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La Isla de las Muñecas

 

Murió el señor Julián Santana Barrera, nativo del Barrio de la Asunción falleció a la edad de 80 años, fue un personaje muy pintoresco.

 

En los años 50 me tocó conocerlo y convivir con él, pues en esa época el señor asistía a la pulquería Los Cuates ubicada en la Plazuela de La Asunción.

 

Yo era el hijo del jicarero y el señor Julián comenzó a hablarme porque yo lo atendía, entre la gente del barrio era conocido con el mote de La Coquita (pajarito abado que existe en la zona chinampera), debido a que ese pájaro era muy pequeñito.

 

Él pasaba con su carretilla llena de verduras y hortalizas que él cultivaba, las llevaba a vender al tianguis de Xochimilco y siempre iba con su calzón blanco amarrado hacia las rodillas y con un jorongo.

 

  Al término de sus ventas se iba a Los Cuates a tomar su pulque, pero a nadie de los presentes en la pulquería les hablaba, ya que era muy retraído, aunque después le dio por andar en los Barrios pregonando la palabra de Jesús y en cada esquina se ponía a rezar y a hablar de Dios.

 

En esa época hablar de Dios sin ser sacerdote significaba blasfemar, ya que se aplicaba a toda persona que no tenía autoridad sacerdotal para lo mismo y era mal visto en Xochimilco, por lo que más de tres veces fue agredido por el pueblo. Después le dio por recoger en todos los barrios las muñecas que estaba tiradas en la basura, más tarde se perdió, pues nadie preguntaba por él, por lo que no se sabía si aún vivía.

 

Pero cuando se realizó el rescate ecológico de Xochimilco en los años noventa y el lago estaba totalmente cubierto de Lirio Acuático, llamó la atención que su chinampa estaba rodeada de muñecas y en esa zona nadie vivía.

 

Era una choza hecha de chinami, carrizo, ramas de ahuejote y zacatón, y él a nadie recibía, vivía como un ermitaño.

 

Con el tiempo comenzaron a llegar periodistas que lo querían entrevistar y yo fui la persona afortunada a quien aceptó con los mismos, porque él se acordaba de mi persona cuando lo atendía en la pulquería Los Cuates.

 

Él no quería hablar sobre las muñecas que tenía en su chinampa, pero después él aceptó darnos su versión sobre las mismas.

 

El decía que estaba allí para ahuyentar a los malos espíritus y para que se dieran mejor sus cosechas. Platicaba que las muñecas aparecían de repente y que ellas lo acompañaban por las noches .

 

Tenía una muñeca preferida que era La Moneca, de todas las chozas que tenía, siempre la trasladaba de una a otra. Una de las chozas estaba llena de mulitas que él hacía con hojas de maíz y las tenía colgando, también tenía cruces que hacía con pedazos de madera de ahuejote, recortes y fotografías de personajes de la política, delegados de Xochimilco, artistas, estudiantes y gente que lo iba a visitar.

 

Su cocina estaba al aire libre y tenía un tlecuil hecho con lodo, un comal de fierro, tenía en su cocina alrededor, colgados carpas secas que pescaba frente a su chinampa, también tenía recortes de periódicos que los periodistas le regalaban de los reportajes que le hacían

 

Las personas que se encargaban de cuidarlo estaba su hermana y su sobrino El Chope, quien era el encargado de llevarle diariamente su comida y su desayuno, también era el que bajaba a Xochimilco a vender sus cultivos de su tío Don Julián.

 

Platicando con su sobrino, se le preguntó que cómo había sido el accidente y comentó que para él y su tío era un día común y corriente:

 

Temprano habían sacado agualodo (lodo del fondo de l canal para hacer el chapin (composta de lirio acuático en donde encima se coloca el lodo, se deja reposar tres días y con un cuchillo hacen cuadros y en cada uno se depositan la semilla)para hacer sus siembras).

 

Después fue a realizar otras cosas a la parte de atrás y se puso a pescar con anzuelo como siempre lo hacía y le comentó a su sobrino y le comentó que un pez se le había escapado dos veces.

 

Después le llamó Don Julián a su sobrino mostrándole el pescado que agarró, grande de por lo menos 4 ó 5 kilos y dijo:

 

-" ya lo tengo, él que se me había escapado"

 

El sobrino le contestó que estaba bien.

