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Leyendas Mexicanas Época Colonial

Huitzilopoxtli

Tuve que ir, hace poco tiempo, en una comisión periodística, de una ciudad frontera de los Estados Unidos, a un punto mexicano en que había un destacamento de Carranza. Allí se me dio una recomendación y un salvoconducto para penetrar en la parte de territorio dependiente de Pancho Villa, el guerrillero y caudillo militar formidable. Yo tenía que ver un amigo, teniente en las milicias revolucionarias, el cual me había ofrecido datos para mis informaciones, asegurándome que nada tendría que temer durante mi permanencia en su campo.

Hice el viaje, en automóvil, hasta un poco más allá de la línea fronteriza en compañía de mister John Perhaps, médico, y también hombre de periodismo, al servicio de diarios yanquis, y del Coronel Reguera, o mejor dicho, el Padre Reguera, uno de los hombres más raros y terribles que haya conocido en mi vida. El Padre Reguera es un antiguo fraile que, joven en tiempo de Maximiliano, imperialista, naturalmente, cambió en el tiempo de Porfirio Díaz de Emperador sin cambiar en nada de lo demás. Es un viejo fraile vasco que cree en que todo está dispuesto por la resolución divina. Sobre todo, el derecho divino del mando es para él indiscutible.

—Porfirio dominó- decía—porque Dios lo quiso. Porque así debía ser.

—¡No diga macanas! —contestaba mister Perhaps, que había estado en la Argentina.

—Pero a Porfirio le faltó la comunicación con la Divinidad… ¡Al que no respeta el misterio se lo lleva el diablo! Y Porfirio nos hizo andar sin sotana por las calles. En cambio Madero…

Aquí en México, sobre todo, se vive en un suelo que está repleto de misterio. Todos esos indios que hay no respiran otra cosa. Y el destino de la nación mexicana está todavía en poder de las primitivas divinidades de los aborígenes.

En otras partes se dice: «Rascad… y aparecerá el…». Aquí no hay que rascar nada. El misterio azteca, o maya, vive en todo mexicano por mucha mezcla social que haya en su sangre, y esto en pocos.

—Coronel, ¡tome un whisky! dijo mister Perhaps, tendiéndole su frasco de ruolz.

—Prefiero el comiteco— respondió el Padre Reguera, y me tendió un papel con sal, que sacó de un bolsón, y una cantimplora llena de licor mexicano.

Andando, andando, llegamos al extremo de un bosque, en donde oímos un grito: «¡Alto!».

Nos detuvimos. No se podía pasar por ahí. Unos cuantos soldados indios, descalzos, con sus grandes sombrerones y sus rifles listos, nos detuvieron.

El Viejo Reguera parlamentó con el principal, quien conocía también al yanqui. Todo acabó bien. Tuvimos dos mulas y un caballejo para llegar al punto de nuestro destino. Hacía luna cuando seguimos la marcha. Fuimos paso a paso. De pronto exclamé dirigiéndome al viejo Reguera:

—Reguera, ¿cómo quiere que le llame, Coronel o Padre?

—¡Como la que lo parió! — bufó el apergaminado personaje.

—Lo digo— repuse— porque tengo que preguntarle sobre cosas que a mi me preocupan bastante.

Las dos mulas iban a un trotecito regular, y solamente mister Perhaps se detenía de cuando en cuando a arreglar la cincha de su caballo, aunque lo principal era el engullimiento de su whisky.

Dejé que pasara el yanqui adelante, y luego, acercando mi caballería a la del Padre Reguera, le dije:

—Usted es un hombre valiente, práctico y antiguo. A usted le respetan y lo quieren mucho todas estas indiadas.

Dígame en confianza: ¿es cierto que todavía se suelen ver aquí cosas extraordinarias, como en tiempos de la conquista?

—¡Buen diablo se lo lleve a usted! ¿Tiene tabaco?

Le di un cigarro.

—Pues le diré a usted. Desde hace muchos años conozco a estos indios como a mí mismo, y vivo entre ellos como si fuese uno de ellos. Me vine aquí muy muchacho, desde en tiempo de Maximiliano. Ya era cura y sigo siendo cura, y moriré cura.

—¿Y… ?

—No se meta en eso.

—Tiene usted razón, Padre; pero sí me permitirá que me interese en su extraña vida.

¿Cómo usted ha podido ser durante tantos años sacerdote, militar, hombre que tiene una leyenda, metido por tanto tiempo entre los indios, y por último aparecer en la Revolución con Madero? ¿No se había dicho que Porfirio le había ganado a usted?

El viejo Reguera soltó una gran carcajada.

—Mientras Porfirio tuvo a Dios, todo anduvo muy bien; y eso por doña Carmen…

—¿Cómo, padre?

—Pues así… Lo que hay es que los otros dioses…

—¿Cuáles, Padre?

—Los de la tierra…

—¿Pero usted cree en ellos?

—Calla, muchacho, y tómate otro comiteco.

—Invitemos —le dije— a míster Perhaps que se ha ido ya muy delantero.

—¡Eh, Perhaps! ¡Perhaps!

No nos contestó el yanqui.

—Espere— le dije, Padre Reguera; voy a ver si lo alcanzo.

—No vaya— me contestó mirando al fondo de la selva . Tome su comiteco.

El alcohol azteca había puesto en mi sangre una actividad singular. A poco andar en silencio, me dijo el Padre:

—Si Madero no se hubiera dejado engañar…

—¿De los políticos?

—No, hijo; de los diablos…

—¿Cómo es eso?

—Usted sabe.

—Lo del espiritismo…

—Nada de eso. Lo que hay es que él logró ponerse en comunicación con los dioses viejos…

—¡Pero, padre…!

—Sí, muchacho, sí, y te lo digo porque, aunque yo diga misa, eso no me quita lo aprendido por todas esas regiones en tantos años… Y te advierto una cosa: con la cruz hemos hecho aquí muy poco, y por dentro y por fuera el alma y las formas de los primitivos ídolos nos vencen… Aquí no hubo suficientes cadenas cristianas para esclavizar a las divinidades de antes; y cada vez que han podido, y ahora sobre todo, esos diablos se muestran.

Mi mula dio un salto atrás toda agitada y temblorosa, quise hacerla pasar y fue imposible.

—Quieto, quieto— me dijo Reguera.

Sacó su largo cuchillo y cortó de un árbol un varejón, y luego con él dio unos cuantos golpes en el suelo.

—No se asuste —me dijo—; es una cascabel.

Y vi entonces una gran víbora que quedaba muerta a lo largo del camino. Y cuando seguimos el viaje, oí una sorda risita del cura…

—No hemos vuelto a ver al yanqui le dije.

—No se preocupe; ya le encontraremos alguna vez.

Seguimos adelante. Hubo que pasar a través de una gran arboleda tras la cual oíase el ruido del agua en una quebrada. A poco: «¡Alto!»

—¿Otra vez? — le dije a Reguera.

—Sí —me contestó—. Estamos en el sitio más delicado que ocupan las fuerzas revolucionarias. ¡Paciencia!

Un oficial con varios soldados se adelantaron. Reguera les habló y oí contestar al oficial:

—Imposible pasar más adelante. Habrá que quedar ahí hasta el amanecer.

Escogimos para reposar un escampado bajo un gran ahuehuete.

De más decir que yo no podía dormir. Yo había terminado mi tabaco y pedí a Reguera.

—Tengo —me dijo—, pero con mariguana.

Acepté, pero con miedo, pues conozco los efectos de esa yerba embrujadora, y me puse a fumar. En seguida el cura roncaba y yo no podía dormir.

Todo era silencio en la selva, pero silencio temeroso, bajo la luz pálida de la luna. De pronto escuché a lo lejos como un quejido largo y aullante, que luego fue un coro de aullidos. Yo ya conocía esa siniestra música de las selvas salvajes: era el aullido de los coyotes.

