Categorías
Tradiciones

La pintura corporal de los mexicas.

Dellos se pintan de prieto, y ellos son de la color de los canarios, ni negros ni blancos, y dellos se pintan de blanco, y dellos de colorado, y dellos de lo que fallan, y dellos se pintan las caras, y dellos todo el cuerpo, y dellos solo los ojos y dellos solo la nariz. Cristóbal Colón, Diario.

La pintura corporal se ha utilizado en una gama muy amplia de culturas pasadas y presentes. Los lugares en donde se ha empleado abarcan América, África, Australia, Asia, la Polinesia y Europa. Los colores que se utilizan en las pinturas facial y corporal son muchos y muy diversos, tantos como provee el medio ambiente. Por ejemplo, en América predomina el color rojo del cual  por siglos han hecho uso pueblos tan dispares como los kutchin, los cree, los seris, los cherokee, los tupi, y otros grupos más. Aclaremos que el color rojo se combina con otros colores, pero manifiesta su predominio, sin dejar por ello de tratarse de decoraciones policromas. Los indios de América del norte pintan el rostro con más frecuencia que el cuerpo; en cambio, en América del sur, se acostumbra pintarse cara y cuerpo. La pintura puede ser ocasional, con motivo de determinadas ceremonias, o permanente, como parte de las costumbres cotidianas. Algunas veces la pintura está restringida sólo a los hombres,  otras sólo a las mujeres, como fue el caso de las prostitutas mexicas. Es válido afirmar que cada grupo cultural tiene sus propios diseños, sus motivos, su simbología, sus características y su combinación cromática, según el caso en que se utilice la pintura. Veamos cómo fue que nuestros antepasados los mexicas hicieron uso de la pintura corporal y facial, misma que sigue empleándose en numerosos pueblos indígenas de nuestro país con carácter ceremonial o cosmético.

Mujer India PintandoseLa pintura corporal entre los  mexicas, tuvo funciones ceremoniales y castrenses. En los famosos tianguis de Tenochtitlan y de Tlatelolco, había pintores y pintoras que decoraban la piel de los solicitantes mediante el correspondiente pago. Las personas acudían a estos artistas cuando debían asistir a alguna ceremonia importante, a un baile o una batalla. Los pintores utilizaban cajetes conteniendo diversos colores, y pinceles de varias medidas, para decorar la faz y el cuerpo de las personas. Fray Toribio de Benavente, Motolinia, nos cuenta en su Historia de los indios:

Cuando habían de bailar en las fiestas solemnes, se pintaban y se tiznaban de mil maneras; y para esto el día en que había baile, por la mañana venían luego los pintores y pintoras al tianguis… con muchos colores y sus pinceles, y pintaban a los que habían de bailar los rostros, y brazos y piernas de la manera que ellos querían; y así embijados y pintados, se iban a vestir diversas divisas… y de esta manera se pintaban para salir a pelear cuando tenían guerra o alguna batalla.   

Las prostitutas mexicas también solíanse pintar de colores. Por ejemplo, empleaban  lodo y  añil para que el cabello brillase esplendorosamente. Los senos y los brazos los decoraban con motivos varios en color azul, xiuhuitl. El rostro lo pintaban con grasa amarilla fabricada con axin,  cuyo tinte se extraía de un insecto conocido con el nombre de axocuilin, criado en un árbol llamado axquáhuitl. Los insectos se recolectaban y se hervían para hacer un ungüento que se guardaba en hojas de maíz. El pigmento de color amarillo intenso recibía el nombre de coztic. Estas mujeres dedicadas a la prostitución, solíanse teñir los dientes con grana, masticaban todo el tiempo tizctli, chicle, y se dejaban el largo pelo suelto a fin de verse más atractivas.

Pintura corporalLas mujeres mexicas no dedicadas al sexo como profesión, usaban bellos y decorados huipiles y faldas; coloreaban su cara de amarillo, de rojo, o de negro, color éste último que obtenían de incienso quemado. Los pies se los pintaban de color negro, y para  sus cabellos empleaban una yerba verde llamada xiuhquílitl, que les daba un brillo sorprendente y una bella tonalidad morada. A los dientes les ponían grana. La pintura corporal abarcaba el pecho, el cuello y las manos.

Por su parte, los caballeros del Sol y los comendadores de los Guerreros Águila solían pintarse el cabello de la coronilla y  se lo amarraban con una cinta de cuero roja.  Cuando recibían el nombramiento de cuachic, después de haber realizado veinte notables hazañas, se rapaban completamente, a excepción de un manojo de pelo que dejaban sobre la oreja izquierda, y se pintaban la rapada cabeza: una mitad azul y una mitad roja. Esta pintura tenía una función protectora para los guerreros, además les infundía valor y coraje en las batallas. Asimismo, los guerreros se pintaban la piel del cuerpo de color amarillo, obtenido de una piedra llamada tecozahuitl; la finalidad consistía en  asustar al contrincante.   

Los pigmentos que usaron los mexicas en sus pinturas murales, códices y cuerpos los obtuvieron de plantas, animales y minerales. El azul provenía de la planta añil; el rojo de la grana y la cochinilla, nocheztli, “sangre de la tuna”; el anaranjado del achiote; el negro de la madera del palo de Campeche quemada; el blanco de la piedra quimaltizatl y de la tierra mineral tizatlalli; el azul celeste y el turquí, se obtenían de la planta xiuhquilipitzahuac; del capulín, el morado; del los tallos del girasol, xochipalli, el verde; del cempasúchil, el amarillo fuerte; del algodón coyuche, el café claro; de la corteza del colorín, tzompantli, el amarillo; de la corteza de encino, los marrones y los cafés oscuros. El morado y el violeta se conseguía de una molusco que se cría en el Pacífico, el púrpura pansa, conocido entre los mixtecos con el nombre de tucohoyi.

Así pues, había semillas, flores, raíces, maderas, tallos, hojas y aun frutos como el capulín, los limones y el tamarindo que proporcionaban una gran gama cromática. Las tierras, los óxidos de hierro, la tiza, las piedras contribuían a enriquecer el colorido mundo azteca.
En el mercado se encontraban vendedores de pigmentos de todo tipo. Fueron tan importantes lo colores en la cosmovisión mexica que incluso contaron con un dios llamado Xiuhtecutli, El Señor Azul, el Dios de Fuego, adorado y reverenciado como uno de los dioses más importantes del panteón azteca. También conocido como el Señor Turquesa y el Señor Hierba.

Nota: La segunda imagen corresponde a una pintura de Diego Rivera.

Sonia Iglesias y Cabrera

Categorías
Leyendas Mexicanas Prehispanicas

La Tlahuelpuchi, la mujer que chupa. Leyenda tlaxcalteca.

En la tradición oral de Tlaxcala, una de las 32 entidades federativas de México,  existen unos seres sobrenaturales que reciben el nombre de Tlahuelpuchi. Dicho nombre significa en lengua náhuatl “sahumador luminoso”. Los tlahuelpuchis se conocían ya en la época prehispánica como chamanes que tenían la capacidad de ser nahuales; es decir, de convertirse a su arbitrio en animales malvados que podían transformarse en fuego o que lanzaban llamaradas a sus víctimas por la boca, como dragones del mal.

En la actualidad, a las tlahuelpuchis se les considera como mujeres que son brujas a la vez que una especie sui generis de vampiro. Dice la leyenda que existen también hombres tlahuelpuchis, pero son los menos.

Estas mujeres, aparentemente normales en la vida diaria, cuando nacieron, y por razones sumamente misteriosas y desconocidas, recibieron una maldición o hechizo que las marcó de por vida. Al llegar a la pubertad, específicamente cuando tienen su primera menstruación, sus poderes malignos afloran y las llevan a convertirse por las noches en diferentes animales, sobre todo en aves y, específicamente, en guajolotes, aunque es posible que también se conviertan en pulgas, gatos, perros y buitres. Una vez que adquieren la forma animal, emiten una extraña luminosidad con la cual hacen patente su presencia.