 

Don Julián entonces, le comentó que la sirena le había estado llamando por que se lo quería llevar y entonces le dijo que le iba a cantar para que no se lo llevara, porque al parecer anteriormente ya le había comentado su tío que cantándole a la sirena no se lo llevaba y le dijo su sobrino que tuviera cuidado.

 

-Yo voy a ordeñar las vacas y ahorita regreso. Entonces cuando el sobrino regresó con la leche , buscó a su tío, y descubrió que se había ahogado, lo que sucedió muy rápido.

 

Sus familiares, están muy dolidos de haber perdido a Don Julián, pero dentro de su tristeza ellos están conformes pues su tío murió donde él quería, junto con sus muñecas y la sirena del que tanto hablaba se lo había llevado.

 

El señor Julián era el clásico nativo de Xochimilco, delgado, lampiño, de barbita y bigote ralo, su cuerpo está siendo velado en la casa de su hermana en el Barrio de Xaltocan, en la calle prolongación 16 de septiembre con el número 136.

 

Su misa de cuerpo presente será a las 11:00 horas en la iglesia de Barrio de La Asunción y será sepultado en el Panteón municipal de Xochimilco Xilotepec.

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El charro

Allá por las afueras de la Ciudad de México, con dirección a Toluca, se encuentra uno con los arbolados cerros y bosques ahora muy visitados y cuyo parque nacional más conocido es el de "La Marquesa". Ahí cuentan que en ciertos pueblos aledaños se hablaba de un charro que ocasionalmente cabalgaba esos lugares y el encuentro con este personaje era tan inesperado como enigmático.

 

En alguna ocasión, una señora a la que llamaban para auxiliar a las mujeres cuando iban a dar a luz escuchó que tocaban su puerta insistentemente. Ya era entrada la noche, por lo que abrió la puerta con cierta reserva, pero grande fue su sorpresa al encontrarse con un hombre vestido de charro, que le pidió que le acompañara para ayudar a parir una mujer. La señora tomó su rebozo, se encomendó a la santísima Virgen y después de montar en el caballo que estaba amarrado de la rama de un árbol afuera de su casa, acompañó al jinete a donde éste la llevó, rezando un rosario en el camino.

 

Siendo de noche, la señora no reconoció los rumbos por donde el mencionado personaje cabalgó, y llegó a un jacalito sencillo donde habían varias señoras y la futura madre que con quejas y lamentos se aguantaba los dolores de las contracciones por el futuro parto. Ella, le dijeron, era la esposa del charro. La señora partera, conocedora de esos menesteres, hizo lo que siempre a la futura madre, la bañaba, refrescaba su frente con una tela. Fue pasando la noche, las señoras ayudaban a la mujer metiéndola a la bañera, respirando, luego la futura madre se dormía entre contracción y contracción, hacía ruidos, jadeaba, etc. La señora partera deambulaba por la casa, el charro la acompañaba afuera cuando ella salía y preguntaba cómo iban las cosas.

 

En un momento la partera salió del cuarto a refrescarse un momento, y le explicaba al charro “se me hace que el bebé está por la mitad de la cabeza, le falta poco para salir”.

 

Las otras señoras continuaron buscando posiciones cómodas para la señora del charro, y luego estuvieron platicando de la ropita que ya tenían para el niño y de lo mucho que lo esperaban y enseguida… la futura madre sintió que se le salía!. Fue rápidamente al cuarto del bebé. No podía pujar ya que no controlaba nada, ni podía contenerlo. La partera la agarró de las axilas por atrás, mientras las señoras ayudaron a acuclillarse a la mujer y en un grito que más bien fue alarido… salió el pequeño niño, llorando. Después de eso, con otra contracción, era la placenta. Fue todo muy rápido, después de un proceso de varias horas.

 

Todos se pusieron contentos, incluso el charro, quien orgulloso, reconocía según el sus rasgos en el rostro de la creatura, aunque esta todavía estaba inflamada por el parto.

 

Pasó todo, y el charro devolvió a la señora partera a su casa, sin decir palabra, pero cuando dejó a la señora en su casa nuevamente se despidió de ella, le dió un costalito con monedas de oro y le advirtió a la señora que guardara lo que había pasado esa noche como un secreto, pues "no viviría para contarlo".