Me incorporé cuando sentí que los clamores se iban acercando. No me sentía bien y me acordé de la mariguana del cura. Si seria eso…

Los aullidos aumentaban. Sin despertar al viejo Reguera, tomé mi revólver y me fui hacia el lado en donde estaba el peligro.

Caminé y me interné un tanto en la floresta, hasta que vi una especie de claridad que no era la de la luna, puesto que la claridad lunar, fuera del bosque era blanca, y ésta, dentro, era dorada. Continué internándome hasta donde escuchaba como un vago rumor de voces humanas alternando de cuando en cuando con los aullidos de los coyotes.

Avancé hasta donde me fue posible. He aquí lo que vi: un enorme ídolo de piedra, que era ídolo y altar al mismo tiempo, se alzaba en esa claridad que apenas he indicado. Imposible detallar nada. Dos cabezas de serpiente, que eran como brazos o tentáculos del bloque, se juntaban en la parte superior, sobre una especie de inmensa testa descarnada, que tenía a su alrededor una ristra de manos cortadas, sobre un collar de perlas, y debajo de eso, vi, en vida de vida, un movimiento monstruoso. Pero ante todo observé unos cuantos indios, de los mismos que nos habían servido para el acarreo de nuestros equipajes, y que silenciosos y hieráticamente daban vueltas alrededor de aquel altar viviente.

Viviente, porque fijándome bien, y recordando mis lecturas especiales, me convencí de que aquello era un altar de Teoyaomiqui, la diosa mexicana de la muerte. En aquella piedra se agitaban serpientes vivas, y adquiría el espectáculo una actualidad espantable.

Me adelanté. Sin aullar, en un silencio fatal, llegó una tropa de coyotes y rodeó el altar misterioso. Noté que las serpientes, aglomeradas, se agitaban; y al pie del bloque ofídico, un cuerpo se movía, el cuerpo de un hombre Mister Perhaps estaba allí.

Tras un tronco de árbol yo estaba en mi pavoroso silencio. Creí padecer una alucinación; pero lo que en realidad había era aquel gran círculo que formaban esos lobos de América, esos aullantes coyotes más fatídicos que los lobos de Europa.

Al día siguiente, cuando llegamos al campamento, hubo que llamar al médico para mí.

Pregunté por el Padre Reguera.

—El Coronel Reguera— me dijo la persona que estaba cerca de mí—está en este momento ocupado. Le faltan tres por fusilar.

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Las Costillas del Diablo

Leyenda Colonial –  La gente de Tepotzotlán era muy afecta a la narración de leyendas; actualmente esta tradición se ha ido perdiendo, probablemente, quizá debido a la existencia de la radio y la televisión. Antiguamente se contaban leyendas de brujas, nahuales, duendes, lloronas, aparecidos y demonios.

Cuenta una leyenda que el diablo se iba a llevar a su casa una piedra; después de que la hubo atado con mecates, trató de arrancarla del suelo de lava Volcánica donde estaba, pero fue tanto su esfuerzo que dejó marcadas las costillas, y al no poder cargarla antes de que el gallo cantara, la abandonó.

Otra leyenda asegura que existen túneles que van desde el Colegio Jesuita hasta distintas haciendas y parroquias de la periferia; Asimismo, se habla de una campana encantada; al respecto, cuentan que cuando fueron colocadas las campanas en la torre grande, en 1762, una de ellas cayó y se hundió en el suelo, quedando allí encantada. En 1914, cuando llegaron al pueblo los carrancistas, se dice que trataron de sacarla pero que fue inútil, ya que entre más escarbaban, aquella más se hundía.

Se habla también de que en los cerros hacen sus sesiones las brujas y que después salen a chupar la sangre de los niños pequeños, principalmente de aquellos que no están bautizados. También se cuenta de un jinete vestido de negro, con botonadura de oro, que se aparece en algunos caminos, sobre un caballo negro, de cuyos cascos y cola salen chispas; aseguran que seduce con su riqueza a la gente codiciosa.

 

Gaudencio Neri Vargas

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Un Saludo al Tesoro del Nevado

Leyenda Colonial – Todo principió al finalizar el año escolar de 1942. Gilberto, amigo y compañero de estudios, me invitó a pasar las vacaciones en un pequeño rancho próximo al Nevado de Toluca, acedí gustoso y para hacer ejercicio, realizamos el viaje a pie. Aquel pequeño rancho había sido propiedad de su padre, que a su vez lo había heredado de su abuelo y éste, de su tatarabuelo. Todos los días nos levantábamos temprano para excursionar por los montes, unas veces a caballo y otras a pie.Después tomábamos un baño en un manantial de agua caliente.

Uno de tantos días amaneció lluvioso y resolvimos quedarnos en casa. Para distraernos subimos a las galeras donde sus antepasados guardaban todo lo que ya no les era útil. Para nosotros ese lugar fue muy atractivo, encontramos cosas de mucho interés y gran valor; pero llamó poderosamente nuestra atención un cajón a manera de cofre de pirata que contenía papeles; los leímos con avidez por tratarse de la historia de la familia de Gilberto. Entre estos documentos encontramos un pliego escrito hace más de 150 años, en papel corriente, escrito con lápiz; no obstante el paso de los años, se leía con claridad. El documento tenía documento tenía el color amarillento de los papeles viejos, al desdoblarlo se separó en partes, acomodadas por nosotros pudimos descifrar su contenido.

Iniciamos su lectura con gran sorpresa y encontramos lo siguiente.

"Año de 1760, yo, Bartolomé Juan del Castillo, en nombre de Dios Padre que me crió y me conserva, hago la confesión siguiente:

Siendo el jefe de los ladrones que operaban en la Sierra del Nevado, yo como depositario de grandes robos de conductas que llevaban grandes tesoros que se conducían a España y que pasaban por estos campos y de varios puntos de los minerales.

Declaro en nombre de Dios Todopoderoso, ser cierto todo lo que voy a escribir.

Declaro que en la Cañada del Jicote que se halla en los Montes de los Estrada, de su lugar donde se juntan dos aguas una chica y otra mayor, de allí por abajo donde hace un salto chico, está un subterráneo, su puerta es pequeña, apenas puede caber el cuerpo de un hombre, está al pie de una corta peñita, dicha puerta está cubierta con una losa que a su vez está cubierta con tierra, aquí hay intereses muy grandes. Y del salto para arriba, en está misma cañada está otra que no tiene peña, está en la loma o costado de la cañada, está donde hay muchas hierbas de otatillo.

De allí mismo, subiendo rumbo al poniente, hasta llegar a la cumbre de la loma del Espinazo, estando allí encima del sur, se tomará a la derecha para abajo hasta dar con un cerrito chico que tiene muchos árboles, allí mismo se buscará un encino con dos brazos que figuran codos, uno está mirando a Zacualpan y otro al veladero, al pie están ocho botijas de dinero enterradas. Se tomará rumbo abajo hasta dar con una aguita muy pequeña que sale del mismo cerro y va dar un salto chico, a un lado está la puerta de la cueva, la mitad está en el salto grande, si lo encuentras te harás rico, allí está el convoy que se le quitó al virrey O Donojú en el paso del macho, este fue como un millón de dinero, al frente se encontrara un altar hecho de mezcla donde está colocado el señor del hospital, que es el que veneraban antes más.También se encontrarán los útiles de plata y oro con que se servía el virrey, en el interior está la gran cantidad de barras de plata formando un camellón, tambien se encontrará un gran depósito de ornamentos y a un lado otro altar con el Cristo de oro del Virrey, allí está también el esqueleto de don Cristóbal de Nova, que murio atado por querer entregar a los españoles este tesoro.

Hijo mío, pocos son los días que me restan de vida y mi alma está devorada por crueles remordimientos. En este fatal estado pienso y recuerdo tu orfandad desde la muerte de tu tierna madre, muerta de ti, la que te dio a luz; quiero recompensarte a ti y a Inés mi hermana, por sus humanitarias acciones.