Cuando en una familia nace una Tlahuelpuchi es motivo de mucha tristeza y de una gran vergüenza para todos los miembros, e incluso la mujer puede ser segregada de la comunidad. Es por ello que la familia trata de mantener el secreto lo más que puede ocultándolo tenazmente. La Tlahuelpuchi no ataca a sus familiares sólo si el secreto es revelado por alguno de los miembros a los aterrados integrantes del pueblo o ciudad chica. Entonces la mujer-maldita le chupa la sangre con frenesí al traidor.

Las tlahuelpuchis se reconocen unas a otras aun cuando presenten su forma humana, pero no son seres gregarios, prefieren llevar a cabo sus atrocidades de forma solitaria, pues son sumamente celosas y agresivas entre ellas, y protegen su territorio ferozmente lo que las lleva a tener tremendas peleas para defenderlo; sin embargo, ante un peligro común de avisan una a otras con camaradería.

Como dijimos, las tlahuelpuchis se alimentan de sangre humana y tienen marcada preferencia por la sangre de los niños, a quienes detectan por su fino olfato. Cuando entran en una casa para nutrirse con el preciado líquido, se convierten en una niebla luminosa que se filtra bajo las puertas o por las rendijas de las ventanas. También son capaces de introducirse en los hogares arrastrándose cual insectos rastreros. Ya que lograron introducirse en las casas, empieza su transformación en animales. Para mejor llevar a cabo su destructora tarea, hipnotizan profundamente a los moradores y a sus víctimas, quienes no pueden defenderse del traicionero ataque. Para tal propósito echan su fétido vaho a la cara de los infortunados. Cuanto más frío y lluvioso sea el tiempo, más ganas tienen las tlahuelpuchis de chupar a los niños. Ya que todos están dormidos, las tlahuelpuchis se convierten en mujeres, chupan al infante y salen presurosas de la casa de la víctima. Cuando los padres de la criatura se despiertan, se dan cuenta que el pequeño presenta moretones en el pecho, la espalda y el cuello, y en su cara puede verse una leve tonalidad púrpura-azulina.

Mitos Mexicanos Mujer tlahuelpuchisA veces, cuando una persona está bajo la hipnosis de estas insaciables criaturas, la incitan a cometer suicidio acudiendo a un sitio alto, como un barranco, y arrojándose desde la parte más alta. Otra maldad que suela hacer es matar a los animales domésticos y de la granja, y arruinar las cosechas de los campesinos.

Los poderes de las tlahuelpuchis son intransferibles, no se los pueden pasar a ninguna persona. Pero si una mujer-chupadora llega a ser asesinada, el poder pasa al asesino; si es muerta por algún familiar, entonces la maldición pasa a la siguiente generación.

A las tlahuelpuchis les gusta chupar la sangre de los niños tres o cuatro veces al mes porque considera que a esta edad la sangre es mucho más nutritiva y sabrosa. Su hora preferida comprende el lapso entre la media noche y las cuatro de la mañana. Es sumamente raro que chupen a niños y a las personas durante el día, solamente lo hacen cuando la necesidad de sangre es extrema.

A fin de convertirse en animal o ave, las tlahuelpuchis se esconden de las personas o bien las hipnotizan para que no las vean cuando entran subrepticiamente en las casas. Para llegar a cabo la conversión, las mujeres que chupan preparan en el fogón de su hogar un buen fuego con madera de capulín, al que agregan raíces de agave, copal y hojas secas de zoapatle, “planta medicinal de la mujer”, que propicia el coito e induce al aborto. Cuando el fuego está en su apogeo, las mujeres caminan sobre el tecuil por tres veces de norte a sur y de este a oeste. Luego, se sientan sobre el hogar y miran hacia el norte, al tiempo que sus piernas y sus pies se van separando del cuerpo.
A fin de ahuyentar a las insaciables tlahuelpuchis, se deben colocar debajo del petate o de la cuna de los niños, una cajita conteniendo agujas, un cuchillo, alfileres, un trozo de metal brillante, o unas tijeras abiertas, pues detestan el metal. Asimismo, se puede colocar en la cabecera una cruz elaborada con monedas o, en su defecto un espejo; cerca de la puerta se puede poner una cubeta de agua, lo cual también es un antídoto contra su presencia. Sin embargo, los tlaxcaltecas creen que lo más efectivo para alejar a las mujeres-chupadoras es envolver dientes de ajo en una tortilla, misma que se coloca sobre el pecho del nene; o bien, esparcir pedazos de cebolla alrededor de su cuna.

Cuando, antiguamente, se descubría a una mujer Tlahuelpuchi en una comunidad, se la sometía a juicio popular y se la ejecutaba sin más trámite. La última ejecución de una Tlahuelpuchi ocurrió en Tlaxcala en el año de 1973, no muy alejado en el tiempo, por cierto.

Sonia Iglesias y Cabrera

Categorías
Tradiciones

El papel amate de San Pablito

En la zona cultural que los arqueólogos denominan Mesoamérica, los indígenas emplearon para dar fe de sus registros históricos y culturales, materiales tales como la piedra, la madera, la concha, las pieles de animales y el papel. Es muy probable que el papel fuera  inventado por los olmecas durante el Preclásico Medio,  pueblo de gran cultura nutriente de muchas otras, quienes incluso llegaron a utilizar vestidos hechos con fibra de amate. Con el papel, los pueblos mesoamericanos elaboraron una especie de libros que, actualmente, conocemos con el nombre de códices y lo utilizaron en ceremonias religiosas y rituales de diversa índole.

La tradición del uso del papel indígena no se ha perdido por completo. Hoy en día se emplea en la creación de objetos que conllevan funciones mágico religiosas u ornamentales. Hasta hace poco más de medio siglo, el papel amate se trabajaba en los pueblos de Xalapa y San Gregorio en Hidalgo; en Ixhuatán, Veracruz; y en Ixtoloya y en San Pablito, Puebla. En este último poblado, la tradición continúa con bastante arraigo, como parte imprescindible de las ceremonias de culto religioso y curación que los otomíes denominan “el costumbre”,  frecuentemente efectuadas en santuarios y cuevas donde los brujos levantan ofrendas a los dioses.

En San Pablito, municipio de Pahuatlán, Puebla, al papel lo llaman gömi o puetey, y los árboles de los cuales se extraen las fibras para elaborarlo son el xalamatl grande que da un papel negro morado; el xalamatl bayo, de color blanco amarillento; el moral, que produce papel blanco; el xalamatl limón, igualmente blanco; y el teochichicastle, de tenue color amarillo.

Pasos para la elaboración del papel amate
El proceso se inicia con la recolección de la corteza durante los meses de abril, mayo y junio, en la época de la luna tierna, ya que es el momento en que la fibra, que se encuentra entre la corteza y el tronco, se desprende con mayor facilidad. Recogida la corteza, los hombres la entregan a las mujeres, quienes la remojan en agua corriente, para librarla de la parénquima, tejido celular propio de las plantas, y de las materias colorantes.

Ya limpia la fibra, se arregla en manojos y se golpea con una pala de madera o piedra, a fin de suavizarla, para proceder a hervirla en una olla de barro. Si la fibra es suave, se agregan al agua cenizas de leña; pero si es muy dura, se añade agua de nixtamal. Cuando ya están cocidas las fibras, se dejan enfriar y se lavan. Para mantenerlas húmedas y poderlas trabajar, se colocan en una vasija con agua. Entonces, una mujer toma una tabla de cuarenta centímetros de largo por quince de ancho, extiende sobre ella las fibras y las golpea con un batidor de piedra. Las fibras al macerarse van adquiriendo la forma de una hoja de papel. A continuación, la mujer da vuelta a la tabla e inicia el mismo procedimiento. Ya que la hoja está lista, se lija la superficie para unificar el grosor del pliego, se deja secar al aire libre y se desprende de la tabla.