 

Indignada y también estremeciéndose de miedo por tal advertencia, la señora se apresuró a meterse en su casa y cerró la puerta, asegurando con un polín su puerta. Esperó a que se fuera el charro, esperaba escuchar las pisadas del caballo, pero no escuchaba nada. Pasaron los minutos y al poco rato se asomó para descubrir que el charro y el caballo no estaban. Cómo había hecho para irse sin quel el caballo hiciera ruido?…

 

La confusión y el recelo por lo que había sucedido le duraron varios días a la señora, pues no sabía si había soñado el suceso o realmente había sucedido. Sin embargo, el costalito con que le había pagado el charro ahí estaba, y no sabía qué hacer con esas monedas de oro, pues qué origen podían tener?

 

Después de varias semanas estaba como ausente, las vecinas la saludaban y la señora las miraba como extrañada, invadida por dudas y miedos. Así, llegó el día en que platicó con una vecina lo que había ocurrido aquella noche y después de persignarse la vecina le aconsejó que llevara las monedas a la iglesia y que no contara a nadie más lo que había pasado. La partera dicen que siguió el consejo, hay quienes la vieron dirigirse a la iglesia.

 

Sin embargo, a la mañana siguiente la señora ya no despertó de su sueño nocturno. Amaneció acostada, con los ojos cerrados, su cuerpo sin vida. Dicen algunos que se escuchó cabalgar al charro, pero no hay quien lo pueda asegurar. Lo cierto es que se cumplió la advertencia del jinete, quien le dijo que no contara sobre ese misterioso alumbramiento. Y del pago que le hiciera, tampoco se supo nada. Tal vez fue que regresó por su dinero, quién sabe?

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Cómo ahorcaron a un difunto

 

El domingo 7 de marzo de 1649, los vecinos de la ciudad de México que transitaban por las calles del Reloj y delante de las Casas Arzobispales, situadas entonces en la que es hoy 1ª calle de la Moneda esquina sureste con la del Licenciado Verdad, como a las once horas de la mañana, presenciaban admirados un espectáculo muy frecuente en aquella época, pero raro por sus circunstancias especiales del que vamos a recordar.

 

Caballero en una mula de albarda, con un indio en las ancas de la mula que lo sostenía para que no cayese, iba el cadáver de un portugués; y al son de trompeta y voz de pregonero, se hacía público el delito que había cometido en vida.

 

-"Sepan los habitantes y estantes de esta ciudad de México – gritaba el pregonero – cómo hoy a las siete horas de la mañana, mientras oían misa los presos de la Carcel de Corte, este hombre, que había quedado en la enfermería a excusas de que estaba malo, y que se hallaba allí preso por haber asesinado a un alguacil del pueblo de Iztapalapan, en el ínterin que los dichos presos oían la dicha misa, se bajó a las secretas y se ahorcó sin que nadie lo viese ni lo sospechase."

 

Aquí el pregonero tomó aliento, y con la misma voz que antes, continuó:

 

– "Acabada la misa y buscándolo los carceleros, lo encontraron como se ha dicho; dióse cuenta a los alcaldes de Corte, y hecha averiguación de que ninguna persona lo había ayudado ni aconsejado a consumar en sí mismo tan temerario delito, se pidió licencia al Arzobispado para ejecutar en él la pena capital a que había sido condenado por el homicidio del alguacil de Iztapalapan, pues sin esa licencia no se le podía ejecutar, por ser hoy día del Santo Doctor Tomás de Aquino y domingo además; y vistos los autos, concedió el permiso la autoridad eclesiástica; y la Justicia ordena que hoy sea ahorcado el difunto en la Plaza Mayor de esta ciudad, para que sirva de escarmiento y de ejemplo."

 

Poco a poco el número de los vecinos curiosos que seguían al cadáver, creció mucho por la extrañeza del suceso, pues sabían ellos y habían visto a menudo que, cuando la Santa Inquisición relajaba a los reos, eran quemados en efigie si estaban ausentes, o sus huesos desenterrados si habían muerto; pero que la justicia del orden común lo hiciera en un difunto, no era cosa que se repitiese con frecuencia.

 

Después del paseo por las calles, la comitiva y el portugués – digo, su cuerpo inanimado -, hizo alto en la Plaza Mayor, y al difunto lo ahorcaron frente al Real Palacio, en el sitio en que se elevaba la picota pública; ajustándose a las propias ceremonias con que se ahorcaba a los vivos, excepción hecha de no llevarle al Cristo Crucificado, llamado Señor de la Misericordia, que siempre acompañaba en las ejecuciones a los reos que no fueran suicidas o impenitentes como lo había sido el pobre portugués.