Hijo mío, sabes que tienes un padre que tú no conoces, vive todavía, pero que enviado en un mar de crímenes, hace horribles memorias al título honroso de padre. Cometí varios crímenes, unas veces empujado por venganza y otras por la defensa que debía hacer de mi persona.

En fin, querido Paulino, tú comprenderás que yo quiero hacerte el bien y pido a Dios te conserve muchos años.

Los tesoros son muchos, puedes acompañarte de quienes gustes, no importa cuántos sean, para todos alcanza; una sola condición te pido, que mandes decir muchas misas para que Dios nos perdone, tanto a los malhechores que anduvieron conmigo, como a mí. Todos los objetos sagrados que pertenecen a la Iglesia como cálices, custodias, vasos sagrados, patenas y demás ornamentos religiosos, te ruego querido Paulino, hagan diligencia para que sean entregados a la Iglesia y puedan ser utilizados para lo que fueron hechos; con todo lo que sobre se remediarán; pues como te he dicho: hay tantos tesoros como para fincar otro México nuevo.

Principia tu recorrido por el Cerro del Manzano, es un cerro que tiene un manzano silvestre, está cerca de la Barranca del Muerto, en su tronco tiene una herradura clavada, al pie de ese tronco hay seis botijas de monedas de oro.

Yo, tu padre, estuve en tantos peligros que ignoro por qué Dios me Conservó la vida. Sufrí muchas heridas mortales, sin embargo pude Soportarlas porque uno de nuestros compañeros era curandero y Conocía las propiedades curativas de muchas plantas de estos montes; así gracias a Dios pude Conservar la existencia.

Todo lo que está ahí es de ustedes, remédiense en sus necesidades y sigue buscando y no te olvides, querido Paulino, de ayudar a los pobres, te lo encargo como primera obligación y manda decir muchas misas por el alma de tu padre y por todos los demás malhechores que bien lo necesitan".

 

Agustín Monroy Carmona 

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El Tesoro de la Peña del Valle de Bravo

(Fragmento)

Desde hace mucho tiempo se ha venido contando de generación en generación y todas lo han creído al pie de la letra, en que la peña del valle de bravo hay enterrado un valiosísimo tesoro.

Refiérese que en tiempo de la guerra de independencia, los insurgentes perseguían a muerte a los españoles que por lo general, eran dueños de cuantiosas fortunas, extendidos latifundios y ricas minas de oro y plata en completa bonanza. He aquí la historia:

En el Valle de Bravo, poseedores de una gran extensión de tierra, había unos españoles sumamente ricos y que temiendo ser presa de los terribles guerrilleros, determinaron separarse de la nueva España para encaminarse a su patria; pero antes de hacerlo enterraron una cuantiosa fortuna en la Peña del valle.

Consumada la Independencia por el gran libertador D. Agustín de Iturbide y cuando él país comenzó vivir separado de la corona de castilla, aquellos españoles que Habían dejado sepultada enorme fortuna en la peña del valle, enviaron a 2 personas de su confianza a México para que encaminándose a la población del valle buscaran en la peña aquel tesoro; y para que con facilidad dieran con él les dijeron que encontrarían como señal un enorme clavo.

Aquellos españoles llegaron a México y ya en el pueblo del Valle y más aún en la peña buscaron con todo empeño y gran tenacidad la fortuna oculta; pero nunca la encontraron porque jamás dieron con el enorme clavo que les había dado como señal. Por lo tanto se tiene plena seguridad de que en los ricos del valle de bravo denominados la peña permanece aún ocultó aquel tesoro que dejaron escondido los riquísimos españoles.

 

José Castillo y Piña

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El Tesoro de la Cueva del Manzano

Fue por el mes de octubre de 1900, cuando en este pueblo y en los Comarcanos sé propaló la noticia del crimen de: "la barranca del muerto".Noticia que no hubiera producido tanta impresión, si no hubiera estado íntimamente ligada con la leyenda del "tesoro de la cueva del manzano".

Mucho se hablo sobre el particular y hasta se organizó una expedición para en busca del tesoro, en el lugar de los acontecimientos, sin resultado práctico ninguno, quedando bien pronto olvidado el suceso.

Como en la vida nada oculto, al cabo de los años, el protagonista del drama de aquel entonces, con toda buena voluntad me refirió el caso, en la forma siguiente:

"Usted recordará, al finado Antonio Martínez; entre él y yo existía una íntima amistad, la que nos hacía tratar como si fuéramos hermanos. Un día, que iba para mi labor, lo encontré sentado en un recodo del camino, en actitud pensativa. Al verme, se levantó y después de saludarme, me enseñó unos papeles diciéndome: mira Enrique, hace unos días encontré, en un viejo arcón de la casa, estos documentos que hablan de la existencia de un tesoro. ¿Quieres ir conmigo a buscarlo? En nadie tengo confianza, sino en ti, no vayas a decirme que no; para que te convenzas, lee estos papeles, y ya verás que si la suerte nos favorece, seremos muy ricos. Tomé los mencionados papeles, y más bien por curiosidad, que por codicia, los leí desde luego, pues era poco lo escrito, y le ofrecí que iba a pensar en el caso y le resolvería después. Nos despedimos, yéndonos cada uno para su trabajo. Dos días más tarde, nos encontramos nuevamente, en él comercio de don Teodoro; allí mientras tomábamos una copa, Antonio recordó el asunto si íbamos o no; en busca de lo que hablaban los papeles; yo riendo se me ocurrió Don Teodoro, que a mi amigo, se le ha metido en la cabeza, la idea, de que es cierto lo del Tesoro de la Cueva del Manzano, tan sólo porque en unos se encontró, hablan del sitio en que dicen, se encuentra la cueva. que, Antonio recibió mal lo que había dicho, confirmándolo el hecho Don Teodoro, insistente le rogaba le enseñara los papeles, ofreciéndole acompañarlo, se negó rotundamente y hasta de mal humor. Ya en la calle, mi amigo, aún molesto me dijo no seas indiscreto, dime, quieres ir o no; piensa que se trata de mucho dinero y que esto no debemos saberlo más que tú y yo; pues hay gente que sería capaz de asesinarnos, por esos documentos. Para enmendar mi falta que había cometido, y que Antonio quedara contento, me comprometí, en mala hora, a ir con él, cuando quisiera; quedando convenidos en esos momentos, en que tres días después emprenderíamos la marcha, en busca de aquel maldito tesoro. Y así fue, un jueves, muy de mañana salimos del pueblo rumbo a la montaña, caminamos todo él día hasta que las primeras sombras de la noche nos sorprendieron aliado poniente del volcán de Toluca, viéndonos obligados a improvisar un pequeño campamento entre las rocas. Al día siguiente, comenzamos los primeros trabajos de busca. Antonio, con mucho entusiasmo, yo, aunque dudoso, con toda buena voluntad, hacía lo que él me indicaba.

Cuatro días duramos, yendo de un lado para el otro, ya en el fondo de las barrancas, ya en la cima de los cerros, en busca de las señales que debían conducirnos a la puerta de la cueva. Y efectivamente, encontramos algunos de los parajes y señas que indicaban los papeles, lo que sirvió para robustecer la creencia en mi amigo y para desvanecer un tanto, mis dudas. Al tercer día, después de una buena fatiga, con las ropas desgarradas, muertos de cansancio, nos instalamos en la orilla de aquel profundo barranco del que no quisiera ni acordarme; prendimos una hoguera y después de tomar algún alimento, comenzamos a platicar sobre las posibilidades que ya teníamos para llegar a la cueva. Viendo Antonio que el fuego se extinguía, tomó el cuchillo de monte, y se dirigió a un sitio lejano, en busca de leña seca. ¡fue la última vez que nos vimos! ¡Ay, señor, cómo me duele el alma al recordarlo…! ¡Más valía que a mí también me hubieran matado…! ¡No cabe duda que aquel tesoro, está maldito…!

