta, el lugar donde nació el Sol, donde Venado-Maxa elevó el disco solar al Cielo, e iluminó el mundo. Desde entonces, los huicholes recorren cuatrocientos kilómetros, para recrear el mítico peregrinaje impuesto por Tatewari. Guiados por un mara’akáme  al que se denomina kawitero, emprenden el camino. Primero llegan a Tee’kata, el centro, lugar del nacimiento y  residencia de Tatewari, donde los xuxuricare, los guardianes de los templos, los jicareros, oran al Abuelo para obtener un buen viaje; le dejan ofrendas, y encienden una vara de palo de Brasil, símbolo del dios, que mantienen encendida durante todo el viaje. A continuación, se dirigen a Kalihuey, un templo de preparación para continuar el camino que les llevara hasta Wirikuta, siempre guiados por el mara’akáme. Dos niños con la cara cubierta acompañan a los peregrinos, requisito indispensable para los peregrinos primerizos. Todos caminan en silencio, sólo es permitido beber agua. Al llegar a Wirikuta, los peyoteros realizan arduos ritos de purificación, y confiesan sus pecados  a Tatewari, mientras que un chamán se encarga de golpearles las piernas con el propósito de que no olviden ninguno. Terminado el ritual, se recolecta el hiculi y se emprende el camino de retorno.
                           
Sonia Iglesias y Cabrera

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Chicomecóatl y el origen de las tortillas

Mi nombre es Iztacxóchitl, Flor Blanca. Nací en la ciudad de Mexico-Tenochtitlan el día Ce-Tochtli del mes Izcalli, del año de 1505. Tengo diez y seis años de edad, y dentro de poco tiempo amarraré la punta de mi huipil a la túnica de Tlahuis, mi prometido. Desde que nací he sido preparada para el matrimonio, como todas las mujeres mexicas. Cuando yo tenía ocho años, Citlali, mi madre, me enseñó a moler el maíz en el metate, a amasarlo con agua, y a formar las tlaxcalli, nuestras tortillas, para después cocerlas en el comalli.

Mi madre, conocedora de nuestras tradiciones, me decía que las tortillas eran un alimento sagrado, un don de los dioses. Me contó que fue Quetzalcóatl, llevado por su  infinita sabiduría y bondad, quien nos dio el maíz y el conocimiento para cultivarlo, ha muchos siglos atrás. Citlali decía que dada la importancia que el maíz tiene en nuestra alimentación, contamos con muchos dioses relacionados a él; por ejemplo, tenemos a Centéotl, el dios del maíz, hijo de Tlazoltéotl y de Piltzintecuhtli; a Xilonen, la Peluda, diosa del xilote, de la mazorca tierna; y a Ilamatecuhtli, la Princesa Vieja que simboliza el maíz seco y la tierra. Pero sobre todo tenemos a la maravillosa Chicomecóatl, Siete-Serpiente, la hermosa diosa que adorna su cabeza con una diadema de papel, viste huipil y falda pintados con flores acuáticas, y porta en una mano manojos de elotes; y en la otra, una rodela decorada con una flor. Chicomecóatl es nuestra diosa de los mantenimientos, patrona de la vegetación, y parte femenina del dios Centéotl, es la diosa de lo que se come y de lo que se bebe. Fue la primera divinidad que preparó exquisitos manjares para los dioses, y  elaboró la primera tortilla que conocimos los mexicas, nuestro venerado pan de maíz, que cuenta con una existencia de mucho más de dos mil años.

Cuando era pequeña, Citlali me platicaba que la bella Chicomecóatl, la de la cara pintada de rojo, habitaba en el Tlalocan, el paraíso de Tláloc, desde donde bajaba a esperar que germinara el maíz, y a donde regresaba una vez culminado el milagro de la cosecha. Mi madre afirma y jura que existe un llamado Árbol de Chicomecóatl, conocido como el árbol del fruto infinito. En una época lejana, cuando los mexicas pasaban por una fuerte hambruna, se encontraron con un árbol repleto de frutas verdes, todavía no maduras. Tres días y tres noches los hombres y las mujeres le rezaron a Chicomecóatl sentados alrededor del árbol. Al tercer día, el árbol movió sus ramas, y cayeron a tierra muchísimas frutas maduras que se repartieron entre pueblo, salvándose así de una muerte segura. Desde entonces, se sigue adorando al Árbol de Chicomecóatl,  y se le rinde pleitesía.

A nuestra querida diosa Chicomecóatl la festejamos en el mes Huey Tozoztli, Ayuno Prolongado. Para este tiempo, colocamos en nuestros altares caseros plantas de maíz verde, y llevamos los granos, que han de servir para la siembra, a bendecir a su templo, el Chicomecóatl Iteopan, situado frente al cu de Tezcatlipoca, en la Plaza Mayor de Tenochtitlan. En el templo, los sacerdotes le ofrecen en sacrificio a una muchacha cuya sangre, producto de su decapitación, se vierte sobre la imagen de piedra de la diosa, y cuya piel desollada viste el sacerdote ejecutor. En el mes Ochpaniztli efectuamos otra celebración dedicada a esta deidad. Los sacerdotes, vestidos con las pieles de los prisioneros cautivos sacrificados un día antes, arrojan desde lo alto del templo semillas a los participantes, mientras que  núbiles doncellas engalanados sus brazos con coloridas plumas de quetzal, y sus rostros con brillante marmaja, llevan en sus espaldas siete mazorcas manchadas con ulli, hule derretido, y envueltas en sagrado papel. La más bella de las doncellas encarna a la diosa. Se la adorna con una pluma verde de quetzal colocada en la frente, símbolo de la espiga del maíz, misma que al anochecer, y junto con su larga cabellera, le serán cortadas y ofrecidas a la diosa, una vez que la muchacha ha sido sacrificada sobre los elotes que portaban las doncellas, como tributo para obtener una buena cosecha.

Nuestras tlaxcaltin tienen un diámetro de veintitrés centímetros y están sujetas a racionamiento. Los niños de tres años solamente comen media tortilla; los de cuatro y cinco tienen derecho a comer una entera; y llegando a los seis años, los pequeños pueden comer  tortilla y media. Yo sé desde siempre que las tlaxcaltin se emplean en muchos ritos y ceremonias sagrados. Por ejemplo, nuestros sacerdotes efectúan un ayuno de carácter divino que dura cuatro años: comen a mediodía una tortilla chiquita y delgada, acompañada de un poquito de atole endulzado con aguamiel. Este ayuno se rompe los primeros días de cada mes, y los sacerdotes pueden comer lo que quieran, con el fin de agarrar fuerzas y continuar con el ayuno. También utilizamos las tortillas como parte de las ofrendas dedicadas a los muertos: se les entierra y se les ponen ofrendas de guisados, tortillas y tamales, a fin de que tengan con que abastecerse en su camino al más allá, al Inframundo; si el muerto es incinerado, sus cenizas se ponen en una vasija, y se le obsequia con ofrendas en los altares domésticos donde quedan depositadas.