 

Dejaron colgado el cadáver muchas horas; y como desde en la mañana de aquel día se levantó un aire tempestuoso, y mucho polvo, que arrancaba los tejados, levantaba los mantos y las faldas de las mujeres, las capas de los hombres; que arrebataba sombreros, ropas tendidas en las azoteas; que cerraba y abría las puertas de ventanas, balcones y zaguanes; que hacía volar las sombras de petates de los puestos de la plaza; que silbaba a veces iracundo y a veces quejumbroso; que, en fin, era tan fuerte que había instantes en que se tocaban solas y lúgubremente las campanas de las torres de los templos y de los monasterios; todos los vecinos espantados atribuyeron el huracán que soplaba y el polvo que se remolinaba en las calles y plazuelas, al crimen perpetrado por el portugués en el alguacil de Iztapalapan y en su propia persona.

 

Y como era domingo, los muchachos de la ciudad se alteraron en sus juegos; y oyendo las consejas que se contaban en sus casas, dieron y tomaron en que era el mismo demonio el portugués suicida; y con tan demoniaca idea, fuéronse gritando y pregonándola por las calles hasta llegar a la Plaza Mayor: y aquí le hacían cruces al cadaver del ahorcado, diciendo que era el diablo y que por él rugía el viento y rabiaba el polvo en furiosos remolinos.

 

No contentos los muchachos con ponerle cruces con los dedos y apellidarle como queda dicho, le estuvieron apedreando por gran rato, hasta que bajaron los ministros de la Justicia el cuerpo de aquel desgraciado portugués – tan bárbaramente escarnecido – y lo condujeron a la albarrada de San Lázaro, donde lo arrojaron en las aguas pestilentes de los lagos.

 

El cronista don Gregorio Martín de Guijo, quien es el autor del relato que hemos hecho, lo cierra con estas cristianas palabras:

 

"Dios nos dé muerte con que lo conozcamos."

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La calle de Chavarría

La calle de Chavarría

(2ª DEL MAESTRO JUSTO SIERRA)

 

Noche lúgubre, según las crónicas de nuestras antiguallas, fue la del 11 de diciembre de 1676 para los buenos habitantes de la Muy Noble y Leal ciudad de México, pues a las siete, estándose celebrando el aniversario de la aparición de la virgen de Guadalupe en la iglesia de San Agustín, se incendió ésta, comenzando por la plomada del Reloj.

 

¡Considérese la consternación y espanto de aquellas benditas y devotas gentes al ver que el fuego devoraba un templo tan antiguo y tan suntuoso! ¡Considérese la imposibilidad de contener tan voraz elemento en aquellos remotos tiempos, en que las bombas eran desconocida, en que las llaves de agua sólo servían para satisfacer la sed, y en los que para sofocar el fuego se acudía al derrumbe y a la presencia de la imágenes, y de las comunidades que llevaban cartas fingidas de los santos fundadores, en las que éstos simulaban desde el Cielo mandar que cesara el incendio!

 

¡Qué noche! La gente salía en tropel de la iglesia y empujada por el terror, sofocada por el humo, iluminada por las llama! Los frailes agustinos por su parte abandonaban el convento temerosos de que el fuego devorase las celda. En pocos instantes la calle estaba completamente llena de una multitud abigarrada, que con los ojos abiertos y casi salidos de sus órbitas por el terror, veía impotente que el fuego lamía, se enroscaba y devoraba impetuoso al templo.

 

La multitud, repito, era heterogénea. Los curiosos, los devotos que habían quedado, los agustinos, las órdenes de otros conventos, que habían acudido con sus Santos Estandartes y cartas de sus patronos, los regidores de la ciudad, los oidores, y el Virrey Arzobispo Don Fr. Payo Enríquez de Rivera, que personalmente tomaba parte activa dictando cuantas medidas juzgaba conducentes, para que el fuego no se comunicara al convento y cuadras circunvecinas, como lo consiguió.