Diez minutos habrían transcurrido, de que Antonio se había alejado, perdiéndose entre las sombras, cuando de improviso, escuché un grito de angustia, como si alguno solicitara socorro, volviendo a quedar después todo en silencio. recisamente, me puse en pie, y sin pensar en el peligro, casi corriendo fui en la dirección en que me pareció había venido aquel grito, que aún me parece escuchar. Al detenerme, en un sitio rodeado de árboles, donde estaba más oscuro, agitado, escudriñando con la mirada a mi alrededor, todas las fuerzas de mis pulmones grité: ¡Antonio… Antonio…! ¿Dónde estás…? El eco de mi llamado, no se perdía, cuando en mi cuello sentí la presión de dos manos, que: ! Sorpresa había sido tan brutal, me que allá como un sueño, … Quise luchar, pero fue en vano la voz que me decía:!los papeles. ..los papeles. ..¿dónde los tienes? ¡Dámelos! Después. .. un vacío…una montaña cayendo sobre mi cabeza… ¡La muerte!

Cuando desperté de aquel espantoso letargo, estaba yo en la cama de un hospital. Habían pasado muchos días. Otro de los heridos, que estaba a mi lado, me explicó que según él había oído, fui encontrado en el fondo de una barranca, con una horrible herida en la cabeza y que el doctor al hacerme la primera curación había dicho que pronto moriría y que si por milagro llegaba a vivir, podía quedar idiota. Ni lo uno ni lo otro pasó; mi fuerte constitución hizo que aunque lentamente, al transcurso de dos meses, recobrara yo mis facultades y mis movimientos. Una mañana que estaba yo tomando el sol en el pequeño patio, se presentó el personal del Juzgado haciéndome saber que tenía que rendir mi declaración.

Se me dijo que debía decir la verdad y después de haberlo ofrecido así, me indicaron que explicara yo lo que había pasado.

Así lo hice, relatando todo lo anterior, hasta el instante en que aquellas manos de un desconocido, me arrojaron al abismo, sin saber más. Entonces, él señor juez, dirigiéndome una penetrante mirada, me preguntó: ¿Quién fue pues el que mató a Antonio Martínez, su compañero y amigo? Un rayo que hubiera caído a mis pies, no me hubiera producido aquel efecto.

¿Antonio, muerto, Antonio, mi hermano? Fue lo único que pude exclamar. Sí, repuso el señor Juez, confiese usted la verdad, no engañe a la justicia, su negativa puede perjudicarlo más.

Señor Juez, contesté, lo que le he dicho a usted es la verdad, se lo juro sabía sino hasta estos momentos, que Antonio ha muerto, y por lo tanto, no sé quien pudo haberlo matado.

Es decir, repuso el Juez, que niega usted haber sido quien lo asesinó.

Sí, respondí, en forma categórica. Lo niego, soy inocente de esa muerte.

Está bien, sabe usted firmar, hágalo aquí.

Estampé mi firma donde me dijeron, y antes de retirarse, el Juez me indicó lo que le conviene es confesar todo, de una buena vez, para que su pena sea menor.

Largo rato después, comencé a coordinar mis ideas, preguntándome a solas: ¿por qué me han ocultado la muerte de mi amigo? ¿Quién lo mató? Luego aquel grito de angustia que oí, en esa noche en el monte, era de él. .. no me cabía ya duda… ¡Ah! Qué desgracia la mía, y la propia justicia se fijaba en mí, como el asesino de mi amigo, de mi hermano de corazón. .. ¡Maldición!

Comprendiendo mi situación, en vano buscaba en mi mente, la forma de desvanecer aquel cargo y de justificar mi inocencia. ¡Tarea inútil! Al ser dado de alta en el hospital ingresé en la cárcel como un asesino, como un criminal odioso. Tantas veces me llamaron a declarar, negué terminantemente el delito que se me imputaba; pero las pruebas que había en mi contra eran terribles: el cuchillo con que se había cometido era el mío, en la cacha tenía mis iniciales; el día de la salida, los dos solos lo habíamos hecho; se trataba de ir en busca de un tesoro; los documentos que según confesión mía, yo los llevaba, habían desaparecido; en una palabra, todo estaba en mi contra. La ambición, manifestaba el señor juez, era la que me había hecho cometer el crimen, mi amigo debía haberse defendido de la agresión que yo le hacía, y al recibir las puñaladas en las convulsiones de la muerte, se había agarrado a mi cuerpo, y habíamos rodado juntos al fondo de la barranca; y la prueba de ello era que, como a unos dos metros de donde me levantaron, estaba su cadáver, y muy cerca de mí, el cuchillo fatal. Yo no podía señalar a nadie como autor, más que aquellas dos manos malditas y la voz ronca de aquel desconocido; verídica defensa, que fue tomada como una coartada de mi parte, para evitar el castigo. y fui sentenciado con aquellas pruebas circunstanciales, a quince años de prisión. .. ¡quince años! Si en verdad hubiera cometido el delito, mi misma culpa me hubiera hecho más resignado a cumplir la sentencia, injusta de mi juez. .. ¡quince años de sufrimientos… de lágrimas… pesando sobre mi cabeza el calificativo de asesino …! Cuántas veces en mis momentos que tuve calma, al pensar en todo lo ocurrido quién podía haber sido el criminal despiadado, en cuyo lugar, yo sufría, no encontrando solución para ese enigma, llegué hasta imaginarme que, el alma de alguno de los que habían escondido el tesoro, era la causante de aquello, para ejemplo de los que quisieran intentar una nueva aventura.

Finalizaba el año de 1911. Hasta la cárcel llegaban los rumores de que la revolución había tomado incremento en algunos lugares. La vigilancia fue redoblada por temor a la fuga de los reclusos; las consideraciones que teníamos algunos, nos fueron retiradas Una noche del mes de diciembre, fue sacada toda la prisión y amarrados en parejas codo con codo, nos condujeron hasta la cárcel de Toluca; de allí al día siguiente, con otros muchos, fuimos llevados a México. El Cuartel de la Canoa, fue nuestro destino provisional, pues en poco tiempo nos incorporaron a diversos cuerpos que desde luego salieron para la campaña del Norte. Cuatro años de sobresaltos, en que la muerte me arrebató a muchos compañeros. .. De mi imaginación no se borrarán jamás, aquellas escenas de horror: …puentes destruidos por el incendio y la dinamita. .. trenes volados…gritos de desesperación y angustia de cientos de heridos. .. blasfemias. .. el estampido de los cañones, dominando el fuego de la fusilería. .. caballos sin jinetes, corriendo desbocados en los campos de batalla. .. lamentos. .. montones de cadáveres, que eran quemados después de los combates, y que se retorcían espontáneamente al ser presa de las llamas… ¡la desolación… el terror… la muerte en todas sus manifestaciones…!

El último combate en que me encontré, Habíamos peleado tres días, con sus tres noches; un oportuno refuerzo, nos hizo alcanzar la victoria, ordenándose la persecución de los restos del enemigo.

Y allá fuimos, por aquellas llanuras, encontrando muertos, heridos y haciendo prisioneros, hasta que llegamos a un poblado, donde hizo alto nuestra columna. Al permitirse descanso, me separé de mis compañeros y me dirigí a la orilla del pueblo donde un extraño impulso hizo encaminara mis pasos hasta las ruinas de una casa, recibiendo allí una sorpresa, al ver la figura de un hombre que se encontraba escondido entre la maleza, en uno de los rincones. Avancé con el arma preparada y al estar cerca de él, grande fue mi sorpresa al reconocer en aquel individuo, nada menos que a Don Teodoro, antiguo conocido de mi pueblo. ¡Usted aquí, Don Teodoro! pero qué anda haciendo por estos sitios? , ¿Qué le pasa?

-Párese, no tenga miedo -le indiqué-. Yo soy Enrique, ¿no se acuerda usted de mí?

-Sí, me contestó, bien te conozco, has llegado a tiempo. .. puedo morir tranquilo.

-Pero quién habla de morir, Don Teodoro, le contesté.