He de precisar que hay muchos tipos y nombres para las tortillas que consumimos. Los señores importantes comen la llamada totonqui tlaxcalli tlacuelpacholli, que es una tortilla blanca, doblada y caliente; para el diario comemos la hueitlaxcalli, grande, blanca, suave y delgada, a diferencia de la quauhtlaxcalli, que es gruesa y áspera; la tlaxcalpacholli es una tortilla no tan blanca como las otras, sino cafecita; la tlaxcalmimilli, no es de forma redonda, sino alargada, en forma de memela; la tlacepoatli-ilaxtlaxcalli, tortilla muy fina hojaldrada, es la que más me gusta, pero sólo la comemos de vez en vez; la tortilla de bledos de masa amarilla, se emplea para colocar en las mejillas de la cara de las imágenes de los montes hechos con la masa llamada tzoalli, durante el décimo tercer mes Tepeilhuitl, es pues una tortilla ceremonial. Además, usamos muchos ingredientes para elaborar las tortillas. Citlali tortea unas muy sabrosas con xilote, la mazorca tierna; otras rellenas de chile molido, o de carne untada con chile; a veces hace tortillas con huevo de guajolote; de masa mezclada con miel; y una tortilla que cuece en el rescoldo. Hay otras tortillas que conozco se usan en ceremonias religiosas, como la ácima, de maíz seco no cocido con cal; y las tortillas que tienen forma de mariposa o de escudo, empleadas para las ofrendas de los guerreros muertos; y hasta hay una tortilla en forma de muñeca que me gusta mucho.

                                Sonia Iglesias y Cabrera

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Los Tlaloques

En el vasto panteón mexica existió un dios del agua llamado Tláloc, muy venerado y reverenciado por ser el agua el líquido imprescindible para la continuación de la vida de los indios. Este buen dios, de ojeras y bigoteras en forma de dos serpientes entrelazadas, tenía como color preferido el azul, el color de las aguas. Tláloc vivía en el Tlalocan, sitio paradisíaco de clima perpetuamente agradable, donde se gozaba de una felicidad eterna y de placeres exquisitos. Nuestro dios tenía una esposa, Chalchiuhtlicue, la de La falda de Jade, y algunos ayudantes imprescindibles a sus tareas. Entre ellos, estaba el Ahuízotl, mamífero acuático que poseía en la cola una mano, con la que ahogaba a las personas que se acercaban a las aguas de charcos y lagos. Tenía el tal monstruo las manos y los pies de mono, las orejas puntiagudas y el pelo oscuro, que cuando no estaba mojado simulaba espinas dorsales, de ahí su nombre, que en lengua náhuatl significa “espinas de agua”. Con el fin de atraer a los personas hacia el sagrado líquido, el Ahuízotl lloraba como un nene, y provocaba remolinos en las orillas de los lagos. Otro ayudante de Tláloc fue el Ateponaztli, ave acuática tan maligna y traicionera como su compañero, ya que cumplía las mismas funciones de ahogar a los incautos. Se le llamaba así debido a que con su pico pegaba en el agua y producía un sonido similar al tambor ceremonial llamado teponaztle. Pero de entre todos los ayudantes de Tláloc los más importantes fueron los cuatro Tlaloques, quienes vivían en el interior de los montes y los cerros cerca de donde había agua. Estos diosecillos enanos y de forma humana, castigaban a los impuros que se atrevían a lavarse en sus aguas o que acudían a los manantiales a las doce de la tarde. Según el Códice Chimalpopoca, los tlaloques habían ayudado a Quetzalcóatl en la noble tarea de procurar alimentos a los seres humanos, como consta en el relato: “Entonces bajaron los tlaloques (dioses de la lluvia), tlaloques azules (del sur), tlaloques blancos (del este), los tlaloques amarillos (del oeste), los tlaloques rojos (del norte). Nanáhuatl lanzó en seguida un rayo, entonces tuvo lugar el robo del maíz, nuestro sustento, por parte de los tlaloques. El maíz blanco, el obscuro (sic), el amarillo, el maíz rojo, los frijoles, la chía, los bledos, los bledos de pez, nuestro sustento, fueron robados para nosotros”

Desde el interior de los cerros, los Tlaloques enviaban a la Terra cuatro clases de agua. Para ello se valían de vasijas de barro, las cuales rompían causando pavorosos truenos y lluvia en abundancia. Estos Tlaloques principales, que a su vez eran ayudados por los ahuaque y los ehecatotontin, almas convertidas de aquellos que habían muerto por enfermedades o a causa de accidentes relacionados con el agua.

En el llamado mes Atlcahualo se celebraba la fiesta dedicada a los Tlaloques, a Chalchiuhtlicue, y a Quetzalcóatl. A los Tlaloques se les sacrificaban niños. Para ello, se   engalanaba a los niños escogidos y se les llevaba en procesión, sobre andas adornadas con bellas plumas, y con flores de mucha hermosura y maravillosa fragancia. Los dioses iban precedidos por músicos, por los mejores cantantes del templo, y por danzantes dirigidos por su capitán de cuadrilla. Los niños elegidos eran lactantes que hubiesen nacido en días considerados fastos, porque tal hecho satisfacía más a los dioses, quienes agradecerían el tributo enviando unas muy abundantes lluvias, tan necesarias para las buenas cosechas y la supervivencia de la comunidad. Además, los niñitos debían tener un remolino en el pelo, y si eran dos tanto mejor. El sacrificio tenía lugar en los cerros llamados Tepetzingo y Tepepulco, y en el remolino de la laguna Pantitlan, lo que explica el porqué de los remolinos capilares. La procesión se dirigía hacia los cerros; todos los fieles iban llorando, pero no de tristeza, sino como tributo, pues el llorar constituía un buen augurio para que lloviese lo suficiente.

El mito de los maravillosos Tlaloques no ha muerto, ha resistido los embates del tiempo, si bien es cierto que ha sufrido algunas modificaciones, como le sucede a toda tradición oral que se precie. En la actualidad, los Tlaloques devinieron chaneques, cuya apariencia varía según la región en que aparecen, pero en todas, sea cual fuere la cultura, estos seres fantásticos están estrechamente ligados al agua. Veamos algunos ejemplos.