 

Pero cuando era mayor la confusión, en el incendio, cuando la gente apiñada frente a la ancha puerta de la iglesia, veía salir de ésta lenguas colosales de fuego, gigantescas columnas de humo, infinidad de chispas que arrebataba el viento, cuando el calor sofocante, exhalado como el aliento de un monstruo, brotaba de aquella puerta y se comunicaba hasta la acera de enfrente, haciendo reventar los cristales de las vidrieras de las casa, la multitud presenció una escena que a todos hizo por lo pronto enmudecer de espanto…

 

Un hombre como de cincuenta y ocho años de edad; pero fuerte y robusto, que vestía el traje de Capitán y ceñía espadín al cinto, se abrió paso con esfuerzo entre la multitud y solo, sin que nadie se diera  cuenta de lo que iba a hacer, penetró en la iglesia cuyos muros estaban  ennegrecidos por el humo; subió impasible las grada del altar mayo; trepó con agilidad sobre la mesa del ara; alzo el brazo derecho y con fuerte mano  tomo la custodia del Divinisímo, rodeada en esos instantes de un nuevo resplandor el resplandor espantoso del incendio, y con la misma rapidez que había penetrado al templo y subido al altar, bajó y salió a la calle, sudoroso, casi ahogado, aunque lleno de piadoso orgullo, empuñando con su diestra la hermosa custodia, a cuyo pies cayó de rodillas, muda y llena de unción, la multitud atónita…

 

Pasó el tiempo. De aquel incendio que destruyó la vieja iglesia de San Agustín en menos de dos horas, pero cuyo fuego duró tres días, sólo se conservó el recuerdo en las mentes asustadas de los que tuvieron la desgracia de presenciarlo. Sin embargo, al reedificarse una de las casas de la acera que ve al norte, de la calle que entonces se llamaba de los Donceles, situada entre las que llevaban los nombre de Monte alegre y Plaza de Loreto los buenos vecinos de la muy noble ciudad de México, contemplaron sobre la cornisa de la casa nueva un nicho, no la escultura de algún santo como era entonces costumbre colocar, sino un brazo de piedra en alto relieve, cuya mano empuñaba una custodia también de piedra…

 

La casa aquella, que con ligeras modificaciones se conserva aún en pie en nuestros tiempos, fue del Capitán D. Juan de Chavarría, uno de los más ricos y más piadosos vecinos de la ciudad de México, que había salvado a la custodia del Divinisimo en la lúgubre noche del 11 de diciembre de 1976.

 

¿Quién le concedió la gracia de ostentar aquel emblema de su cristiandad en el nicho de la parte superior de su casa? ¿Fue el Rey a cuyos oídos llegó el suceso, el Virrey-Arzobispo que lo presenció, o  él tuvo tal idea como satisfecho de haber cumplido un acto edificante? Ningún manuscrito ni libro impreso lo dice. La antigua tradición sólo refiere el episodio del incendio, y lo que sí consta de todo punto es, que la casa número 4 de Chavarría, ahora 2ª del Maestro Justo Sierra, fue en la que habitó durante el siglo XVII aquel varón acaudalado y piadoso.

 

Pocas noticias biográficas tenemos acerca del Capitán D. Juan de Chavarría. Nació en México y se le bautizó en el Sagrario el 4 de junio de 1618. Se casó con doña Luisa de Vivero y Peredo, hija de D. Luis de Vivero, 2ª Conde del Valle de Orizaba, y de doña Graciana Peredo y Acuña, de cuyo matrimonio tuvo Chavarría tres hijos.

 

Fue hombre muy religioso y gran limosnero. A sus cuidados se reedificó la iglesia de San Lorenzo, de la cual fue patrón, y en la tarde del 26 de diciembre de 1652 en ella se le dio el hábito de Santiago, ante lucida concurrencia y con asistencia del virrey.

 

Don Juan de Chavarría murió en México y en su  mencionada casa el 29 de noviembre de 1682, llegando una fortuna de unos 500,000 pesos, y como a patrono que era de San Lorenzo, sobre su sepulcro se le erigió una estatua de piedra, que lo representaba hincado de rodillas sobre un cojín y en actitud devota.

 

Hoy ya no existe el monumento sepulcral levantando a su memoria. Su buena fama di nombre a una calle, y el símbolo de su piedad se conserva en el antiguo nicho de la vieja casa de su morada. 

 

Bibliografia:

 

Leyendas de las calles de Mexico. Luís Gonzalez Obregón. México, 1997, Ed. Porrua, col. "Sepan Cuantos…"

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El callejón de la Condesa

La Casa de los Azulejos, ahora mejor conocida como el Sanborn's de los Azulejos, tiene una fachada que da al Callejón de la Condesa. Su nombre se debe a que por ahí salían los carruajes de la Condesa del Valle, y ese callejón, llamado de Dolores, con el tiempo y hasta nuestros días se le conoció como el Callejón de la Condesa.