-Yo, Enrique, Acércate, no puedo levantarme, tengo dos heridas por las que se me está escapando la vida. .. y llegas a tiempo…

-Llamaré a unos camilleros de los que vienen con nosotros, para que lo lleven y lo curen, tal vez pueda salvarse.

Todo es inútil, Enrique, ¡Dios así lo ha dispuesto!. ..Sólo te pido que escuches la suplica del que fue el autor de toda tu desgracia. ..iOyelo! Yo fui el que cegado por ambición y después de haberme dado cuenta, por la plática que tuvieron en mi comercio, los anduve espiando desde ese momento, a ti y a Antonio, siguiendo todos sus pasos hasta cuando se fueron al monte, yo estuve muy cerca de usted aquella noche, de que estaban próximos a encontrar la entrada vechando aquel momento en que Antonio fue a buscar leña, lo se que llevaba lo maté, arrojándolo al barranco, yo fui el que despué: te esperé y atacándote de improviso, apreté tu cuello, y te robé los documentos de Antonio y después. ..te arrojé al fondo del barranco, donde había yo arrojado antes a el …yo fui el que hizo todo. ..perdóname. .perdóname…

Como atontado escuché aquella espantosa revelación y preso de y de venganza, preparé mi carabina, para acabar de matar a aque que disparara yo, su vida se extinguió… Mi impresión fue tan grande, que ante el cadaver de ese hombre vil, todo mi pasado lleno de ignominia y de dolor, y revivio en mi cerebro y parece mentira. ..lloré. ..lloré y aquellas lágrimas me salvaron y salvaron el alma de aquel desgraciado. ..Lo perdoné. ..lo perdoné de todo corazón Ojala y mi perdón le haya servido de abono, ante el Juez Supremo!

Junto al cuerpo de Don Teodoro, estaba una maleta, la que abri, encontrando prendas de ropa, una cartera conteniendo trescientos pesos en billetes de banco, varios entre ellos, los documentos de Antonio, que fueron la causa directa de aquel drama en que fuimos tres las víctimas, en diversa forma. Ya sin rencor obtuve el permiso de mis superiores, para darle cristiana sepultura al cadáver, del que habia sido motivo de mi desgracia personal, y posteriormente mi enemigo en combate…

Poco tiempo después, la Revolución triunfó, me concedieron mi baja y al llegar a mi pueblo, busqué a los familiares de Don Teodoro y como ya ninguno vivía allí, ni sabían dónde estuvieran, fui a la cabecera del distrito, a repartir entre los presos de la cárcel, donde estuve, aquellos dineros que no me pertenecían. ..¡Se sufre tanto en una prisión!

Y ahora, estoy tranquilo, mis penas morales me han agotado, comprendo que ya muy poco tiempo he de vivir; mas estoy contento, porque siquiera moriré en mi tierra. .. ¿Qué me importa cómo me juzguen. ..? ¡Dios es testigo de que no soy ningún asesino, como se me juzgó!

Para terminar y como demostración del aprecio que le tengo, voy a regalarle a usted esos papeles que conservo. Tómelos y léalos como un pasatiempo; pero le ruego que no vaya a ilusionarse ya intentar ir a buscar nada, porque ese tesoro, si es que existe, está maldito…

Agradecido por el obsequio, e impresionado por aquella verídica historia, me despedí de Don Enrique, el que hace dos meses que murió y pensando que es de justicia vindicar su memoria, lo hago, publicando todo lo que él me refirió, así como el contenido de los documentos, o relaciones que se refieren al tesoro.

"Se buscará por el camino de Coatepec de las Harinas arrastradero, el que se debe de tomar con dirección a "Peña Blanca" y de allí al "Paso Ancho" siguiendo la dirección misma, hasta la Calzada de "San Gaspar" y se sigue caminando frontero al "Cerro Cuate" y de allí se quebrará sobre la izquierda, a pasar por arriba de un salto grande, que se encontrará en la "Barranca de la Sepultura" y estando en dicho sitio, se verá al Poniente un cerro alto, escampado de árboles, dicho cerro tiene tres cañadas, en una de ellas, se buscará un ojo de agua, que sale de enmedio, siguiendo hasta un subterráneo cuya entrada cubierta y muy bien oculta por grandes yerbas, entrando se hallara una pieza grande, que servía de caballeriza y de allí por el lado que sale el Sol, se encontrara una especie de túnel, pero muy oscuro y como de quince varas de largo, que conduce a otro subterráneo entre peñas y tepetates, en el cual al entrar se oye un fuerte ruido que causará temor, en uno de los rincones se verán varias lajas amontonadas, al quitarlas quedará la entrada de la Cueva Grande, donde hay un gran tesoro, en barras de oro y plata, moneda sellada y otros muebles de mucho precio. El que llegare por suerte a dar con este tesoro, es suyo, y sólo se le ruega que haga buen uso de él, con los pobres y con la Iglesia. A los veintisiete días del mes de marzo del año de mil ochocientos cuarenta y cuatro.- Francisco Plata.- "Rúbrica".

"Cumpliendo con los deberes de cristiano, hago esta declaración en el nombre de Dios Todopoderoso, que me redimió con su preciosísima sangre. Saliendo de Coatepec de las Harinas, siguiendo el camino que va para la Sierra, hasta encontrar el que va para "Ameyalco" se pasan tres lomitas, a la mitad de la primera, hay un oyamel descascarado; la segunda es una lomita quebrada y la última tiene unas peñitas que miran para donde sale el Sol; y de allí se sigue el rumbo de una joya grande, que agua enmedio corrediza; la que sigue hasta un cerrito redondo, que tiene muchos árboles y se busca una encina, que tiene dos brazos, uno que mira para el rumbo del veladero y otro para el Real de Zacualpan; y en cuyo árbol al pie, tiene una herradura clavada; de allí se cuentan veinte pasos y se va en derecho, siguiendo una agüita para abajo, que sale del Cerro del Manzano y que va a dar a un salto chico y andando cincuenta pasos rumbo a Toluca, se encuentra la puerta de una cueva, la mitad tapada con mucha yerba y la otra mitad, por donde entra el río, se sigue hasta llegar a un subterraneo que se pasa para entrar a otro, y en el último en un rincón, tapada con argamasa esta una puerta; quitada la argamasa, se encontrará una como pieza grande, donde está un altar con dos, Santos Cristos de oro macizo, y unas custodias con resplandores de muchos , brillantes, al pie del altar, hay mucho dinero amontonado en barras de oro y plata; así como moneda sellada; en los rincones hay armas y monturas y sobre unos grandes troncos secos, hay bultos hasta como un ciento, de géneros de seda y de loza, de la que llegaba por Acapulco. Por el amor de Dios, que todo lo de la Iglesia se entregue a la misma, y 1o demás que hay en la cueva sea repartido entre los pobres. Lo que digo en el año de cuarenta y cinco.- Bartolomé Falcón.- "Rúbrica".

 

Hay que hacer constar que, estas o parecidas relaciones, fueron las que indujeron al llamado Emperador Maximiliano, de Austria, allá por los años de 1865 a 1866, a enviar un fuerte destacamento al mando de un coronel Segura, con el fin de buscar dicho tesoro; durando dicha expedición tres meses, sin encontrar nada; más tarde, durante el gobierno del General Vicente Villada, una señora de apellido López, obtuvo un apoyo de dicho gobierno, habiéndole facilitado tropa, para buscar la cueva misteriosa del "Cerro del Manzano" y durante varios años, se han organizado buscas, por particulares de los pueblos, y aun de México, sin que hasta la fecha se sepa que hayan encontrado el lugar preciso donde está la "Cueva del Cerro del Manzano", esperando con sus tesoros, al afortunado nuevo Edmundo Dantés, Conde de Montecristo, que con su valor y constancia consiga arrancárselos.

 

Raúl Jardón

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La Virgen de los Remedios

Historia vaga con romántica y bella leyenda de amores entre la nobleza visigoda de Toledo, en los inicios del ya muy lejano siglo VIII, y aventuras de guerreros mercenarios extremeños de la época de Hernán Cortés, a finales del siglo XV, en marcan a la pequeña imagen de la Virgen de los Remedios y el diminuto "niño" que sobre su pecho alberga.