En la tradición oral de Veracruz a los chaneques se les cree curiosos y traviesos. Son narigones, las orejas les crecen hacia delante, tienen los talones al revés, y usan sombrero de palma ancho y picudo. Se dice que pueden tomar la apariencia de puntitos rojos que se mueven. Viven en los árboles de amate, en las cuevas y en los ríos, de los que son sus guardianes. Son los amos de los venados, las chachalacas, los guajolotes, y los armadillos,   que utilizan como bancos para sentarse. Cuando alguna persona tiene la desgracia de caer en un manantial o en un río, los chaneques se apoderan de su alma, por lo que el desdichado sale pálido y muy frío; para curarlo se le chupa, a fin de que le salga el mal de aire. Pero no cualquiera puede llevar a cabo la curación, sino sólo los curanderos especializados y conocedores de las maldades de los chaneques. Se dice que si los cazadores de los bosques hieren a un animal, los chaneques, molestos, les roban  sus perros de caza, y sólo pueden recobrarlos bañándose varias veces en agua bendita, y persignándose después de cada baño. Así pues, para cazar, los cazadores deben pedir a los chaneques que les muestren en donde están los animales, y ofrecerles parte de la carne obtenida, más un buen aguardiente en agradecimiento a que les brindaron  animales de sus bosques a los cuales tienen el deber de cuidar. El permiso para cazar no se otorga si los cazadores han tenido un mal comportamiento en sus vidas o si no han pedido el debido permiso.
Del mismo estado de Veracruz tenemos otra versión que nos dice que los chaneques son monstruos, duendes del infierno, muy pequeños, sin genitales, con las cabezas enormes y calvas. Sus ojos son pequeños, sus narices muy arrugadas, y sus dientes están extremadamente afilados para poder dañar a los humanos. De carácter son infantiloides, bromistas, chocarreros y, a veces, hasta malvados. Su piedra favorita es el jade, y les encantan la pirita y los cuarzos. Su comida preferida es el copal blanco, que saborean con gula.

A orillas del río Papaloapan, a los chaneques se les conoce con el nombre de ohuican, son pequeñitos, de cincuenta centímetros de altura. Se roban las almas de las personas que atrapan y se las llevan a las profundidades de la tierra, al Inframundo, en donde viven y cuya entrada es el tronco de una ceiba seca. Estos duendes con cara de viejo arrugado, esconden a sus víctimas durante tres o siete días; después, las regresan a la Tierra, con una terrible laguna mental, pues nunca recuerdan nada de lo que pasó durante su cautiverio. Los chaneques, cuando les da por hacer maldades, cambian las cosas de lugar o las esconden, El único remedio es decirles groserías para que se alejen. A fin de defenderse de estos personajitos maloras, se debe llevar entre las ropas una cruz de palma o un “ojo de venado”.

Sonia Iglesias y Cabrera


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Tloque Nahuaque: El Arquitecto del Universo

Hace mucho tiempo, tanto que no alcanzan todas las gavillas de años para medirlo, no existía nada, tan sólo un inconmensurable vacío en el que flotaba tu divina presencia, Tloque Nahuaque y junto a ti, los elementos etéreos de la creación nadando en una especie de opalina nebulosa flotante.

Tú, Tloque Nahuaque, “dueño de lo que está cerca”, “aquel que se creó a sí mismo”, el dios creador de la primera pareja, ordenador del cosmos, amo de los Cinco Soles, arquitecto universal. Tú, dios imperecedero,  simbolizas el principio de todo lo existente, la gran sustancia cósmica del eterno movimiento y del espacio infinito, al que llamaste Ollincan, “el lugar del movimiento constante”. A ti, dios innombrable, vengo a venerarte, principio de la inteligencia, aunque carezcas de forma, aunque seas inaprensible, aunque seas invisible. Fuiste el reverenciado creador del Omeyocan, el Lugar de la Dualidad, donde moraron tus primeros hijos los dioses, donde surgió el supremo principio dual. Tú, Tloque Nahuaque, quien no contento con regalarnos las galaxias, los soles, las lunas y los planetas, creaste a tus primogénitos, los inconmensurables Ometecuhtli y Omecihuatl, Señor y Señora de la Dualidad, partes masculina y femenina de la Creación, y de ti mismo, Tloque Nahuaque.

¡Oh, dios del movimiento perpetuo y del espacio infinito! Gracias a ti los Señores de la Dualidad engendraron a los cuatro Tezcatlipoca: Xipetotec, el Tezcatlipoca rojo; Tezcatlipoca, el Tezcatlipoca negro; Quetzalcóatl, el Tezcatlipoca blanco; y Huitzilopochtli, el Tezcatlipoca azul, quienes dieron forma al universo donde sólo estaba Cipactli flotando en el vacío, muerto a manos de Quetzalcóatl para dar forma a la Tierra, cuando los dioses lo partieron por la mitad y colocaron sus mitades una sobre otra: el Cielo sobre la Tierra. Trece cielos asentados en la cabeza, lugares sagrados donde moran las divinidades, donde el último lugar te pertenece, el Omeyan, el lugar de nuestro origen, el lugar en donde surgen todas las almas de los mortales. Nueve inframundos localizados en la cola del venerable cocodrilo, culminados con el Mictlan, el Lugar de los Muertos, presidido por Mictlantecuhtli y Mictlancíhuatl, el lugar de los descarnados, refugio de las almas comunes. La Tierra, Tlalticpac ubicada en el centro, entre los cielos y los inframundos, y rodeada del Altéotl, el Agua Divina, lugar de residencia de nosotros, los pobres mortales ¡Oh maravillosa verticalidad del universo!

Quisieron los dioses que la Tierra limitase su cuadrada extensión y fuese sostenida por medio de los espacios sagrados: el norte, de nuestro amado Tezcatlipoca, lugar de la muerte y el cuchillo de pedernal. El este, lugar donde abundaban las siembras y la fertilidad, regido por Xipetotec y por el reverenciado Tláloc, rumbo sagrado simbolizado por la caña, ácatl. El oeste, donde reina Quetzalcóatl, divina residencia de la Estrella de la Tarde, de color blanco, y de símbolo calli, casa. Y el sur, bajo la soberanía de Huitzilopochtli, de color azul, cuyo glifo es el conejo, nuestro tochtli. Xiuhtecuhtli, dios del fuego y del calor, ocupa el centro de la Tierra, el calpulli sagrado que la une con el Cielo, que une los rumbos cósmicos, las aguas celestes y los vientos ¡Oh, maravillosa horizontalidad del universo!

Tloque Nahuaque, tu poderosa capacidad de multiplicación creó nuestro fecundo panteón. Gracias a ti, Tonatiuh, el dios Sol, el Quinto Sol surgido de la chispa divina del valeroso Nanahuatzin, pudo arrojar un dardo sobre la Tierra, para crear un hombre y una mujer, aunque bien es cierto que incompletos. Tloque Nahuaque, por tu inconmensurable capacidad creadora, nuestros dioses hicieron vivir a Cipactónal y a Oxomo, la primera pareja de humanos, dedicados a hilar y a sembrar la tierra, con las semillas que Quetzalcóatl proporcionó a Cipactónal y que  trajera desde el Mictlan, el lugar de los muertos, y a quienes poco después convertiría en los dioses de la astrología y los calendarios, de la noche y del día, por su obediencia y sabiduría.