 

Sólo a través de los siglos y en aras de la tradición, ha llegado hasta nuestros oídos una curiosa anécdota, referente al Callejón de la Condesa, que tomó su nombre de alguna de las del Valle. Cuentan las consejas que cierta vez entraron por los extremos del callejón, dos hidalgos, cada uno en su coche y que por lo estrecho de la vía se encontraron frente a frente sin que ninguno quisiera retroceder, alegando que su nobleza se rebajaría si cualquiera de los dos tomara la retaguardia.

 

Por fortuna, como asienta un grave autor, la sangre no llegó al arroyo ni mucho menos, ni si quiera hirvió en las venas de los dos Quijotes; pero a falta de cuchilladas salió paciencia a los hidalgos quienes estuvieron en sus coches tres días de claro en claro y tres noches de turbio en turbio. De no intervenir la autoridad, de seguro se momifican los hidalgos; el Virrey previno, pues, que los dos coches retrocedieran hasta salir, uno hacia la calle de San Andrés, y otro hasta la Plazuela de Guardiola.

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La calle de la mujer herrada

Por los años de 1670 a 1680, vivía en esta ciudad de México y en la casa número 3 de la calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo, ahora número 100, calle atravesada entonces de Oriente a Poniente por una acequía, vivía, digo, un clérigo eclesiástico; mas no honesta y honradamente como dios manda, sino en incontinencia con una mala mujer y como si fuera legítima esposa.

 

No muy lejos de allí pero tampoco no muy cerca, en la calle de las Rejas de Balbanera, bajos de la ex-Universidad, había una casa que hoy está reedificada, la cual antiguamente se llamó Casa del Pujavante, porque tenía sobre la puerta "esculpido en la cantería un pujavante y tenazas cruzadas", que decían ser "memoria" del siguiente sobrenatural caso histórico que el incredulo lector quizá tendrá sin duda por conseja popular.

 

En esta casa habitaba y tenía su banco un antiguo herrador, grande amigo del clérigo amancebado, item más, compadre suyo, quien estaba al tanto de aquella mala vida, y como frecuentaba la casa y tenía con él mucha confianza, repetidas ocasiones exhortó a su compadre y le dio consejos sanos para que abandonase la senda torcida a que le había conducido su ceguedad.

 

Vanos fueron los consejos, estériles las exhortaciones del "buen herrador" para con su "errado compadre" que cuando el demonio tórnase en travieso Amor, la amistad es impotente para vencer tan satánico enemigo.

 

Cierta noche en que el buen herrador estaba ya dormido, oyó llamar a la puerta del taller con grandes y descomunales golpes, que le hicieron despertar y levantarse más que de prisa.

 

Salió a ver quién erá, perezoso por lo avanzado de la hora; pero a la vez alarmado por temor de que fuesen ladrones, y se halló con que los que llamaban eran dos negros que conducían una mula y un recado de su compadre el clérigo, suplicándole le herrase inmediatamente la bestia, pues muy temprano tenía que ir al Santuario de la Virgen de Guadalupe.

 

Reconoció en efecto la cabalgadura que solía usar su compadre, y aunque de mal talante por la incomodidad de la hora, aprestó los chismes del oficio, y clavó cuatro sendas herraduras en las cuatro patas del animal.

 

Concluida la tarea, los negros se llevaron la mula, pero dándole tan crueles y repetidos golpes, que el cristiano herrador les reprendió agriamente su poco caritativo proceder.

 

Muy de mañana, al día siguiente, se presentó el herrador en casa de su compadre para informarse del por qué iría tan temprano a Guadalupe, como le habían informado los negros, y halló al clérigo aún recogido en la cama al lado de su manceba.

 

– Lucidos estamos, señor compadre – le dijo -; despertarme tan de noche para herrar una mula, y todavía tiene vuestra merced tirantes las piernas debajo de las sábanas, ¿qué sucede con el viaje?

 

– Ni he mandado herrar mi mula, ni pienso hacer viaje alguno – replicó el aludido.

 

Claras y prontas explicaciones mediaron entre los dos amigos, y al fin de cuentas convinieron en que algún travieso había querido correr aquel chasco al bueno del herrador, y para celebrar toda la chanza, el clérigo comenzo a despertar a la mujer con quien vivía.