Tratare de Ubicar primeramente, en el tiempo y el espacio, a la imagen que al pasar de los siglos sería conocida como Virgen de los Remedios, y para ello, recordemos previamente que los visigodos dominaron a España del 412 al 711 de nuestra era y que allá por el año 700, la nieta del entonces ya fallecido Rey Chindavisto, llamada doña Luz, y a quien la crónica de la época pinta como a una hermosa mujer, era objeto de tenaz persecución amorosa por parte del Rey Witiza, monarca en turno de la imperial Toledo.

No obstante que el rey no dejaba ni a sol de campo ni a sombra de castillo a doña Luz, ésta se unió secretamente con don Favila, duque de Cantabria, de quien, secretamente también, tuvo un niño (éste sería, con los años, don Pelayo, Libertador de España).

Antes. de que el ya receloso monarca lograra descubrir la prueba del "pecado", doña Luz hizo subrepticiamente sacarlo del castillo y, en una muy superada versión de la leyenda del patriarca Moisés, el infante, acompañado por una pequeña Virgen María y su niño, fue cuidadosamente acomodado en una arca que una camarera de doña Luz depositó sobre las aguas del río Tajo, allá en Toledo.

Después de un recorrido de casi 40 leguas -según leyenda- ,la arca, sobre el mismo río Tajo, fue vista y resaltada en un sitio aledaño a la Villa de Alcántara (Extremadura) por el noble don Garfres, quien ahí se hallaba ejercitándose en la cacería.

Aquel caballero descubrió también, al lado del infante, unas joyas y una casa del origen noble del niño, sin dar ninguna noticia de quiénes eran sus progenitores.

Don Gafres condujo y adoptó en su castillo al. Niño, ya la Virgen la entregó a la iglesia de Santiago, ya desaparecida, de la Villa de Alcántara.

Casi ocho siglos después, ya por algún extraño privilegio, o tal vez por un acto de compraventa, el cura de aquella iglesia entregó la Virgen a un soldado extremeño que habría de partir a la guerra de Italia.

Cuando este soldado regresó de su aventura, a su villa natal, y supo que su hermano Juan Rodríguez de Villafuerte se enlistaría entre los hombres de Cortés para venir a "la conquista de las Indias", aquí al Nuevo Mundo, le aconsejó a éste traer consigo aquella Virgen, diciéndole que a él le había no solamente dado fortuna, sino también la había remediado sus heridas. .. De ahí, posiblemente, el nombre de Virgen de los remedios.

Andando el tiempo, y ya en la Gran Tenochtitlán, luego de que Cortés mandó retirar del Templo Mayor a los dioses aztecas, Rodríguez de Villafuerte colocó en él lugar de huitzilopochtli a la virgen española, sitio del que la rescató antes de huir con sus compañeros en la memorable noche (la Noche Triste) del 30 de junio de 1520, ocasión en la que -según los cronistas- Rodríguez de villafuerte prefirió cargar con su Virgen que con el oro que codiciosamente, a pesar de su gravísima situación, los otros apañaban, y que, en gran medida, fue lo que, por el sobrepeso, les costó la vida.

Horas después del desastre, cuando Cortés llegó y derramó lágrimas en el sabino de San Juan, a un lado del Cerro de los Remedios, en Naucalpan, Rodríguez de Villafuerte ocultó su virgen en la oquedad de un maguey que le pareció a propósito en la cima de aquel cerro, llamado entonces de Otomcopolco ("lugar de otomíes").

La imagen no fue localizada sino 20 años después por el cacique otomí Ce cuauhtli, bautizado luego como Juan del Aguila Tovar, quien la llevó a su casa; pero como la imagen volviera -según la leyenda- una y otra vez al sitio en que el cacique la encontró, fue ahí donde los religiosos de Tacuba decidieron erigirle una iglesia, en la inteligencia de que la actual no tiene ya nada de aquélla.

Al principio, el templo fue una humildísima ermita que, con el tiempo, decayó en un estado verdaderamente deplorable, por lo que el regidor y obrero mayor de la Ciudad de México, García de Albornoz, influyó para que el Cabildo se interesara en la construcción de un santuario en sustitución de la casi destruida ermita.

Tanto el virrey Martín Enríquez, como el arzobispo de México, Pedro Moya Contreras, coincidieron favorablemente a la realización del proyecto. El primero lo costeó, y el segundo se mostró satisfecho de poder bendecir la obra cuando ésta fuera terminada.

De acuerdo todos, el santuario fue comenzado en 1574 y concluido a finales de agosto de 1575. Los primeros patronos del santuario fueron el Cabildo y el Regimiento de la Ciudad de México, habiéndose designado vicario al licenciado Felipe de Peñafiel.

Más de medio siglo después, el 25 de marzo de 1629, se inició la construcción de las torres con su cúpula y crucero, con aplicación de bellos adornos de yeso. Antes de las muchas transformaciones de que fue objeto, el santuario tuvo una casa principal para dar alojamiento a Pobres y a peregrinos; y aposentos para virreyes, arzobispos, oidores, inquisidores, personas principales y convidados especiales.

El santuario es visitado por muchos miles de personas no sólo de nuestra región, sino de diferentes regiones del país y por turistas extranjeros.

 

Ricardo Poery Cervantes

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Aparición de un anima del Purgatorio

Leyenda de la epoca colonial

En la villa de Toluca (que es del marques del Valle), una mujer española, llamado Isabel Hernández, viéndose atribulado, fué á su confesor, que se decia Fr. Benito de Pedroche, cómo estando acostada en su cama, habia visto al amanecer un hombre colgado en su aposento, con el hábito de la misericordia. El confesor le dijo, que lo conjurase si tenia ánimo para ello, y le enseño el modo como lo habia de hacer. Aparecióle este hombre otras dos ó tres veces, hasta que un día, á la misma hora, estando ella acostada en su cama con otras mujeres, por el temor que tenía, vió la misma visión, y lo conjuró y preguntó qué era lo que queria.

El hombre le dijo quién era, y cómo habia que estaba en purgatorio, porque habia levantado un falso testimonio á una doncella que queria casar un sacerdote honrado, llamado Antonio Fraile, por lo cual la doncella no se casó. Y que se había confesado de aquel pecado y tenido de él contricción; mas por cuanto no le habia restituido la honra, penaba todavia en el purgatorio. Y que para muestra de la verdad que decia, que le preguntasen al Antonio Fraile si esto era asi. Y que por morir fuera de México no le habia vuelto la honra; que de su parte se la volviesen y le mandase decir algunas misas, porque luego saldria de purgatorio, y asi se las dijeron, y nunca más pareció.

Hízose averiguación de esto en México, y hallóse ser todo así, y á aquella mujer se le volvió la honra, aunque ya era casada cuando sucedio. No se descubre el nombre del difunto por su honra.

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El Callejón del Muerto

Leyenda de la epoca colonial

Corría el año de 1600 y a la capital de la Nueva España continuaban llegando mercaderes, aventureros y no pocos felones, gentes de rompe y razga que venían al Nuevo Mundo con el fin de enriquecerse como lo habían hecho los conquistadores. Uno de esos hombres que llegaba a la capital de la Nueva España con el fin de dedicarse al comercio, fue don Tristán de Alzúcer que tenía un negocio de víveres y géneros en las Islas Filipinas, pero ya por falta de buen negocio o por querer abrirle buen camino en la capital a su hijo del mismo nombre, arribó cierto día de aquél año a la ciudad.

Después de recorrer algunos barrios de la antigua Tenochtitlán don Tristán de Alzúcer se fue a radicar en una casa de medianía allá por el rumbo de Tlaltelolco y allí mismo instaló su comercio que atendía con la ayuda de su hijo, un recio mocetón de buen talante y alegre carácter.