“El costumbre”
En San Pablito existen dos tipos de brujos: los hechiceros y los curanderos. Todos ellos dirigidos por un brujo mayor que es el jefe supremo. El cargo que ocupan es hereditario, pues ellos aprendieron el oficio de sus padres y, a su vez, transmitirán sus conocimientos a sus hijos desde que son niños. La religión que practican los brujos y el pueblo otomí de San Pablito, es una mezcla de catolicismo y paganismo en la que se adora a los santos al mismo tiempo que al sol, el agua, la tierra, el fuego, el aire y las semillas. Temen y ofrecen ceremonias apaciguadoras a la luna, que tiene el poder de “enfermar” a las mujeres; al arcoíris, que mata a las embarazadas; al diablo y a Motecuhzoma (sic), quien personifica al “diablo del mal aire”.

Para llevar a cabo sus ceremonias, los brujos emplean figuras de amate artísticamente recortadas. Cuando alguien enferma a consecuencia de las malas artes de Motecuhzoma, el curandero elabora una figura de papel negro de este diablo y se la pasa al enfermo por el pecho, la espalda y directamente sobre la zona del cuerpo dañada, para la que enfermedad se aleje.

La figura del Pájaro del Monte, de dos cabezas, representa a un ángel bueno muy diestro y útil para ahuyentar de las casas a los malos espíritus de los diablos. Esta imagen se la debe colocar, preferentemente, en la parte posterior de las puertas para que surta buen efecto. Cuando se efectúa la ceremonia de “bautizar las semillas”, los brujos recortan muñecos en papel blanco y negro, que simbolizan semillas de maíz, garbanzo, cacahuate, chile, diversos animales y personas. Con ellas acuden en peregrinación a una cueva donde son venerados los dioses del fuego, el aire, el trueno y la semilla. A otro día, se “bautizan” las figuras en un río cercano al santuario y el brujo las entrega a las autoridades civiles para que las cuiden y las distribuyan para su siembra cuando sea necesario.

Para dar gracias a la Madre Tierra por haber brindado buenas cosechas, el brujo elabora figuras de semillas que coloca en una mesa junto a las de un hombre y una mujer, representantes de lo masculino y femenino. Estas dos figuras se echan en una olla con cigarros, chocolate y pan, y se le entierra en la milpa.

Las figuras de papel amate también se emplean para resolver conflictos amorosos o para llamar al amor, el cual es representado por medio de un muñeco al que se guarda en casa durante quince días, se le alimenta y se le ofrece una veladora que se mantiene encendida durante dicho lapso. En general, las figuras hechas con papel blanco representan y se utilizan para hacer el bien; en cambio, las de color negro simbolizan todo aquello que implica maldad. Las figuras más utilizadas son las del Hombre Otomí, el Pájaro del Monte, la Mujer, el Hombre, el Vigilante que evita pleitos dentro de las casas, el Centinela que cuida las casas de los malos espíritus, el Espíritu del León que ayuda a los muertos a saciar su sed, y la Cama que proporciona a las personas la seguridad de tener siempre un lugar donde descansar. Todas estas figuras los brujos las elaboran recortándolas a mano, con ayuda de unas tijeras y sin necesidad de emplear ningún tipo de “patrón”, sino con la sola habilidad que les dicta su tradición, experiencia y facultades artísticas.

Sonia Iglesias y Cabrera

Categorías
Leyendas Mexicanas Prehispanicas

Watákame se casa con las niwetsikas. Leyenda prehispánica.

Watákame, el ancestro de los wixárikas, fue un joven campesino y cazador que se casó con las cinco diosas del maíz llamadas niwetsikas. Cada una de ellas representaba un color y un punto cardinal. En el sur vivía Yuawime, el Maíz Azul oscuro; en el norte se encontraba Tuxame, el Maíz Blanco; Talawime, el Maíz Morado, se hallaba en el oeste; en el este estaba la diosa del Maíz Amarillo llamada Taxawime; y en el centro, de color pinto, vivía Tsayule. Pero veamos cómo aconteció tal boda.

Watákame vivía con su mamá, que era ya muy viejecita, en una bonita casa de barro y palma. Un buen día, el joven le dijo que tenía mucha hambre, que  no podía cazar en ese momento, y que se iba a caminar por el campo a ver qué encontraba para comer. Esperanzado, salió de la casa y se encontró con la Gente-Hormiga que llevaba cargando maíz. Al verlos, Watákame les preguntó dónde lo habían comprado. La Gente-Hormiga respondió que por allá lejos, y que iban a regresar a comprar más. Watákame decidió ir con ellos. Llegó la noche e hicieron un alto para dormir; pero cuando Watákame se despertó, la Gente-Hormiga había desaparecido. Se dio cuenta que las hormigas no habían comprado el maíz, sino que se lo habían robado. Hambriento y desesperado, el muchacho se sentó en la punta de una sierra y vio que se acercaba una maravillosa y luminosa ave kukurú, una güilota (guajolote hembra) que llevaba en el pico masa de maíz, pues era nada menos que la Madre del Maíz.

En cuanto la vio, Watákame quiso ir al pueblo donde vivía la Madre del Maíz. Cuando llegó le preguntó a la dueña de un rancho si ahí vendían maíz, a lo que la viejecita le respondió que no, que lo que podría darle era una muchacha. Abrió la puerta y llamó:
– ¡Maíz Amarillo, Maíz Negro, Maíz Pinto. Maíz Blanco, Flor de Calabaza, Amaranto Rojo, ¡Vengan!

Y dirigiéndose a Maíz Amarillo le ordenó que se fuera con el bello Watákame. Pero la muchacha se rehusó categóricamente.

Entonces, la viejecilla se dirigió a Maíz Rojo y le ordenó lo mismo, pero la muchacha tampoco no quiso irse con el joven. Impaciente, la vieja se dirigió a Maíz Negro, pero tampoco ella aceptó. Al darle la misma orden a Maíz Pinto, la chica contestó que no porque como caminaba muy despacito Watákame se iba a molestar de tanta lentitud. Tampoco Flor de Calabaza ni Amaranto Rojo quisieron obedecer a la vieja alegando que las podría herir con un cuchillo. La vieja dama se dirigió al héroe y le dijo que construyera un hermoso adoratorio, un xiriki  y que pusiera durante cinco días flores rojas de cempasúchil en el sur; amarillas, en el norte; begonias en el oriente; en el poniente tempranillas; y en el centro flores de Corpus Christi. Además, en esos cinco días era necesario que encendiera una vela y barriera el adoratorio para que estuviese muy limpio. Sobre todo no debería regañar a las muchachas maíces sino tratarlas de la mejor manera posible, pues eran muy susceptibles.

Watákame cumplió con lo ordenado: puso las flores y barrió escrupulosamente, y a los cinco días exactos aparecieron en la casa del joven las cinco muchachas, sintetizadas en una sola mujer de gran belleza. En ese momento, las trojes del héroe  se llenaron hasta el tope de grandes y suculentos granos de maíz. Sin embargo, su madre  de Watákame no estaba nada contenta, pues se quejaba de que la muchacha no la ayudaba con los quehaceres de la casa. Un día, la mujer regañó muy duramente a su nuera y le dijo que debía moler el maíz como era obligación de toda mujer, que ella no era una princesa sino la compañera de su hijo y por lo tanto tenía la obligación de ayudarla. A regañadientes la muchacha se puso a moler el maíz en el metate, pero tan pesada y dura tarea le sangró las manos y se puso a llorar desconsoladamente. Luego, se quemó las manos en el hogar, lo que en definitiva la decidió a huir de esa espantosa casa donde la obligaban a trabajar. Cuando se fue ya no hubo más granos en la troje, todos desaparecieron. Ante este hecho la suegra le dijo a su apesadumbrado hijo que fuera en busca de la sufrida Niwetsika. Obediente, Watákame fue a la casa de la Madre del Maíz, para que lo ayudara e hiciera volver a la mujer. Pero la Madre se negó y le dijo:
-Yo te advertí que no la regañaras. Aquí está, pero sus manos están heridas y quemadas y ya no te la voy a dar.