Venerado y muy amado Ometéotl, como también te llaman tus hijos, tú propiciaste la creación de los Cinco Soles, convirtiendo a los dioses en astros luminosos; y en tu infinita bondad iniciaste la vida con el Sol de Agua, Atonaliuh, destruido por  grandes inundaciones,  causantes de que los hombres se convirtieran en peces, y cuyo signo llamaste 4-Agua. Este Sol lo presidió  la diosa Chalchiuhtlicue, La de la Falda de Jade, diosa de los mares y los ríos.
Tú, amado dios, permitiste que surgiera el Sol de Viento, Ehecatonatiuh, 4-Viento, desaparecido  por fuertes vientos asesinos, y permitiste que tus hijos se transformaran en monos, para refugiarse asustados, en los verdes montes, bajo la mirada hegemónica de Ehécatl, el dios del viento.

Más tarde, Tloque Nahuaque, creaste el Sol de Lluvia de Fuego, Tletonatiuh, 4-Lluvia, que pereció bajo el fuego, donde los hombres perecieron quemados y la piedra tezontle enrojeció. Todo ello aconteció bajo la férula de Xiuhtecuhtli, nuestro idolatrado dios del fuego.
No conforma con tus creaciones, divino Ometéotl, decretaste que la cuarta época, Sol de Tierra Tlalchitonatiuh, 4-Tigre, fuera masacrada por fuertes temblores, y los hombres, tus fieles, fuesen devorados por ocelotes asesinos, observados por los gigantes, y bajo el auspicio de los dioses Citlaltónac y Xochiquetzal.

Ahora, honorable Tloque Nahuaque, permíteme agradecerte la existencia de este Quinto Sol, 4-Movimiento, Nahui Ollin, que continúa el eterno camino trazado por ti, Arquitecto del Universo, y que ha de desparecer a causa de terribles movimientos terráqueos, y donde aparecerá el hambre que nos matará irremediablemente, cuando al finalizar un ciclo de cincuenta y dos años, Tezcatlipoca se robe al Sol. Este, nuestro último Sol,  desaparecerá tal como tú lo has decretado, a pesar de deber su existencia a todos nuestros dioses que para tal efecto se reunieron en Teotihuacan, y gracias al sacrifico de Nanahuatzin, el Dios Buboso, lleno de pústulas y buenas intenciones. Esa es tu voluntad.

Así acontecerá el fin del mundo, venerado Tloque Nahuaque, mientras tú, poderoso dios de la continuación y del movimiento, no permitas la realización de un nuevo Sol, producto de tu sabiduría y tu omnipotencia, en el cual los nuevos hombres puedan vivir bajo la ley del respeto mutuo, al encontrar el conocimiento dentro de sí mismos.
                                                                                                  Sonia Iglesias y Cabrera

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Mayahuel y el Sagrado Iztacoctli

Soy Mayahuel, La del Cerco de Maguey, deidad del metl, la embriaguez y diosa de la fertilidad. Mi cuerpo es azul y mi cara se adorna con manchas amarillas. Llevo en mis manos los atributos que me distinguen: la doble cuerda, el algodón, el malacate. A veces, me pongo una nariguera de jade para ser más bella. Desgraciadamente, cargo con un estigma de mala suerte, pues si alguna persona nace en un día relacionado conmigo, no tendrá buen destino y terminará mal. Mi abuela, una tzitzimitl dedicada a impedir la salida de Tonatiuh, el Sol, me crió y me enseñó la magia. Soy esposa del dios de la medicina Pantécatl, El Señor de la Raíz del Pulque, quien descubrió el peyote para beneplácito de los indios.

Yo, Mayahuel, fui destruida por los demonios celestiales tzitzimime, las estrellas  que desean destruir el mundo. Una nefasta noche, el dios Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, me convenció de bajar a la tierra para hacer el amor, convertidos en las ramas de un árbol. En las llanuras alrededor de la ciudad de Tula nos apareamos. Mi abuela se despertó, y al no encontrarme en la casa, llamó a sus amigas las tzitzimime para que la ayudasen a buscarme en la Tierra. Mi abuela me descubrió convertida en rama y ofuscada de sexo, entonces me despedazó y dejó mis restos a las estrellas malignas para que gozaran devorándome. Quetzalcóatl, sin haber sido dañado, recogió mis huesos y los enterró. En ese mismo sitio brotaron muchos magueyes, que sirvieron para fabricar el octli, el pulque ceremonial. A mí, diosa de la fecundidad, me corresponde la gloria de haber descubierto la manera de raspar y succionar el metl, el maguey, para obtener el sagrado líquido; así como a mi esposo Pantécatl se le reconoce el haber descubierto cierta raíz con la que se fermenta el aguamiel.

Mis cuatrocientos senos me permitieron amamantar a mis queridos hijos, los Centzon Totochtin, los Cuatrocientos Conejos, diosecillos del pulque y de la embriaguez, procreados con mi esposo Pantécatl. Mis hermosos hijos tenían grabada su efigie en la superficie de la Luna, hecho por el cual llevaban el rostro pintado de rojo y negro, como símbolo de la parte clara y la parte oscura de Miztli. Los emblemas de mis pequeños hijos fueron una olla de pulque, un capacete de plumas de garza, orejeras de papel, una insignia de plumas rojas de guacamaya, y un collar de cuentas; de sus caderas colgaban figuras de alacranes, y adornaban sus piernas cascabeles sujetos a una tira de piel de venado. En sus manos portaban un bastón con una punta de obsidiana.

Mis queridos hijos fueron los representantes de la muerte y el renacimiento de nuestra Madre Tierra; así pues, su fiesta se celebraba cuando se terminaba de efectuar la cosecha. Yo amé a todos mis hijos por igual, a pesar de que de entre ellos algunos destacaban más que otros. Ese fue el caso de Tezcatzóncatl, “el de la casa de los espejos en el tejado”, poseedor de un templo en Tenochtitlan; Yiauhtécatl, “morador de Yauhtlan”; Acolhoa, “el que tiene hombros”; Tlilhoa,”el que tiene tinta”; Izquitécatl, “morador de Izquitlan”; Toltécatl, “morador de Toltitlan”; Papaztac, “el enervado”; Tlaltecayohua, “tierra que cae”; y Ometochtli, “dos conejo”.