Tenía este don Tristán de Alzúcer a un buen amigo y consejero, en la persona de su ilustrísima, el Arzobispo don Fray García de Santa María Mendoza, quien solía visitarlo en su comercio para conversar de las cosas de Las Filipinas y la tierra hispana, pues eran nacidos en el mismo pueblo. Allí platicaban al sabor de un buen vino y de los relatos que de las islas del Pacífico contaba el comerciante.

Todo iba viento en popa en el comercio que el tal don Tristán decidió ampliar y darle variedad, para lo cual envió a su joven hijo a la Villa Rica de la Vera Cruz y a las costas malsanas de la región de más al Sureste.

Quiso la mala suerte que enfermara Tristán chico y llegara a tal grado su enfermedad que se temió por su vida. Así lo dijeron los mensajeros que informaron a don Tristán que era imposible trasladar al enfermo en el estado en que se hallaba y que sería cosa de medicinas adecuadas y de un milagro, para que el joven enfermo de salvara.

Henchido de dolor por la enfermedad de su hijo y temiendo que muriese, don Tristán de Alzúcer se arrodilló ante la imagen de la Virgen y prometió ir caminando hasta el santuario del cerrito si su hijo se aliviaba y podía regresar a su lado.

Semanas más tarde el muchacho entraba a la casa de su padre, pálido, convalesciente, pero vivo y su padre feliz lo estrechó entre sus brazos.

Vinieron tiempos de bonanza, el comercio caminaba con la atención esmerada de padre e hijo y con esto, don Tristán se olvidó de su promesa, aunque de cuando en cuando, sobre todo por las noches en que contaba y recontaba sus ganancias, una especie de remordimiento le invadía el alma al recordar la promesa hecha a la Virgen.

Al fin un día envolvió cuidadosamente un par de botellas de buen vino y se fue a visitar a su amigo y consejero el Arzobispo García de Santa María Mendoza, para hablarle de sus remordimientos, de la falta de cumplimeinto a la promesa hecha a la Virgen de lo que sería conveniente hacer, ya que de todos modos le había dado las gracias a la Virgen rezando por el alivio de su v&aacutestago.

-Bastará con eso, -dijo el prelado-, si habéis rezado a la Virgen dándole las gracias, pienso que no hay necesidad de cumplir lo prometido.

Don Tristán de Alzúcer salió de la casa arzobispal muy complacido, volvió a su casa, al trabajo y al olvido de aquella promesa de la cual lo había relevado el Arzobispo.

Más he aquí que un día, apenas amanecida la mañana, el Arzobispo Fray García de Santana María Mendoza iba por la calle de La Misericordia, cuando se topó a su viejo amigo don Tristán de Alzúcer, que p&aacutelido, ojeroso, cadavérico y con una túnica blanca que lo envolvía, caminaba rezando con una vela encendida en la mano derecha, mientras su enflaquecida siniestra descansaba sobre su pecho.

El Arzobispo le reconoció enseguida, y aunque estaba más p&aacutelido y delgado que la última vez que se habían visto, se acercó para preguntarle.

– A dónde váis a estas horas, amigo Tristán Alzúcer?

– A cumplir con la promesa de ir a darle gracias a la Virgen-, respondió con voz cascada, hueca y tenebrosa, el comerciante llegado de las Filipinas.

No dijo más y el prelado lo miró extrañado de pagar la manda, aun cuando él lo había relevado de tal obligación .

Esa noche el Arzobispo decidió ir a visitar a su amigo, para pedirle que le explicara el motivo por el cual había decidido ir a pagar la manda hasta el santuario de la Virgen en el lejano cerrito y lo encontró tendido, muerto, acostado entre cuatro cirios, mientras su joven hijo Tristán lloraba ante el cadáver con gran pena.

Con mucho asombro el prelado vio que el sudario con que habían envuelto al muerto, era idéntico al que le viera vestir esa mañana y que la vela que sostenían sus agarrotados dedos, también era la misma.

-Mi padre murió al amanecer -dijo el hijo entre lloros y gemidos dolorosos-, pero antes dijo que debía pagar no sé qué promesa a la Virgen.

Esto acabó de comprobar al Arzobispo, que don Tristan Alzúcer estaba muerto ya cuando dijo haberlo encontrado por la calle de la Misericordia.

En el ánimo del prelado se prendió la duda, la culpa de que aquella alma hubiese vuelto al mundo para pagar una promesa que él le había dicho que no era necesario cumplir.

Pasaron los años…

Tristán el hijo de aquel muerto llegado de las Filipinas se casó y se marchó de la Nueva España hacia la Nueva Galicia. Pero el alma de su padre continuó hasta terminado el siglo, deambulando con una vela encendida, cubierto con el sudario amarillento y carcomido.

Desde aquél entonces, el vulgo llamó a la calleja de esta historia, El Callejón del Muerto, es la misma que andando el tiempo fuera bautizada como calle República Dominicana

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El Puente del Clérigo

Leyenda de la epoca colonial

Allá por el año de 1649 en que ocurre esta verídica historia que los años trasformaron en macabra leyenda, el sitio en que tuvieron lugar estos hechos consignados en las antiguas crónicas eran simplemente unos llanos en los que se levantaban unas cuantas casucas formando parte de la antigua parcialidad de Santiago Tlatelolco; sin embargo cruzando apenas la acequia llamada de Texontlali, cuyas aguas zarcas iban a desembocar a la laguna (junto al mercado de La Lagunilla siglos después), había unas casas de muy buena factura en una de las cuales y cruzando el puente que sobre la dicha acequia existía fabricado de mampostería con un arco de medio punto y alta balaustrada, vivía un religioso llamado don Juan de Nava, que oficiaba en el templo de Santa Catarina. Este sacerdote tenía una sobrina a su cuidado, muy linda, muy de buen ver y en edad en que se sueña con un marido, llamada doña Margarita Jáuregui.

El tercer personaje de esta increíble, pero verídica historia que aparece a fojas 231 de las memorias de Fray Marcos López y Rueda, que fuera obispo de Yucatán y Virrey provisional de la Nueva España, lo fue un caballero y portugués de muy buena presencia y malas maneras llamado don Duarte de Zarraza.

Por decirse de familia ilustre el galán portugués asistía a los saraos y fiestas virreinales y como doña Margarita Jáuregui, por haber sido hija de afortunado caballero también tenía acceso a los salones palaciegos, cierta vez se conocieron en una de esas fiestas.

Conocer a tan hermosa dama y comenzar a enamorarla fue todo uno para el enamoradizo portugués, que indagó y fue hasta la casa del fraile situada al cruzar el puente de la acequia antes mencionada. Sus requiebros, su presencia frecuente, sus regalos y sus cartas encendidas pronto inflamaron el pecho de doña Margarita Jáuregui que estaba en el mero punto de edad para el casorio, por lo que pronto accedió a los requerimientos amorosos del portugués.

Pero don Fray Juan de Nava también indagó muchas cosas de don Duarte de Zarraza y supo que allá en su tierra además de haber dejado muchas deudas, también abandonó a dos mujeres con sus respectivos vástagos, que aquí en la capital de la Nueva España llevaba una vida disipada y silenciosa y que vivía en la casa gaya y se exhibía con las descocadas barraganas. Además tenía varias queridas en encontrados rumbos de la ciudad y andaba en amoríos con diez doncellas.

Por todos estos motivos, el cura Juan de Nava prohibió terminantemente a su sobrina que aceptara los amores del porfiado portugués, pero ni doña Margarita ni don Duarte hicieron caso de las advertencias del clérigo y continuaron con sus amoríos a espaldas del ensotanado tío.

Dos veces el cura Juan de Nava habló con el llamado Duarte de Zarraza ya en tono violento prohibiéndole que se acercara tan solo a su casa o al puente de la acequia de Tezontlali, pero en contestación recibió una blasfemia, burlas y altanería de parte del de Portugal.

Y tanto se opuso el sacerdote a esos amores y tantas veces reprendió a la sobrina y a Zarraza, que este decidió quitar del medio al clérigo, porque según dijo, nadie podía oponerse a sus deseos.