Muy triste regresó Watákame a su casa, donde  fue reprendido por su madre; pues ante lo acontecido estaban sentenciados a pasar hambre con la falta del nutritivo maíz. Entonces, el héroe decidió ganarse a su suegra y contentarla con muchos regalos. Hizo para ella jícaras, tamales, le dio carne de venado, flechas; o sea, todo lo que una ofrenda debe llevar. La Madre del Maíz se condolió ante esta primera ofrenda que se hacía a un dios, y le devolvió a la muchacha con la que procreó varios hijos: Xitakame, Joven Xilote; Xauxema, Planta de maíz de Hojas Secas; Niwetsika; Kewima, Guía de Frijol; y Utsiama, Semilla Guardada.

Gracias a esta primera y sagrada ofrenda y a la obediencia de Watákame, ahora los hombres pueden disfrutar de todos los alimentos que se elaboran con esta gramínea tan ligada a la cosmovisión de los pueblos indígenas a los que llamamos la gente de maíz.

Sonia Iglesias y Cabrera

Categorías
Tradiciones

El rebozo en el tiempo

El rebozo, prenda imprescindible de la indumentaria popular campesina e indígena, cuenta con una larga historia que nos remite al lienzo largo que las indígenas mesoamericanas solían utilizar para cubrirse el cuerpo y la cabeza de las inclemencias del sol y del frío. Numerosos cronistas que han dejado testimonio acerca de la cultura de estos pueblos, nos informan acerca de dicha prenda.

Por ejemplo, don Antonio de Ciudad Real, cronista castellano que arribó a México en las postrimerías del siglo XVI, nos dice: El vestido de las indias es una toca larga, blanca, con que cubren la cabeza, la cual les sirve de manto, unas las traen más largas que otras, pero ninguna llega hasta el suelo. Acerca de las mujeres purépecha nos informa: las indias visten como las mexicanas, aunque difieren en algo porque traen una toca pequeña de red sobre la cabeza, y sobre esta toca desde el cuello y hombros hasta abajo, una manta blanca o pintada, que le sirve lo que los mantos a las españolas.

Este tipo de manto tal cual lo describe el cronista, aún se sigue utilizando en algunas comunidades indígenas de Puebla, Chiapas y Oaxaca, lugares en el que se le conoce con el nombre de sabanitas, tapaderas, mamales y paños de sol. Sin embargo, todas estas prendas carecen de rapacejo; es decir, de los flecos finales entretejidos, que es una de las características fundamentales que definen al rebozo como tal, y que, indudablemente, proviene de los flecos de la toca española y de los famosos mantones de Manila.

Para algunos investigadores del arte textil, el rebozo es una derivación de una o dos tiras de las seis que usualmente conforman el tradicional huipil, y que en algún momento dado las indígenas utilizaron como tapado. Esta teoría no se contrapone con la anterior, sino que tan solo nos explica el origen de aquel lienzo citado por los cronistas. Sea cual fuere el origen, lo cierto es que el rebozo de un solo lienzo y rapacejo bellamente trabajado, muy pronto se convirtió en una prenda netamente criolla, en la cual se amalgamaron tradiciones indígenas, españolas y, a no dudarlo, orientales.

Así pues, el rebozo fue el resultado de un sincretismo entre las tocas de algodón indígena elaboradas en telar de cintura, las fibras introducidas por los españoles, como la lana y la seda, y los rapacejos de tradición oriental. La creación del rebozo por parte de las mujeres mestizas e indígenas se debió, en gran medida, a la parca condición económica de estas mujeres que les impedía adquirir mantos de anacoste (lana), tocas de camino con rapacejo o mantos de raso y tafetán, dado el alto costo que sólo podían solventar las mujeres españolas.

Las influencias culturas que recibió el rebozo con el tiempo se fueron ampliando, ya que la comunicación española con Oriente dio lugar a un fuerte comercio del que no fue ajeno México, pues a través de la Nao de China que llegaba cargada de mercancías orientales a Acapulco, para luego distribuirse en las principales ciudades de la Nueva España, llegaron hasta territorio mexicano prendas tales como el sari hindú y el xal persa, que contribuyeron a que el rebozo llegara a ser los que es actualmente. Hacia la segunda mitad del siglo XVI, el rebozo adquirió mayor realce y se convirtió en la prenda por excelencia de mestizas, mulatas y negras, mujeres que pusieron todo su empeño de usarlo y, algunas en elaborar hermosos rebozos.

En el siglo XVII, ya se producían rebozos en Sultepec, en el actual Estado de México, pueblo otomí famoso por sus rebozos azules con listas blancas. De esta época podemos hablar de los rebozos de seda y oro, azules y coaplaxtles (teñidos con Usnea Florida o Subflorida), de tela anteada con flecos de oro, y de rebozos de tela verde con flecos de plata, para no citar sino algunos cuyos precios oscilaban entre 9 y 47 pesos; es decir, no asequibles a todos los bolsillos.

Un siglo después, se hablaba de rebozos finos y superfinos, y de los labrados. Famosos también eran los chapanecos, los petatillos, los salomónicos, los rebozos de la sierra de sandía, de tela de oro, los poblanos, los columbinos, los cuatreados y los de nácar, especialmente bellos. Desgraciadamente, no podemos determinar con exactitud cómo eran cada unos de ellos, aunque sí podemos afirmar que eran empleados por casi todas las mujeres novo hispanas: monjas, mujeres humildes y señoras de alcurnia y de posibilidades económicas, quienes usaban el rebozo para cualquier ocasión y en diversas formas: en el cabeza, terciado, atado alrededor del cuerpo y embozado; o sea, la forma de ponerse el rebozo iba, como ahora, de acuerdo a la imaginación de la dueña. En este siglo XVII se producían rebozos chicos y grandes. Los primeros medían dos varas (una vara equivale a 85.3 centímetros) y media por una de ancho; mientras que los grandes tenían tres varas de largo por una de ancho. La producción de rebozos no era arbitraria, pues estaba regulada por las Ordenanzas del virrey marqués de Branciforte, en cuanto a la mezcla de materiales, la hechura y las medidas. A más, cada rebozo debía llevar un sello que a un lado ostentara las armas de la Ciudad de México, y en su reverso la constancia de su calidad, ya fuese fino a corriente.

El siglo XVIII se destacó porque los rebozos comenzaron a bordarse. Los bordados representaban verdaderas escenas de la vida cotidiana, como es el caso de un rebozo en el cual se bordó una escena del Paseo de la Alameda de la ciudad de México, acompañado de cornucopias llenas de flores y pájaros. Algunos de los bordados de esta época se realizaron en seda de China, o con aquélla que llegaba de la Mixteca teñida con caracol púrpura, grana obtenida de la cochinilla, y otros colorantes naturales.

En el siglo XIX adquirieron fama los rebozos de Sultepec y de Temascaltepec, tejidos en telar de otate y profusamente bordados, que hacían el deleite de las mujeres para quienes el rebozo había llegado a constituir una imprescindible vestimenta en su cotidiano arreglo. Pero el gusto no duró mucho, pues a raíz de la revolución de principios del siglo XX, la producción fue poco a poco disminuyendo a tal grado que tuvieron que importarse del país vecino; es decir, de los Estados Unidos. También se importaron de otros países como fue el caso de los rebozos de seda de rancia o los del Japón, España y Guatemala. Afortunadamente, esta situación cambió gracias al fomento de la manufactura del rebozo que llevó al cabo don Daniel Rubín de la Borbolla, quien impulsó nuevamente, la producción en Santa María del Río, San Luís Potosí y Tenancingo.

Sonia Iglesias y Cabrera

Categorías
Leyendas Mexicanas Época Colonial

Tonantzin y la Virgen de Guadalupe.