A instancias mías el iztacoctli devino sagrado. Mis súbditos, los mexicas, solamente podían consumirlo en ciertas fiestas y de manera restringida. Yo permitía que los ancianos lo bebieran todos los días, pues les proporcionaba fuerzas en su decrepitud. Pero si los jóvenes macehuales que asistían como alumnos al Tepochcalli se atrevían a emborracharse y a escandalizar, era mi deseo que se les diese de palos hasta matarlos, o se les aplicara garrote delante de otros mancebos, a fin de que su muerte sirviese de ejemplo. Pero si el joven borracho era de sangre noble, yo ordenaba que el castigo del garrote se le aplicara secretamente, en consideración a su rango. Aquellos que transgredían las normas establecidas eran sentenciados a muerte por los petlacalcos o jueces de la audiencia. Los castigos no solamente alcanzaban a los que llegaban a beber pulque movidos por la curiosidad, sino también a aquellos que se atrevían a hablar mal de él, o tan sólo a tener malos pensamientos, pues inmediatamente eran acreedores a las más terribles y espantosas desgracias, y si sucedía que algún borracho insultase al octli, los dioses-conejo, mis hijos, lo castigaban severamente.

A nosotros los dioses del pulque se nos dedicaban muchas fiestas; por ejemplo, en el signo ce-mázatl, de la segunda casa denominada ome-tochtli del Tonalpohualli, se llevaba a cabo la fiesta de mi hijo, el segundo dios del pulque, el famoso Izquitécatl. Este día colocaban su imagen en el templo, le ponían ofrendas de comida, danzaban para él y le tocaban música de flauta. En el centro del patio se colocaba una gran tinaja llena de pulque, la ometochtecómatl, de la cual podían beber los ancianos, las ancianas y los guerreros hasta hartarse, utilizando un popote para succionar el líquido. La razón de tan amplio permiso, se debía a que yo consideraba que estas personas eras susceptibles de morir en cualquier momento; los viejos por su edad y los soldados por lo arriesgado de su profesión. El primer aguamiel que se obtenía para elaborar el pulque de esta celebración a Izquitécatl, se me ofrecía como  primicia sagrada.

En cada festividad dedicada a los múltiples dioses del pulque había sacerdotes  encargados de vigilar que todo se realizase debidamente. Estaban bajo las órdenes del mexica-teohuatzin, gran patriarca de los sacerdotes, sumo pontífice de la religión. Entre los ministros del pulque estaba el ome-tochtli, encargado de la fiesta dedicada al dios homónimo, realizada en el mes Tepeihuitl, maestro de todos los cantores de los templos y jefe  del pachtécatl, personaje a cuyo cargo estaba el cuidar de los vasos en que bebían los cantores, y de mantenerlos siempre llenos de octli. El ome-tchtli colocaba los doscientos tres popotes, de los que sólo uno estaba agujerado. El cantor que acertaba a escogerlo, podía beber todo el pulque que quisiera.

Recuerdo al ometochtli tomiyauh el sacerdote encargado de preparar lo requerido para la celebración al dios Ome-Tochtli Tomiyauh efectuada en el mismo mes Tepeihuitl. El acaloa ometchtli preparaba la fiesta de Acolhoa Ome Tochtli, otro diosecito del vino; y el quatlapanqui ometochtli tenía a su cargo las fiestas dedicadas al  dios del mismo nombre. El tlilhoa ometochtli vigilaba la festividad de Tlilhoa del mes Tepeilhuitl, de la misma manera que el ometochtli nappatecuhtli y el ometochtli pantécatl servían el octli en la fiesta del mes Panquetzaliztli. Por su parte, el ometochtli papaztac preparaba el teoctli para las festividades Tezoztli y Atlcahualo, donde estaba permitido que bebiesen pulque los hombres, las mujeres, los niños y las niñas.

Yo, Mayahuel, la del Cerco de Maguey, otorgué a los mexicas diferentes clases de pulque. Les di el iztacoctli, pulque blanco, que ahora se conoce como aguamiel; el ayoctli, hecho con aguamiel reposada por varios días, empleado para la Fiesta de los Bateos. El pulque azul, matlaoctli, lo bebían los ancianos, los casados, y los señores principales en sus casas, después de terminado el sacrificio de los esclavos en la fiesta Panquetzaliztli del quinto mes. El pulque llamado texcalceuilo, lo tomaban los ancianos frente a la estatua de Milintoc, en su templo de Tlatelolco, durante la fiesta del mes Izcalli. El denominado uiztli era el pulque nuevo, y el teometl se ofrecía a los guerreros valientes y a los hombres sabios;  el teoctli, vino de los dioses, lo consumía el sacerdote ome tochtli durante sus oficios religiosos.

He aquí los dones que gracias a mi muerte deben agradecerme los antiguos mexicas y los actuales mexicanos, pues según sé aún se sigue bebiendo en los areitos y en la vida cotidiana, para desgracia de nuestro pueblo derrotado.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Los enanos Saiyamwinkoob

Uno de nuestros abuelos, un sacerdote muy viejecito y muy poderoso llamado K’nish Ahau, nos relataba a mis amigos y a mí cuando éramos pequeños, que Hunab Ku, el dios Cosa Solitaria, dios creador y dios de dioses, incorpóreo y sin figura, fue también conocido con el nombre mágico de Kolop U Wich K’in. El abuelo contaba que esta poderosa divinidad reunía en su esencia los opuestos cósmicos, cuya dualidad simbolizaba la continua evolución del ser humano y el centro de la galaxia por excelencia. Aseguraba que en su infinita sabiduría, en un cierto tiempo muy lejano se dio a la tarea de crear a nuestros dos máximos dioses: Tepeu, El que Conquista, El Soberano; y Gucumatz, la Sagrada Serpiente Emplumada, a quienes nosotros los mayas yucatecos debemos nuestra existencia, nuestros conocimientos, y el mundo en que vivimos.
   

 A través de las pláticas del maestro-sacerdote aprendimos que este nuestro dios incorpóreo,  poseía  un hermoso símbolo compuesto por cuatro mariposas que apuntaban a los cuatro rumbos sagrados; se encontraban  colocadas en pares opuestos complementarios: negra y blanca, blanca y negra; lo material y lo inmaterial. En el centro del símbolo se encontraba un caracol cortado transversalmente, connotado cual un soplo divino que otorga conciencia a la materia, lugar central donde se encuentra la mente y el corazón del Creador; así, el símbolo deviene el equilibrio logrado a través de la medida, obtenida ésta por el movimiento continuo de los astros en el firmamento. Razón por la cual, nuestros antepasados  nombraron al dios Hunab Ku El Dador del Movimiento y la Medida. K’nish Ahau nos decía que el símbolo representaba el arte de vivir en equilibrio, meta a la cual todos los mayas debemos abocarnos.
   