 

Una y dos veces la llamó por su nombre, y la mujer no respondió, una y dos veces movío su cuerpo, y estaba rígido. No se notaba en ella respiración, había muerto.

 

Los dos compadres se contemplaron mudos de espanto; pero su asombro fue inmenso cuando vieron horrorizados, que en cada una de las manos y en cada uno de los pies de aquella desgraciada, se hallaban las mismas herraduras con los mismos clavos, que había puesto a la mula el buen herrador.

 

Ambos se convencieron, repuestos de su asombro, que todo aquello era efecto de la Divina Justicia, y que los negros, habían sido los demonios salidos del infierno.

 

Inmediatamente avisaron al cura de la Parroquia de Santa Catarina, Dr. D. Francisco Antonio Ortiz, y al volver con él a la casa, hallaron en ella la R. P. Don José Vidal y a un religioso carmelita, que también habían sido llamados, y mirando con atención a la difunta vieron que tenía un freno en la boca y las señales de los golpes que le dieron los demonios cuando la llevaron a herrar con aspecto de mula.

 

Ante caso tan estupendo y por acuerdo de los tres respetables testigos, se resolvió hacer un hoyo en la misma casa para enterrar a la mujer, y una vez ejecutada la inhumación, guardar el más profundo secreto entre los presentes.

 

Cuentan las crónicas que ese mismo día, temblando de miedo y protestando cambiar de vida, salió de la casa número 3 de la calle de la puerta Falsa de Santo Domingo, el clérigo protagonista de esta verídica historia, sin que nadie después volviera a tener noticia de su paradero. Que el cura de Santa Catarina, "andaba movido a entrar en religión, y con este caso, acabó de resoverse y entró a la Compañia de Jesús, donde vivió hasta la edad de 84 años, y fue muy estimado por sus virtudes, y refería este caso con asombro". Que el P. Don José Vidal murió en 1702, en el Colegio de San Pedro y San Pablo de Mexico, a la edad de 72 años, después de asombrar con su ejemplar vida, y de haber introducido el culto de la Virgen, bajo la advocación de los Dolores, en todo el reino de la Nueva España.

 

Solo callan las viejas crónicas el fin del R.P. carmelita, testigo ocular del suceso, y del bueno del herrador, que dios tenga en su santa Gloria.

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La Planchada

Esta leyenda fue de las más populares del siglo XX, también es conocida como "La Enfermera Visitante", evoca muchas narraciones misteriosas ocurridos en el Hospital Juárez, el Centro Médico, además de clínicas y centros de salud de la Ciudad de México y sus alrededores.

 

Una de las versiones de cómo ocurrieron los hechos que dieron origen a la leyenda narra que una enfermera de nombre Eulalia entró a formar parte del personal de un hospital civil, y en poco tiempo se ganó la simpatía y el afecto del personal médico y administrativo.

 

La joven enfermera era de buena presencia, y vestía su ropa siempre con una blancura impecable, y muy bien almidonada y planchada.

 

Era entregada a su vocación por atender a los pacientes, en una ocasión el Director del hospital llamó al personal porque iba a presentar a un médico de nuevo ingreso, pero sin embargo ella no acudió al llamado porque se encontraba atendiendo a un paciente.

 

El médico recién llegado se llamaba Joaquín, era joven y recién egresado, y después de un corto tiempo en el hospital se rumoraba que era orgulloso y envanecido. Cierto día se le encomendó a la enferemera Eulalia que auxiliara al Doctor Joaquín, quien iba a extraer una bala a un paciente que llegaba de urgencia.

 

Dicen que Eulalia quedó impactada al conocer al Doctor Joaquín, y que después de colaborar con el mencionado médico no dejaba de hablar de sus ojos y de lo bien parecido que era. A pesar de que muchas personas le recomendaron que no se enamorara del galeno, en poco tiempo se hicieron novios, aunque la relación no era equitativa: ella le entregaba todo su amor y él era fanfarrón, y coqueteaba con otras enfermeras.

 

Pasaron meses e incluso más de un año, y el Doctor Joaquín le dijo que se casarían. Ella se emocionó mucho y comenzó a ilusionarse con la boda.