Antes de la conquista hispana, en el mismo lugar que hoy conocemos como la Villa de Guadalupe, al norte de la Ciudad de México, se reverenciaba, en la parte más alta del Cerro del Tepeyac -cuyo nombre significa en náhuatl “nariz” o “punta de la sierra”-, a la diosa Tonatzin, Nuestra Madre, quien simbolizaba las fuerzas femeninas de la fertilidad, y quien compartía esta característica con otras diosas a quienes los cronistas a veces confundieron con ella o la tomaron como advocaciones de la misma diosa. Entre ellas estaban Cihuacóatl, la Mujer Serpiente, diosa de la tierra que regía el parto y la muerte al dar a luz; Coatlicue, la de la Falda de Serpientes, madre de los dioses del panteón azteca, diosa de la tierra asociada a la primavera; Toci, Nuestra Abuela, corazón de la tierra y patrona de la medicina y las hierbas medicinales; finalmente, estaba Chicomecóatl, Siete Serpiente, diosa de las cosechas asociada de manera directa con el maíz, a quien los indígenas estaban eternamente agradecidos porque les había enseñado el arte de hacer tamales y tortillas, alimentos básicos en la dieta de los indios y de carácter sagrado, toda vez que se empleaban en casi todos los ritos y festividades del amplio mundo de los dioses.

Tonatzin era una diosa muy bella, de falda y huipil blancos; sus negros cabellos los peinaba a manera de dos cornezuelos que le quedaban a cada lado de la frente. Este hermoso peinado era imitado por las mujeres mexicas, pues era creencia común que así obtendrían una mayor fertilidad. En su advocación de Teteoinan, otro nombre de la diosa madre, presentaba los labios abultados con hule, en cada mejilla tenía simulado un agujero, llevaba un florón de algodón, orejeras de azulejo y mechón de palma; su alba falda se adornaba con caracoles, y sus sandalias eran de oro puro.

A esta múltiple diosa Tonatzin se le adoraba en un santuario del cual no conocemos con certeza cómo era. Sin embargo, dada la importancia que tenía, debió de haber sido de dimensiones considerables y ricamente engalanado. El Códice Teotinatzin, manuscrito pictográfico en papel europeo que data del siglo XVIII que perteneciera a Lorenzo Boturini, sólo nos informa de una serranía en cuya capilla, en la parte superior, podía verse la representación de dos diosas: Chalchiuhtlicue y Tonatzin, a las que ahí se adoraba. Fray Bernardino de Sahagún en su obra Historia General de las cosas de Nueva España nos informa que había un monte que se llamaba Tepeác, que los españoles llamaron Tepeaquilla, donde había un templo dedicado a Tonatzin y al que acudía gente de lugares lejanos a reverenciarla: … y traían muchas ofrendas, venían hombres y mujeres… y todos decían vamos a la fiesta de Tonatzin; y ahora que está ahí edificada la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe también la llamaban Tonatzin.

La fiesta se realizaba con ofrendas de muchas flores, tamales, tortillas, pulque, chocolate espumoso y copal, que depositaban los fieles en su altar. Asimismo, durante la celebración se ejecutaba música con la que todos bailaban, y se entonaban himnos en su honor, como el que a continuación reproducimos una estrofa:
Amarillas flores abrieron la corola:
Es nuestra Madre, la del rostro de máscara
¡Tu punto de partida es Tamoanchan!

A decir de fray Juan de Torquemada en su Monarquía Indiana, esta diosa tan querida solía aparecérseles a los indios en forma de una jovencita vestida de blanco, para revelarles cosas secretas. En este santuario, los frailes evangelizadores erigieron una modesta ermita en el año de 1528, con el fin de aprovechar los cimientos ideológicos ya existentes y contrarrestar la adoración a Tonatzin. En dicho templecito, que tomó el nombre de Ermita de los Indios, colocaron una virgen representada de bulto, exactamente igual a la española que se encontró a orillas del río Guadalupe y que se veneraba, desde principios del siglo XVI, en su santuario cerca de Cáceres en la región de Extremadura, España. La escultura de la virgen de la ermita mexicana fue sustituida por una pintura en fecha que nos es desconocida y que no tiene nada que ver con la impresa en el lienzo de Juan Diego. La virgen española, advocación original de la Virgen de la Concepción, fue la preferida del ambicioso Hernán Cortés, quien la ostentaba orgullosamente en sus pendones o banderines.

La leyenda de la virgen extremeña es muy similar a la creada alrededor de la mexicana. En ella se nos cuenta que al pie de la Sierra de las Villuercas, la Virgen se le apareció a un pastor llamado Gil Cordero, también conocido como Gil Santamaría de Albornoz, a quien su oficio obligaba a llevar a pastar su ganado a la campiña. La madre de dios le pidió a Cordero que hiciese los trámites necesarios a fin de conseguir que las autoridades eclesiásticas le edificasen un templo donde se la adorara. El pastorcito realizó lo encomendado por tan santa señora y la petición se cumplió satisfactoriamente. La ermita de Guadalupe se edificó sobre la casa de tal personaje. Hoy, el lugar se encuentra en la calle Caleros de la capital cacereña. Huelga decir que la guadalupana española se convirtió en la patrona de Extremadura y Reina de las Españas. Gil Cordero reposa en el Real Monasterio de Santa María de Guadalupe, junto a históricos personajes de la nobleza española.

En cuanto al significado del vocablo Guadalupe, los filólogos no han llegado a un acuerdo unánime. Para unos quiere decir “río de lobos”; para otros, el nombre viene del vocablo árabe wad, río, y de la contracción  del latín “lux-speculum, lo que daría “río de luz”. Para Jacques Lafaye, el término proviene del árabe guad-al-upe que significaría “río oculto” o “corriente de agua encajonada”;  para los menos, el significado es “fuente del corazón, del juicio o de la médula”. Además, para algunos nahuatlatos la palabra Guadalupe podría derivar del náhuatl cuatlaxopeuti o cuatlalopeuh, cuya significación sería “la que pisotea o ahuyenta a la serpiente”, tal vez aludiendo a Quetzalcóatl. Sin embargo, esta última interpretación resulta bastante improbable. Lo que sí es un hecho es que se trata de un vocablo árabe que designa al río que corre cercano a la capilla de la virgen española, quien fungió como basamento evangelizador y llegó a sincretizarse con la Tonatzin indígena, para dar lugar a la Virgen de Guadalupe mexicana.

Sonia Iglesias y Cabrera

Categorías
Tradiciones

Las primeras panaderías. Una tradición milenaria.

La producción de panes a nivel comercial se inició en la Colonia hacia 1525, fecha en que se tiene noticia de la existencia de varias panaderías, sin que sepamos cuáles eran ni en dónde estaban situadas. Con ellas se daba inicio a una importantísima tradición gastronómica mexicana: el pan. En dichas panaderías el peso y el precio de los panes se encontraban estrictamente reglamentados; lo cual no era óbice para que algunos dueños empleasen toda clase de artimañas para reducir el peso y para usar harinas de baja calidad. Las leyes y reglamentos de control los dictaba la Fiel Ejecutoria, aparato de gobierno impuesto por el virrey por órdenes del rey de España, para vigilar que el comercio y la administración se llevasen conforme a la ley en las nuevas tierras. Los españoles eran los propietarios de las panaderías, de los instrumentos de trabajo, del capital, y de la fuerza productiva de los operarios quienes elaboraban el pan empleando sus manos y su ingenio, mismo que con el paso de los siglos se fue enriqueciendo hasta llegar a producir la gran cantidad de panes con que contamos hoy en día.

Los operarios eran indios obligados a trabajar en las panaderías y reos que, por medio de su labor en el amasijo, purgaban parte de su condena. Los prisioneros estaban atados con grilletes y no podían salir de la tahona. Tanto ellos como los indios sufrían del mal trato y de la explotación de sus patrones, quienes, aparte de golpearlos cruelmente, les obligaban a trabajar durante 12 ó 14 horas seguidas. Dentro de la tahona, los panaderos operarios no contaban con una jerarquización del trabajo, pues la tecnología y el aprendizaje necesarios para la producción de los panes no requerían de especialización como sucedería siglos más tarde. Cada panadería contaba con un mayordomo encargado de administrarla, recibir las remesas de harina, controlar la producción, y vigilar y golpear a los operarios.

Los propietarios estaban agrupados en gremios. La función principal del gremio consistía en aglutinar y organizar a los productores y a la producción. Estaba regido por estatutos y leyes; dependía del Cabildo de la Ciudad de México, y era vigilado por la Fiel Ejecutoria. Los panaderos agremiados contribuían económicamente para que se efectuaran las fiestas religiosas, muy costosas por toda la parafernalia que implicaban y en las que se incluían misas, mascaradas y  corridas de toros.