Después de muchas y fecundas charlas con el maestro, aprendimos que Hunab Ku dio forma a nuestro mundo cuatro veces; cuatro fueron las creaciones necesarias para llegar a ser lo que es hoy en día el mundo en que vivimos. En la primera época no existía el Sol, solamente estaban los Saiyamwinkoob, Los Mediadores entre el Cielo y la Tierra, a quienes también solemos llamar Puzoob, Los Jorobados. Estos maravillosos seres convivían con los Yicobe Be’yichob Colelcak, Los que Tienen los Ojos como Abejas. Los Puzoob eran pequeños, lo que ustedes llaman enanos, muy trabajadores, sumamente ágiles, y de mucha fortaleza. Contaban con poderes sobrenaturales, lo que les permitió crear nuestras antiguas ciudades, las cuales fueron construidas en la más absoluta oscuridad, pues recordemos que el Sol aún no existía. A pesar de que podían cargar un peso superior al de ellos, para construir los edificios de las ciudades se limitaron a silbar, y las piedras volaron por los aires y se fueron acomodando por sí mismas, hasta formar las pirámides de las que ahora sólo vemos las ruinas abandonadas.
   

En esta primera época K’nish Ahau nos contaba que existía un camino en el Cielo que iba de Tulum y Cobá hasta Chichén Itzá y Uxmal, este camino  recibía el nombre de Kuxan-Sum, Cuerda Viviente, aunque también se le conocía como Sakbé, lo que significa en tu lengua El Camino Blanco, porque hace referencia la Vía Láctea, al Árbol del Mundo, cuya representación era una ceiba, donde habitaba el monstruo Kawak. Este camino era el cordón umbilical del Cielo, de cuyo centro brotaba la sangre que los dioses enviaban para alimentar a los mandatarios que gobernaban cada una de nuestras antiguas ciudades. Un nefasto día, la cuerda sagrada se rompió, la sangre se derramó, y los dirigentes al quedarse sin alimento, se olvidaron de venerar a los dioses y de seguir las normas de conducta establecidas. Muy enojados por tal comportamiento, los dioses les comunicaron a los enanos que enviarían una gran inundación, la Haiyococab, El Agua sobre la Tierra, que mataría a los desobligados. Prestamente, los Puzoob se prepararon y construyeron embarcaciones de piedra. Pero la tarea fue inútil, pues las barcas no les sirvieron para nada, porque se hundieron irremediablemente. Todos los enanos mágicos muriendo ahogados. Ahora podemos ver su imagen  grabada en las paredes de los edificios, así como también es posible ver aquellas canoas de piedra de los Puzoob en los  metates que se encontraron en las ruinas, cuando las excavaron tus compañeros, los hombres blancos que llaman antropólogos.
   

Pero la vida no terminaría con tan fatal inundación, así que en la segunda época Hunab Ku dio vida a los llamados Dz’olob, Los Transgresores, quienes, desafortunadamente, no tuvieron mejor suerte que los enanos, ya que perecieron en un segundo diluvio tan agresivo como el primero. K’nish Ahau nos aseguraba que fue  entonces  cuando aparecieron los itzáes, hombres sabios que se dieron a la tarea de edificar nuevas ciudades. Construían por la noche, razón por la cual recibieron el nombre de Acab-winikoob, Hombres de la Noche. Estos seres mágicos se salvaron de milagro del horrendo diluvio,  y se fueron a vivir a un sitio dentro de la Tierra llamado Oxkinkiuic, Plaza de Tres Días, situado hacia el oriente, punto sagrado del cosmos, tal vez con el propósito de evitar encontrarse con los hombres blancos conquistadores. Aún siguen esperando retornar a sus sagrados lares masacrados por los invasores. Algunos de los itzáes quedaron petrificados en las ciudades, y aún se les puede ver en las paredes de los edificios. Nos cuenta la conseja popular que en las ruinas de Cobá se puede oír, durante el crepúsculo, la música de trompetas y tambores que ejecutan nuestros antepasados durante sus ceremonias religiosas. Muchos de nosotros, los mayas actuales,  hemos visto y platicado con Batab Tráscara, el sabio monarca de los itzáes.
Sin embargo, no todo estaba perdido. El sacerdote-maestro, lleno de satisfacción y de recuerdos, nos embelesaba y esperanzaba al asegurarnos que hubo una tercera creación en la cual aparecimos los mayas o macehuales, término de la dulce lengua náhuatl que significa “gente común”. Estos mayas antiguos eran parecidos a los itzáes, aunque  sin ser tan sabios como ellos. Se limitaron a vivir en las ciudades ya existentes y nunca construyeron ninguna nueva, a decir del abuelo. Los macehuales tampoco sobrevivieron y murieron a causa de una nueva Haiyococab, a la que se nombró Hunyecil, es decir “una punta de henequén”, pues fue lo único que separó al agua del Cielo, tan grande y desastrosa fue la inundación.

Pasado un cierto tiempo, dio inicio la cuarta época. Nosotros, los mayas, vinimos a poblar Yucatán una vez que fuimos creados por el Dios con barro y zacate. El zacate nos dio la cabellera, y con el barro se formaron la carne, la sangre y los huesos. Dios tuvo la precaución de crear varias parejas, a las que otorgó características raciales diferentes. A cada una le dio una parcela de tierra para su manutención. Los legítimos macehualoob viven en Quintana Roo. Desgraciadamente, nosotros los indios mayas pensamos por muchos siglos que éramos inferiores a los blancos, pero superiores a los chinos y a los negros. Afortunadamente, estas erróneas ideas se están aboliendo. El destino de nosotros los hombres de barro es sufrir pobreza y vivir en el monte; pero el sufrimiento no será eterno, pues este cuarto mundo terminará destruido por medio del fuego devorador que mandará el dios todopoderoso.

El abuelo recuerda que cuando llegaron los españoles conquistadores a Yucatán, Juan Tutul Xiu, monarca de nuestros antepasados, ante la inminente llegada de los extranjeros, decidió escapar hacia el Oriente por un camino subterráneo que iniciaba en Tulúm y se adentraba hacia el mar. Desde entonces, desde ese su refugio Juan Tutul Xiu observa la conducta de los mayas. Si tienen tratos y se entregan a los invasores, pedirá a los dioses que tapen al Sol con una cortina de humo, para que el mundo se termine definitivamente. En cambio, si los mayas se mantienen separados de los invasores, o si solamente se relacionan con los blancos que sean capaces de leer los jeroglíficos de los ancestros, entonces Juan Tutul Xiu regresará del Oriente para volver a reinar entre nosotros. Pero como hasta ahora ningún blanco ha sido capaz de descifrar la escritura maya, Juan Tutul Xiu no ha regresado, y nosotros hemos tenido que soportar el maltrato y las vejaciones de los hombres blancos.