 

Un día, él le pidió que le guardara un traje de etiqueta porque iba a ir a una elegante recepción al día siguiente. Ella accedió, y así al otro día el la visitó en su casa, donde se cambió y al terminar conversaron un rato. Eulalia le comentó que había olvidado mencionarle que a la mañana siguiente iba a salir temprano de viaje pues tenía un seminario al norte del país que duraría 15 días.

 

A la enfermera Eulalia le extrañó un poco que no le hubiera mencionado nada Joaquín acerca del viaje con anterioridad, pero le deseó buen viaje y se despidió del él.

 

A la semana, ella ya lo extrañaba mucho, y un enfermero del hospital conversó con ella y le confesó que tenía interés de que ella lo acompañara a una fiesta, pero ella le dijo que no podía hacerlo, pues estaba comprometida con el Doctor Joaquín, a lo que él le respondió que cómo iban a estar comprometidos si él se acababa de casar y estaba en su viaje de bodas, además que había renunciado a su trabajo y se iba de la ciudad.

 

La enferemera Eulalia no pudo evitar sumirse en una profunda depresión por el engaño en el que había sido víctima. Dicen que comezó a llegar tarde al trabajo, descuidó a algunos enfermos, e incluso hay quienes mencionan que se le llegaron a morir por su desatención.

 

Pasó el tiempo, y ella cayó en cama por una enfermedad que la llevó más tarde a la tumba, en el mismo hospital donde trabajaba.

 

Después de un tiempo, comenzaron a suceder hechos extraños, como que una mañana un paciente que estaba grave amaneció muy bien, y le dijo a la enfermera:

 

-Gracias por sus cuidades, la medicina que me dió me mejoró mucho.

 

Sin embargo, la enfermera no había ido en la madrugada.

 

En otra ocasión, una paciente también mencionó que una enfermera vestida con ropa muy bien almidonada había ido durante la noche a darle unas pastillas.

 

Así comenzaron a ser comunes las narraciones de las visitas de la fantasmal enfermera a quien llamaron desde entonces "La Planchada". El personal del hospital se familiarizó con las apariciones de Eulalia, quien en las noches circulaba por los pasillos, entraba a los cuartos, y nadie duda que hasta haya sido auxiliar en alguna de las de cirugías.

 

El día de hoy todavía sigue escuchándose de vez en cuando que alguien comenta sobre una visita de la enfermera, con su vestido largo, blanco y perfectamente almidonado y esto no ha sido solo en el Hospital Juárez, sino en otros nosocomios de la Ciudad de México.

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Los campanazos de la Antigua Basílica de Guadalupe


 

Hace muchos años en esta basílica, un capellán solía tocar las campanas puntual y diariamente. Un día adquirió una grave enfermedad respiratoria, pero era un hombre tan responsable que no dejó de tocar las campanas aun enfermo y eso lo empeoró tanto que murió.

Tiempo después se escuchaban las campanas cuando nadie las tocaba y mucho después se retiraron las cuerdas de las campanas y todavía se siguen escuchando. Nadie sabe la causa de este fenómeno pero muchas personas creen que el fantasma del capellán sigue cumpliendo sus obligaciones.

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El fantasma de la Basílica de Guadalupe

Algunas personas que visitan la moderna Basílica de Guadalupe en las noches o mendigos que duermen en sus escalinatas cuentan haber visto a una mujer saliendo de la antigua Basílica de Guadalupe, portando una vela que sigue encendida a pesar de la lluvia o del viento, y caminando hasta la moderna Basílica donde entra atravesando las paredes.

 

Algunos por curiosidad han entrado a la Basílica y la han visto dejar la vela en ofrenda, rezar y después desaparecer. Se rumora que es un alma en pena que cumple una manda que no cumplió.

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El fantasma de la Basílica de Guadalupe

La antigua Basílica de Guadalupe.

Algunas personas que visitan por la noche la moderna Basílica de Guadalupe en la Ciudad de México,  o algunos mendigos que duermen en sus escalinatas relatan haber visto a una mujer que sale de la antigua Basílica. Porta en la mano derecha una vela que nunca se apaga,  a pesar de la lluvia o del viento. La mujer camina hasta la moderna Basílica, donde se introduce atravesando las paredes.

Algunos  curiosos han entrado a la nueva Basílica y la han visto dejar la vela en el altar como ofrenda. En seguida, la mujer se pone a rezar, y después desaparece. Se afirma que se trata de  un alma en pena que cumple una manda que no cumplió la mujer cuando vivía.