Los primeros tipos de pan que se elaboraron en estas primeras panaderías tenían características netamente hispanas; aun cuando bien es cierto que ya desde los primeros años los indígenas supieron imprimirles sus peculiaridades. Los panes más populares fueron la hogaza, el bonete cortado y una especie de pan largo tipo baguette.
La hogaza era un pan grande y redondo, frecuentemente de más de dos libras (medición antigua en México), hecho de harina mal cernida y conteniendo algo de salvado. Se trataba de un pan muy popular que solía comerse solo o acompañado de alguna carne, frijoles o queso. En cuanto al bonete se le nombraba así por su relación metafórica con la gorra de cuatro picos usada por los eclesiásticos y los seminaristas. Se hacía con harina flor mezclada con harina más gruesa llamada cabezuela, obtenida después de haber cernido la harina. El virote  denominábase así debido a su semejanza con un hierro largo que se colgaba en la argolla que se ponía en el cuello de los esclavos.

Todos estos panes se elaboraban de manera muy simple. La pasta se hacía a mano, amasándola sobre tahonas de madera rectangulares colocadas sobre “burros”; o bien, en toscas mesas fabricadas para tal efecto. Los panes se labraban sobre  las tahonas enharinadas y las piezas se introducían en el horno con largas palas de madera. Los ingredientes que llevaban eran harina, agua, sal, una pizca de azúcar y levadura que se obtenía utilizando parte de la masa del día anterior. Se le llamaba “levadura madre”. Si después de siete u ocho horas se la volvía a incorporar harina y agua y se la dejaba reposar por cuatro o cinco horas más, se obtenía la “levadura de segunda”. Si esta última operación se repetía, se obtenía la “levadura de excelencia”, que debía incorporarse a la masa una o dos horas después de hecha. Por supuesto que los panes comunes se hacían con la primera levadura. Los hornos utilizados en el siglo XVI mantenían reminiscencias grecorromanas: fabricados de ladrillos en forma circular o ligeramente oval, con techo de bóveda. Una puerta anterior servía para cargar el horno con leña y otra, colocada más arriba, recibía el pan para su cochura. El suelo interior del horno estaba hecho de barro aplanado o de mosaicos del mismo material.

Los panes estaban sellados con la llamada “pintadera”, instrumento hecho de fierro o de madera que servía para identificar quien era el dueño de la panadería donde se había elaborado el pan. La costumbre de “pintar” el pan llegó con los españoles, pues en España se usaba este método  a fin de que los panes no se confundiesen unos con otros durante su cocción, ya que era común que varias familias cociesen sus panes en hornos comunales. Los sellos se tallaban con muy diversos motivos, formas y gustos, a veces sólo con las iniciales del patrón de la panadería. Al llegar a México, la costumbre se mantuvo hasta finales del siglo XVIII. El pan solía venderse por peso. Así por ejemplo, un pan de 400 gramos costaba un tomín de oro; es decir, un real. En cambio uno de 230 gramos valía medio tomín.

El virrey, la aristocracia, y las familias pudientes disfrutaban de otro tipo de panes que nunca eran consumidos por el pueblo. Estos panes se elaboraban en las cocinas de palacio por cocineros-panaderos encargados de hacer tortas reales, empanadas, y pastelillos de diferentes pastas e ingredientes. Asimismo, desde principios de virreinato, las monjas que habitaban los nueve conventos que había en este siglo, se encargaban de hacer galletas, pastelillos y dulces, que vendían para ayudarse a sufragar los gastos del convento.

Aparte de venderse los panes populares en locales anexos a las panaderías, también se expedían en las pulperías, tiendas que vendían diferentes mercancías para el abasto, y antecesoras de nuestras actuales misceláneas. Pero también las mujeres indias estaban encargadas de vender los panes en las plazas de la ciudad, como la Plaza Mayor, nuestro actual Zócalo; en el tianguis de Juan Velásquez, localizado en terrenos de lo que sería posteriormente Bellas Artes; y en el mercado de San Hipólito, asentado cerca de la Alameda. Estas mujeres colocaban su mercancía en canastas de gran tamaño, sobre albos manteles bordados por ellas mismas. Si llegaba la hora de las oraciones y no habían vendido todos los panes adquiridos en las panaderías, ellas debían asumir el costo del remanente y tratar de venderlo al otro día como “pan frío”. De ahí nuestra costumbre de comer “pan caliente”, del mismo día; “pan frío”, del segundo día; y “pan refrío” de más de dos días de elaborado, obviamente más barato.

Sonia Iglesias y Cabrera

Categorías
Leyendas Mexicanas Época Colonial

Catarina de San Juan, la China Poblana.

Cuenta una leyenda que la famosa China Poblana fue una esclava de noble estirpe procedente de la India donde vivió una parte de su niñez. Sus padres le habían puesto el nombre de Mirra (o Mirrah). Siendo todavía una niña, unos piratas portugueses la raptaron en la playa, donde la pequeña solía jugar recogiendo conchas y caracolas. Los malvados piratas la llevaron a la Ciudad de Cochín, en el estado hindú de Kerala, de donde Mirra escapó a los piratas ladronzuelos, para refugiarse en una misión jesuita donde la convirtieron al cristianismo y la bautizaron con el nombre de Catarina de San Juan. Pero para su desgracia los piratas la volvieron a raptar y la entregaron a un mercader en Manila que la llevó hasta tierras de la Nueva España. Al llegar a Acapulco, fue vendida a don Miguel de Sosa, poblano de profesión comerciante en lugar de entregarla a don Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel, marqués de Gelves y virrey de la Nueva España en el período 1621-1624, quien, con anterioridad la había encargado para ponerla a su servicio. Don Miguel pagó diez veces el valor de lo que el marqués de Gelves ofreciera por la muchacha.

A Catarina toda la familia de don Miguel de Sosa  la llamaba “chinita”, porque así se usaba llamar de cariño a las sirvientas jóvenes de aquellos tiempos. Todos la querían y era entre sirvienta y ahijada, pues don Miguel  carecía de hijos en quien depositar su amor. En esa casa aprendió el idioma español, pero nunca supo leer ni escribir, no se sabe el porqué; también aprendió a bordar con hilos de seda y a cocinar los diversos platillos mexicanos de la época. Sobresalía por su hermosura y por su peculiar manera de lucir su especial ropa que en un principio debió ser similar al sari de las mujeres hindúes.

Al poco tiempo de vivir con la familia Sosa, en el año de 1624 don Miguel murió, pero por voluntad testamentaria le otorgó la libertad a Mirra, quien quedó libre pero muy pobre. En estas condiciones vivió por un tiempo en la Ciudad de Puebla, hasta que se casó con un esclavo llamado Domingo Juárez perteneciente a la casta de los “chinos” (morisco con española). La pareja vivía en el curato del padre Pedro Suárez, donde Domingo ejercía las tareas necesarias para mantener limpia la iglesia. Catarina lavaba ropa y hacía panecillos para las fiestas eclesiásticas, y tabletas de chocolate que el padre regalaba a los niños que acudían al catecismo. No mucho tiempo después de casada, Domingo murió en la ciudad de Veracruz, y Catarina quedó sola. Para ganarse la vida, la “chinita” hacía enaguas y faldas que vendía en los mercados. En toda Puebla se la conocía como una santa, pues se convirtió en una curandera asombrosa empleando un agua milagrosa que preparaba con agua bendita y cuerno de unicornio.