Sonia Iglesias y Cabrera
 


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Wisaka siembra las semillas de colores

Hace miles de años la Tierra era una simple isla que flotaba sobre una inmensidad de agua. Para llegar a ser lo que actualmente es, pasó por tres mundos anteriores que fueron, sucesivamente, destruidos por terribles calamidades. El primer mundo desapareció debido a las fuerzas destructivas del aire; el segundo, por una espantosa putrefacción; y el tercero a causa de una intensa lluvia que duró ochenta días y ahogó a todo ser viviente, únicamente se salvaron los indios kikapúes. Hoy en día, los kikapúes viven en el cuarto mundo, el cual será destruido por el fuego abrasador. Las personas que durante su vida hayan sido buenas y hayan cumplido con las ceremonias religiosas, se irán con Kitzigiata  -el Gran Espíritu,  el Gran Fuego, el Gran Manitú- a cazar venados por los siglos de los siglos. En cambio, aquellas personas que hayan sido malas y desdeñosas de la religión, sufrirán el tormento de estar amarradas sin poder cazar, solamente observarán la cacería, y no podrán permanecer eternamente al lado del dios supremo: Kitzigiata. Ahora bien, si el kikapú que se vaya al Cielo no se encuentra a gusto por alguna razón, el bondadoso Manitú le otorga la capacidad de reencarnar, por dos o tres veces, en el cuerpo de un nene recién nacido.

Este nuestro último mundo está formado de cuatro mundos situados en la parte de arriba de la Tierra; cuatro más se encuentran abajo; otros cuatro se localizan a la derecha del planeta; y  otros tantos permanecen en su parte izquierda. Así lo dispuso el Gran Manitú.
El Gran Wisaka
El Cielo es una enorme roca azul transparente por abajo y opaca por su parte superior. Dentro de la cúpula que forma la roca, viven el Sol y la Luna. Las estrellas, que son personas, viven fuera de ella y  están incapacitadas para ver a los indios que habitan la Tierra; pero ellos sí que pueden verlas, y deleitarse con su titilante resplandor nocturno.

Kitzigiata, el Gran Espíritu,  el dios máximo y omnipotente que vive en el Cielo, no tiene forma humana, no tiene atributos, y carece de género. Se le encuentra en todos los hogares de los kikapúes simbolizado en el fuego de una hoguera perpetuamente encendida. El Gran Manitú es el encargado de gobernar las fuerzas de la naturaleza, lo material y  inmaterial; se encarga de cuidar y proteger a los kikapúes, siempre y cuando cumplan con sus obligaciones religiosas y comunitarias como cumplir con los ritos de cacería, de purificación, los dedicados al Fuego Sagrado y, por encima de todo, con la ceremonia más importante que se lleva a cabo a principios del año kikapú, en febrero, con danzas y cantos acompañados por los divinos tambores de agua.

El Gran espíritu cuenta con cuatro ayudantes: el Cielo, El Agua, el Tabaco, y el Fuego que le auxilian en sus sacrosantas tareas. El Gran Espíritu es padre de cuatro manitúes: Wisaka, el héroe; Pepazcé, el primer indio asesinado; Mesicatuinata, el jefe guerrero; y Machemanetuha, el representante de la maldad. Estos dioses vigilan constantemente el comportamiento de los kikapúes. Todos ellos nacieron de una madre virgen.

Kitzigiata tiene dos abuelos: el Fuego y el Sol. Sus dos abuelas son la Tierra y la Luna. La Abuela Tierra tiene la costumbre de alimentarse con personas que asa en su seno. Es una diosa muy sabia que ayuda a los seres humanos otorgándoles parte de su sabiduría, siempre y cuando la veneren y la festejen como es debido. El Abuelo Sol es muy fuerte, pues es el encargado de soportar el peso del mundo, a la vez que dibuja los arcoíris en el Cielo. La Abuela Luna se dedica a mover constantemente una olla de comida para alimentar a su familia; cuando deje de revolver el caldero, el mundo llegará a su fin irremediablemente.

Un día, jugando Pepazcé en el bosque con su padre un fuerte viento llegó sorpresivamente y le mató, pues el viento lo dirigió hacia una enorme red que las panteras cornudas del Inframundo habían colocado cerca de donde se encontraban padre e hijo retozando. Pepazcé quedó atrapado en la red, y las despiadadas panteras lo golpearon hasta provocarle la muerte. Entonces, Kitzigiata colocó a su hijo en el oeste, lugar a donde van  los espíritus de los indios kikapúes una vez que han fallecido.

Un buen día, el Gran espíritu decidió que era tiempo de crear el mundo, tarea para la cual eligió a su hijo Wisaka, su preferido  de los cuatro. El dios Wisaka salió por una gran chimenea que se encontraba arriba de la cúpula del Cielo, para cumplir con su excelsa tarea. Una gran y hermosa araña tejió una telaraña, a fin de que sostuviese al mundo para que no se desfondara y se mataran todos los indios que pensaba crear. Por esa razón los kikapúes nunca matan a una araña porque es su benefactora y es sagrada.

Una vez terminado el mundo, Wisaka creó a los hombres con semillas de maíz que sembró en el seno de la Madre Tierra. De las semillas rojas nacieron los indios, de las negras los hombres negros, de las amarillas los chinos, de las blancas los hombres blancos, y de las cafés los mexicanos y los españoles.

Wisaka no sólo fue el creador del mundo y de los hombres, sino que es el héroe cultural que dio a los kikapúes el conocimiento suficiente para construir sus tres tipos de casas: la cuadrangular, fabricada con paredes de carrizo, que los acoge en el verano; la elíptica hecha de troncos y tule que los protege durante el invierno; y el tipi portátil de cuero de venado, tan útil cuando se van de cacería. Además, les enseñó a fabricar arcos y flechas, y  a bailar las danzas religiosas que han permanecido hasta nuestros días, como la Danza de los Guerreros  -que simboliza el regreso de la cacería y de las guerras entabladas con otros grupos-  ejecutada junto al Fuego Eterno, representante de Kitzigiata.

El maravilloso dios Wisaka les dio a los indios las leyes que regulan su vida, y los mandamientos que ningún miembro de la comunidad debe ignorar: no suicidarse, no matar a ningún kikapú ni a ningún indio, no matar a los mexicanos, no beber en exceso, no mentir, no cometer incesto, no robar, no cometer adulterio, no hacer brujerías, no chismear, no acumular riqueza, y cumplir siempre con las ceremonias religiosas. A más de estos dones, el dios les dio la lengua kikapú para comunicarse, la cual no deben perder ni olvidar por ningún motivo, ya que Kitzigiata la creó exclusivamente para ellos.