Poco después, movida por su extraordinaria fe, Catarina ingresó como monja en un convento donde se convirtió en visionaria al afirmar que veía a la Virgen de Guadalupe acompañada de ángeles, que jugaba con el Niño Jesús, que hablaba con una escultura de Jesucristo, y que los unos demonios la acosaban continuamente. A su muerte, en la casa de Hipólito del Castillo y Altra, acaecida el 5 de enero de 1688, a los ochenta y dos años de edad,  se la enterró en el atrio del Templo de la Compañía de Jesús, en la conocida Tumba de la China Poblana. Su testamento enumera las humildes cosas que dejó:

Declaro por mis bienes, los siguientes: un niño Jhs, Pequeñito de talla y seis quadritos ordinarios colgados en las paredes de mi cuarto. –Una cazuela –Dos o tres libritos de devoción –La ropa de mi uso y ruego al padre Alonso ramos, mi confesor de la religión Sagrada de la Compañía de Jesús y conventual de dicho Colegio, la distribuya y convierta en limosnas entre pobres y para cumplir y ejecutar este mi testamento, en manadas y legados, dejo y nombro por mis albaceas testamentos al dicho padre Alonso Ramos y al bachiller José del Castillo Grajeda, Presbítero y al Capitán don Hipólito del Castillo de Altra.

A la China Poblana se le atribuye el haber creado uno de los trajes típicos de México, aun cuando para algunos investigadores no existe ninguna relación entre el traje de las “chinas” y Catarina de San Juan. Del vestido original de esta dama no quedó ninguna descripción fidedigna, pero la leyenda se la representa vestida de manera muy similar al traje que solían lucir las cortesanas gachupinas, o sea las criollas de los principios del siglo XIX. Así pues, aunque desplazado unos cuantos siglos, el traje de la China Poblana constaba de una camisa de cuello cuadrado, blanca, deshilada, y bordada con hilo de  seda y con chaquiras formando dibujos geométricos y florales. La enagua o castor (tela con la que estaba elaborada y que se empleaba para confeccionar la ropa de las criadas indígenas de casas pudientes) estaba ricamente bordada con canutillo, lentejuela y “camarones” a la manera de la blusa. Debajo de la falda, asomaban unos porabajos (ropa interior que equivale al fondo o combinación) con puntas enchiladas; o sea, que todo el borde estaba adornado con hermosos encajes terminados en pico y que sobresalían de la falda. A fin de sostener el castor y el porabajos, las “chinas” portaban una fajilla en la cintura tejida con la técnica de brocado, podía estar bordada o no, según el gusto de la usuaria. Por supuesto que no podía faltar el rebozo de bolita hecho con seda, con largo y hermoso rapacejo (fleco) anudado preciosa y hábilmente, que servía para cubrir a las “chinas” del frío, a la vez que para lucir hermosas y galanas. Solíase acompañar el traje con una mascada de seda, y relucientes zapatos de raso bordados con hilos de seda. Por supuesto que la China Poblana portaba aretes, pulseras, collares, anillos y demás abalorios, para completar tan barroco atuendo.

La palabra “china” que se le aplicaba a tan santa dama según algunos investigadores proviene de que Catarina era mogola; es decir originaria del Imperio Mongol de la India, estado islámico del subcontinente indio; razón por la cual, los poblanos empezaron a aplicarle el mote de “china” que, por extensión, en México se ha empleado para designar, erróneamente, a todos los orientales. Pero también se dice que Catarina al casarse con el esclavo Domingo Juárez quien como hemos visto pertenecía a una de las castas denominada “china”, recibió de refilón el mote de “china”; versión que parece ser la más acertada.

Sonia Iglesias y Cabrera

Categorías
Tradiciones

El santo Niño Pa de Xochimilco

La adoración que en México se tiene al Niño Jesús ha  sido motivo para que el pueblo haya creado una amplia gama de advocaciones de niños santos, que a su vez son el tema central de una parte muy importante del arte popular que llamamos imaginería; es decir, la capacidad artística que los artesanos poseen para crear imágenes sagradas.
En nuestro país contamos con varios Niños Dios a los que se veneran y se le solicitan favores por considerarlos particularmente milagrosos. De entre ellos destaca el famoso Niño Pa adorado, sobre todo, en Xochimilco,  Distrito Federal.

Cuenta la conseja popular que en el siglo XVI, don Martín Cortés Alvarado, cacique indígena principal de Xochimilco, mandó fundar una capellanía donde se adorasen, entre varios cristos y vírgenes, a un hermoso Niño Jesús. Pasado el tiempo y a la muerte de su original dueño, el santo Niño empezó a dar muestras de sus portentos: caminaba por las milpas que abundaban en ese entonces por la zona, y propiciaba que éstas dieran muy buenas cosechas; además, cuando se les presentaba a los enfermos en sus sueños, éstos sanaban como por arte de magia. Los milagros del Niño fueron motivo para que se le pusiera un nicho especial dentro de las capillas familiares, y el pueblo lo empezase a reverenciar con mucho fervor.

La imagen del Niño fue pasando en herencia de dueño en dueño; hasta que uno de ellos, cuyo nombre ignoramos, decidió donarla a los devotos de Xochimilco, con la condición de que los mayordomos de las cofradías y gremios se encargasen de cuidarla y atenderla. Cada mayordomo debía conservar al Niño Dios en su casa durante un año, adonde acudían los fieles a rendirle culto. Pasado el año, se rifaría el cargo o se le daría a la persona más meritoria para su cuidado.
Así continuó la tradición hasta nuestros días, a pesar de la oposición de un sacerdote llamado José Reyes Camacho, cura de la parroquia de San Bernardino, quien trató de obligar a los xochimilcas a entregar al Niño a su parroquia, por fortuna sin ningún éxito en sus gestiones.

Actualmente, cuando un nuevo mayordomo es elegido para cuidar al Niño Pa, debe mandar oficiar una misa el Día de la Candelaria, todos los fines de semana del año, y, aún entre semana. Asimismo, las familias pueden invitar al Niño Pa a sus casas para que les dé la bendición. El mayordomo lo lleva a diferentes hogares y así se convierte en un niño peregrino. Hemos de decir que el turno para tener al Niño como invitado especial, está dado hasta el año 2050.
El 24 de diciembre, el mayordomo debe llevar al Niño a la iglesia y acostarlo en el nacimiento; para levantarlo el 2 de febrero, cuando lo entrega al nuevo mayordomo. Este día los mayordomos organizan una fiesta en la que el platillo obligado son los tamales que las mujeres xochimilcas preparan para tan renombrado evento. Cuando los tamales están bien cociditos y calientitos, los “posaderos”, como se les llama a los que organizan las posadas en la época de la Navidad, van a la casa del mayordomo saliente, y, en procesión, se dirigen a la iglesia a oír la misa. Se levanta al Niño y se le entrega al nuevo mayordomo en cuya casa vivirá todo el año.

Aparte del día de Navidad y de la Candelaria, al Niño Pa se le festeja todo el año, menos los sábados y los domingos; el 30 de abril, el Día del Niño; el 10 de mayo, Día de la Madre en México; y del 15 al 25 de diciembre, lapso en que se llevan a cabo las Posadas. Las leyendas de Xochimilco cuentan que el Día de Reyes, el Niño Pa juega con sus múltiples juguetes y los mayordomos tienen que recoger el tiradero que deja por el suelo. Por las noches, acostumbra tocar un pequeño arlequín melodiosamente. Tiene la capacidad de sanar a los enfermos o de producirles las muertes cuando ya no tienen remedio. Dicen que sus mejillas empalidecen cuando por alguna razón se pone triste, y que sonríe cuando está contento.
En sus fiestas, los pobladores de Xochimilco –y en general de todo México- le entregan ofrendas y obsequios. La cantidad de trajes y zapatitos que estrena es insospechada por lo abundante, se dice que el Niño posee más de cinco mil ropones. También cuenta en su haber con juguetes, pijamas, cunas, muebles, cobijas, cuadros, joyas, y demás objetos que se guardan en un gran cuarto. A más de ello, el Niño cuenta con una estudiantina y una comparsa de Chinelos.

Se dice que cuando alguna persona tiene un mal comportamiento, el Niño Pa se pone a llorar, y cuando en todo Xochimilco se escucha su llanto, los fieles dicen una plegaria por los pecados cometidos:
Perdónanos, niñito,
Perdona nuestros pecados,
No llores más por nosotros.