Cuando Wisaka empina el codo en demasía, sin querer mueve las rocas y se producen tremendos temblores, pero no lo hace por maldad, sino solamente por estar un poco borrachito, pues aunque es un héroe cultural de los kikapúes no carece de ciertas debilidades, como nosotros los simples humanos.

Sonia Iglesias y Cabrera

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El dios Kakal crea el mundo

Cuentan los abuelos tzotziles que la creación del mundo se realizó en varias etapas. En el inicio de los tiempos todo estaba completamente oscuro, la Tierra  la habitaban solamente monos, demonios y judíos. El Sol no existía, y dentro de esa tremenda oscuridad se movía Uh, la Luna, la Santa Madre, la Virgen María, la Patrona del Parto.

Un buen día, la Madre del Cielo quedó embarazada sin haber tenido relaciones sexuales, pues aunque estaba casada con San José se mantenía pura. Durante toda su preñez los monos y los demonios la molestaban constantemente. En cuanto tuvo a su hijo los demonios lo mataron sin piedad. Cuando murió el Dios-Sol viajó hacia el poniente y llegó al Inframundo. Tres días después resucitó como Kakal, el Padre Sol, y entonces la Tierra conoció el primer amanecer, y con él el día y la noche. Al cuarto día de resucitado, cuando el Sol se encontraba en el cénit, mató a los demonios que le habían dado muerte, y creó el Primer Mundo. Aparecieron los relieves de la Tierra,  los animales, la naturaleza y la pareja primigenia  que Kakal hizo de barro, y de la cual nacieron los seres humanos.

Cuando los hijos nacían, a los seis meses  los hombres se los comían hervidos. Este hecho enojó mucho al Padre Sol, quien  envió a la Tierra un diluvio de agua hirviente. Todo se volvió oscuro, los hombres murieron ahogados y devorados por los pumas, los jaguares y las serpientes. Pero los niños no murieron, sino que les salieron alas y se convirtieron en maravillosos pájaros. Los pocos hombres que pudieron salvarse huyeron a las cuevas y las montañas. Los que se refugiaron en las montañas comieron frutas, plantas silvestres y bellotas, por lo que se convirtieron en ardillas y monos. Aquellos que se metieron en las cuevas se nutrieron de plantas y bulbos, y se convirtieron en mapaches. Una mestiza sobrevivió a la hecatombe del diluvio, porque se subió a la cima de un cerro acompañada de su perro, lo obligó a hacer el amor con ella, y quedó preñada. Así surgieron los ladinos. Los únicos seres humanos indios que se salvaron de la inundación fueron los sacerdotes, ya que eran nahuales y tenían la capacidad de convertirse en monos araña aulladores que se subieron a los árboles a fin de salvarse.

Poco después de tal destrucción, el Padre Sol labró un hombre  de madera. El Padre le dio un instrumento musical de una sola cuerda, como el hombre no supo tañirlo, el Creador, enojado, le rompió las manos y los pies. Pero pronto se arrepintió, y fabricó unos nuevos miembros que le colocó al pobre hombre, quien de puro contento se puso a bailar y a cantar. El Padre Sol, en su bondad, le construyó una casa y le esculpió una mujer. De esta pareja nacieron nuevos seres humanos, pero como no sabían hacer nada ni tan siquiera hablar, Kakal envió a la Tierra una nueva inundación de la que sólo se salvó una pareja que se metió en una caja para guarecerse. Cuando tiempo después las aguas se retiraron, el Padre Sol se llevó a la pareja a su casa, pero la pareja no quiso quedarse en ella por le tenían rencor al dios por haberlos querido matar anteriormente. El Sol, furioso, los convirtió en monos. Así surgió el Segundo Mundo y así desapareció. Solamente sobrevivieron la serpiente-cascabel y la serpiente-oveja, a quienes el dios de Olontic, el Inframundo,  escondió en sus lares subterráneos.

Durante el Tercer Mundo Kakal creó a Adán y a Eva con un poco barro. Iban desnudos y carecían de casa y sustento. La Tierra estaba cubierta de agua, y el Sol les pidió a los dioses del Inframundo que encauzaran el agua para formar los ríos. Y como la Tierra era plana provocó un fuerte terremoto que le dio relieve. La Madre del Cielo regó la tierra con la leche de sus senos y brotaron plantas que dieron papas; sembró las cuentas de su collar y surgieron los frijoles; de la sangre del talón del dios Sol aparecieron las plantas de chile; cortó un trozo de carne de su ingle y de su axila, y los convirtió en el sagrado maíz, el mejor regalo que dio a los hombres.
Los seres humanos de este Tercer Mundo  aprendieron a cosechar, a edificar casas, a criar cerdos y aves, y a tejer en el telar de cintura, pero estaban incapacitados para tener hijos. Entonces, decidieron hacerlos de madera. Pero estos seres de madera no podían hablar ni caminar, por lo que resultaban inútiles. A fin de que tuvieran hijos como es debido, el Padre Sol les envió un mensajero para que les enseñara a hacer el amor. Pero el mensajero era un demonio disfrazado que fornicó con una mujer casada para enseñarla. El marido de la mujer lo supo y, enojado,  le prohibió aprender a hacer el amor.

En este Tercer Mundo los hombres hacían fiestas rituales en los atrios de las iglesias; tenían herramientas de trabajo que funcionaban solas sin que ellos tuvieran que fatigarse. Ante esta situación, los dioses del Inframundo hablaron con el Dios Padre y le dijeron que si los hombres no trabajaban no se cansarían y no tendrían necesidad de venerarlo. El Padre Sol reflexionó y ordenó a los hombres que se pusieran a trabajar como dios manda, y le adorasen y rezaran como era lo correcto.
En ese entonces todos los seres humanos hablaban español, pero como peleaban continuamente, Kakal los separó en grupos, y les ordenó que cada uno hablara un idioma distinto. Así, los tzotziles aprendieron la lengua tzotzil.
Pero los hombres eran malvados y tontos, condición que enfadaba al Sol, por lo que les envió un gran terremoto que destruyó completamente al Tercer Mundo.

Finalmente, el Padre Sol creó el Cuarto Mundo, nuestro mundo actual, que cuenta ya con cuatrocientos años de existencia, y será destruido cuando el dios lo decida y cómo lo decida.
Nuestra Tierra es cuadrada, rodeada de mar y asentada en sus esquinas sobre los hombros de cuatro dioses, los llamados Cuch Uinahel Balumil, los Sustentadores del Cielo y de la Tierra. Cuando los dioses se mueven se producen los terremotos. Cuatro columnas sostienen al Cielo, situadas en el noroeste, noreste; sureste y suroeste; debajo de las cuales habitan enanos negros requemados por el sol que les pasa muy cerca.