El Niño Pa es chiquito, mide alrededor de 51 centímetros de largo y su peso es de 598 gramos. Sus ojos son de vidrio con forma bastante oriental, y tiene pestañas naturales. La imagen lo presenta con el brazo derecho en actitud de bendecir y con el brazo izquierdo extendido con la palma de la mano en pose de otorgamiento. Sus piernas están ligeramente plegadas. En su cabecita lleva tres potencias de fino metal que se desprenden como rayos de luz que esparcieran bondad y salud. El Niño Pa se elaboró con madera de colorín, tzompantli, un árbol leguminoso, en los talleres de San Bernardino de Siena entre los siglo XVI o XVII.

Su nombre es un misterio. Para algunos estudiosos significa “el niño del lugar”, atendiendo al sufijo náhuatl –pa que indica sitio, lugar. Para otros, Niño Pa sería un apócope de Niño Padre o Niño Patrón; y para algunos más se refiere a que cuando el Niño llegó a Xochimilco, los hambrientos indios recién conquistados y medio muertos de inanición, le pedían pan para comer, hecho del cual derivaría su triste nombre de Niño Pa (n).

Cada año, el famoso Niño Pa es trasladado en una gran procesión al Instituto nacional de Antropología para su restauración y mantenimiento, pues debemos recordar que tiene cerca de 434 años de edad, lo que lo convierte, junto con la Virgen de Guadalupe, en uno de los santos venerados más antiguos con que cuenta nuestro país.

Oración al Niño Pa
 
Niño Lindo,
Niño Gallardo,
Niño Amoroso,
a pedirte vengo
como generoso,
que la pena que traigo,
me la vuelvas gozo,
pues tú eres mi Padre
y mi Dios bondadoso.

 Sonia Iglesias y Cabrera

Categorías
Tradiciones

Nuestro mole. Tradición poblana.

El sabroso mole que saboreamos en tantas fiestas y celebraciones de nuestro país, México, fue inventado en la época colonial, aun cuando sus antecedentes los encontramos entre los nahuas antiguos. Con el sagrado fruto que conocemos con el nombre genérico de chile, los mexicas preparaban una serie de guisados que cumplía dos funciones: por un lado, el chile era la base de la comida cotidiana, las salsitas con o sin carne o con verduras, se comían todos los días. Por otra parte, los guisados preparados con chile se ofrecían a los dioses en muchos de sus rituales festivos, como un alimento cuyo principal ingrediente era de procedencia divina. Tan común fue el mole que incluso había vendedoras en los mercados dedicadas exclusivamente a la venta de guisados con chile. Además, los guisados preparados con chilmolli, su nombre náhuatl, estaban destinados a la mesa de los nobles y poderosos señores, como platillos de excelsa calidad.

En cuanto al mole como alimento destinado a los dioses, sabemos que en el sexto mes Etzalqualiztli, se efectuaban los sacrificios en honor de los diosecillos tlaloques, entre los que se incluía el ayuno sacerdotal de cuatro días, pasados los cuales,  el ayuno se  rompía  y todos comían el potaje de frijoles llamado etzalli, y el chimolli que los familiares de los sacerdotes les traían ex profeso de sus casas. Asimismo, para la fiesta dedicada a Macuilxóchitl, espíritu encarnado de los hombres muertos en batalla, en los altares domésticos se ofrendaba al dios con cajetes conteniendo chilmolli, acompañados por platos repletos de tamales. En las ceremonias consagradas a los muertos aparecían  sabrosos moles preparados por las mejores cocineras, de los cuales existían más de cincuenta variedades.

Hoy en día  comemos mole como parte de nuestra comida diaria, en fiestas especiales como las patronales, las bodas o los cumpleaños y, sobre todo, como parte indispensable del banquete que cada año ofrecemos a las ánimas de nuestros difuntos. Es pues, un platillo tradicional y ceremonial de significación sagrada y religiosa que no puede faltar en  ninguna celebración. Aparece en las festividades de la gran mayoría de los grupos indígenas y mestizos, adoptando diferentes variedades y formas de guisar. Cada grupo le otorga sus características propias, empleando los ingredientes que les brinda su entorno natural. De tal manera que los moles que se hacen son muchos y muy distintos. Sin embargo, encontramos un mole que se acostumbra ofrecer en la gran mayoría de las comunidades. Lo conocemos con el nombre de mole poblano y es de estirpe netamente mestiza.

Acerca de cómo nació el mole poblano existen dos versiones a cual más poética. La primera atribuye a un fraile llamado Pascualillo el haber descubierto la receta de tan legendario platillo. Pascualillo era el cocinero de un convento de la Ciudad de Puebla. Cierto día, debían asistir a comer al convento el Virrey de la Nueva España y obispo de Puebla, Juan de Palafox, acompañado de varios funcionarios y religiosos. Pascualillo se encontraba en su cocina muy nervioso a causa de que el dulce de leche que preparaba se le había echado a perder porque uno de sus ayudantes había dejado caer en el perol un pan de jabón con el que estaba limpiando los azulejos de la cocina. Desesperado y frenético por el accidente, comenzó a arrojar todas las especies y condimentos que encontró en una cazuela de barro donde se cocían varios gordos guajolotes. Como estaba desesperado y era muy piadoso, Pascualillo se hincó y se puso a rezarle a Dios implorando que le prestase ayuda en ese difícil trance, pues no sabía qué les daría de refrigerio a tan importantes visitantes. Pero sucedió que de la cazuela se desprendían exquisitos aromas, y los pavos nadaban en una salsa de rechupete que invitaba a ser, no ya comida sino devorada. Pascualillo y todos sus ayudantes probaron de aquel manjar tan apetitoso, surgido de la mano divina. El platillo era excelente, a todos gustó sobremanera. Sirviéronse los guajolotes tan maravillosamente condimentados al virrey y los prelados de México. Huelga decir que a todos les pareció un manjar de dioses, digno de los paladares más exquisitos. Los invitados mandaron llamar a Pascual para felicitarlo por tan estupenda comida, a cual más le elogiaba fogosamente mientras el cocinero, con la cabeza gacha de humildad, recibía satisfecho los elogios de que era objeto. Por su habilidad para preparar el pavo con mole, Pascual fue declarado el mejor cocinero de la Ciudad de Puebla de los Ángeles, y, poco tiempo después, el Concilio Eclesiástico le beatificó.

Cuando Pascualillo murió, mil querubines y dos arcángeles acudieron a lecho mortal y le obsequiaron flores y cirios. Desde entonces, cuando alguna cocinera se encuentra en grave aprieto no tiene más que  implorar: – ¡San Pascual Bailón, atiza mi fogón!

La segunda versión nos relata la siguiente historia, acaecida también en Puebla de los Ángeles, ciudad fundada por fray Toribio de Benavente en el año de 1531. Las monjas del convento de Santa Rosa, patrona de la ciudad de Lima en el Perú, le estaban muy reconocidas al obispo Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún por haberles construido y regalado un convento. Por tal motivo, decidieron que en la fiesta del onomástico del obispo, le agasajarían con un nuevo y suculento platillo. Sor Andrea, la madre superiora, tomó un guajolote del corral, lo coció y procedió a sazonarlo de muy variadas formas. Después de múltiples experimentos, encontró la receta indicada y guisó varios guajolotes con ella. Sor Andrea, junto con varias monjas hermanas, acudió al palacio del gobernador donde se encontraba el obispo Fernández de Santa Cruz para hacerle entrega de tan sabroso presente. La madre superiora, sor Andrea, llevaba en un platón de plata el guisado caliente y aromático; otra hermana llevaba una charola de madera con variados y humeantes tamales; una tercera monja portaba una jarra de vidrio soplado conteniendo el blanco y espeso pulque. Todos los asistentes se dispusieron a comer tan especial regalo de sor Andrea. Dignatarios y acólitos dieron cuenta de la comida. Todos se deshacían en elogios desmesurados y merecidos ante tal portento gastronómico nunca antes saboreado por paladar alguno. ¡Había nacido el platillo nacional por excelencia de la tradición mexicana!

Sonia Iglesias y Cabrera