Siguiendo al pie de la letra añejas y desleídas crónicas, sabemos que el perverso portugués decidió matar al clérigo precisamente el 3 de abril de ese año de 1649 y al efecto se fue a decirle a doña Margarita Jáuregui, que ya que su tío-tutor no los dejaría casarse, deberían huir para desposarse en La Puebla de los Angeles. La bella mujer convino en seguir al galán burlando la voluntad del cura.

El día señalado estaba conversando por la ventana de la casa a eso de la caída de la tarde, cuando Duarte de Zarraza vio venir al cura, acercarse al puente sobre la acequia de Texontlali y sin decirle nada a Margarita, se alejó del balcón y corrió hacia el puente.

No se sabe lo que dijeron, mejor dicho discutieron clérigo y portugués, pero de pronto, Duarte de Zarraza sacó un puñal en cuyo pomo aparecía grabado el escudo de su casa portuguesa y clavó de un golpe furioso en el cráneo al cura

El cura cayó herido de muerte y el portugués lo arrastró unos cuantos pasos y lo arrojó a las aguas lodosas de la acequia por encima de la balaustrada del puente.

Como era de muchos conocida la oposición del clérigo a sus amoríos con Margarita su sobrina, Duarte de Zarraza decidió ocultarse primero y después huir a Veracruz, en donde permaneció cerca de un año.

Pasado ese tiempo, el portugués regresó a la capital de la Nueva españa y decidió ir a ver a Margarita Jáuregui, para pedirle que huyera con él, ya que estaba muerto el cura su tío.

Esperó la noche y se encaminó hacia el rumbo norte, por el lado de Tlatelolco…

Llegó al puente de la acequia, pero no pudo pasarlo, de hecho jamás llegó a cruzarlo vivo. Al día siguiente viandantes mañaneros lo descubrieron muerto, horriblemente desfigurado el rostro por una mueca de espanto, como espanto sufrieron los descubridores, ya que don Duarte de Zarraza yacía estrangulado por un horrible esqueleto cubierto por una sotana hecha jirones, manchada de limo, de lodo y agua pestilente. Las manos descarnadas de aquél muerto, en el cual se identificó en el acto al clérigo don Juan de Nava, estaban pegadas al cuello de Zarraza, mientras brillaba a los primeros rayos del sol de la mañana, la hoja de un puñal que estaba hendiendo su mondo cráneo y en cuyo pomo aparecía el escudo de la casa de Zarraza.

No había duda, el clérigo había salido de su tumba pantanosa en la que permaneció todo el tiempo que el portugués estuvo ausente y al volver a la ciudad emergió para vengarse.

Esto dicen las crónicas, esto contó años más tarde la leyenda y por eso, al puente sin nombre y a la calle que se formó andando el tiempo, se le conoció por muchos años, como la calle del Puente del Clérigo, hoy conocida por 7a., y 8a., de Allende dando como referencia el antiguo callejón del Carrizo.

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El Fantasma de la Monja

Leyenda de la epoca colonial

Cuando existieron personajes en esa época colonial inolvidable, cuando tenemos a la mano antiguos testimonios y se barajan nombres auténticos y acontecimientos, no puede decirse que se trata de un mito, una leyenda o una invención producto de las mentes de aquél siglo. Si acaso se adornan los hechos con giros literarios y sabrosos agregados para hacer más ameno un relato que por muy diversas causas ya tomó patente de leyenda. Con respecto a los nombres que en este cuento aparecen, tampoco se ha cambiado nada y si varían es porque en ese entonces se usaban de una manera diferente nombres, apellidos y blasones.

Durante muchos años y según consta en las actas del muy antiguo convento de la Concepción, que hoy se localizaría en la esquina de Santa María la Redonda y Belisario Domínguez, las monjas enclaustradas en tan lóbrega institución, vinieron sufriendo la presencia de una blanca y espantable figura que en su hábito de monja de esa orden, veían colgada de uno de los arbolitos de durazno que en ese entonces existían. Cada vez que alguna de las novicias o profesas tenían que salir a alguna misión nocturna y cruzaban el patio y jardínes de las celdas interiores, no resistían la tentación de mirarse en las cristalinas aguas de la fuente que en el centro había y entonces ocurría aquello. Tras ellas, balanceándose al soplo ligero de la brisa noctural, veían a aquella novicia pendiente de una soga, con sus ojos salidos de las órbitas y con su lengua como un palmo fuera de los labios retorcidos y resecos; sus manos juntas y sus pies con las puntas de las chinelas apuntando hacia abajo.

Las monjas huían despavoridas clamando a Dios y a las superioras, y cuando llegaba ya la abadesa o la madre tornera que era la más vieja y la más osada, ya aquella horrible visión se había esfumado.

Así, noche a noche y monja tras monja, el fantasma de la novicia colgando del durazno fue motivo de espanto durante muchos años y de nada valieron rezos ni misas ni duras penitencias ni golpes de cilicio para que la visión macabra se alejara de la santa casa, llegando a decir en ese entonces en que aún no se hablaba ni se estudiaban estas cosas, que todo era una visión colectiva, un caso típico de histerismo provocado por el obligado encierro de las religiosas.

Más una cruel verdad se ocultaba en la fantasmal aparición de aquella monja ahorcada, colgada del durazno y se remontaba a muchos años antes, pues debe tenerse en cuenta que el Convento de la Concepción fue el primero en ser construído en la Capital de la Nueva España, (apenas 22 años después de consumada la Conquista y no debe confundirse convento de monjas-mujeres con monasterio de monjes-hombres), y por lo tanto el primero en recibir como novicias a hijas, familiares y conocidas de los conquistadores españoles.

Vivían pues en ese entonces en la esquina que hoy serían las calles de Argentina y Guatemala, precisamente en donde se ubicaba muchos años después una cantina, los hermanos Avila, que eran Gil, Alfonso y doña María a la que por oscuros motivos se inscribió en la historia como doña María de Alvarado.

Pues bien esta doña María que era bonita y de gran prestancia, se enamoró de un tal Arrutia, mestizo de humilde cuna y de incierto origen, quien viendo el profundo enamoramiento que había provocado en doña María trató de convertirla en su esposa para así ganar mujer, fortuna y linaje.

A tales amoríos se opusieron los hermanos Avila, sobre todo el llamado Alonso de Avila, quien llamando una tarde al irrespetuoso y altanero mestizo, le prohibió que anduviese en amoríos con su hermana.

-Nada podeís hacer si ella me ama -dijo cínicamente el tal Arrutia-, pues el corazón de vuestra hermana ha tiempo es mío; podéis oponeros cuanto queráis, que nada lograréis.

Molesto don Alonso de Avila se fue a su casa de la esquina antes dicha y que siglos después se llamara del Relox y Escalerillas respectivamente y habló con su hermano Gil a quien le contó lo sucedido. Gil pensó en matar en un duelo al bellaco que se enfrentaba a ellos, pero don Alonso pensando mejor las cosas, dijo que el tal sujeto era un mestizo despreciable que no podría medirse a espada contra ninguno de los dos y que mejor sería que le dieran un escarmiento. Pensando mejor las cosas decidieron reunir un buen monto de dinero y se lo ofrecieron al mestizo para que se largara para siempre de la capital de la Nueva España, pues con los dineros ofrecidos podría instalarse en otro sitio y poner un negocio lucrativo.

Cuéntase que el metizo aceptó y sin decir adiós a la mujer que había llegado a amarlo tan intensamente, se fue a Veracruz y de allí a otros lugares, dejando transcurrir los meses y dos años, tiempo durante el cual, la desdichada doña María Alvarado sufría, padecía, lloraba y gemía como una sombra por la casa solariega de los hermanos Avila, sus hermanos según dice la historia.

Finalmente, viendo tanto sufrir y llorar a la querida hermana, Gil y Alonso decidieron convencer a doña María para que entrara de novicia a un convento. Escogieron al de la Concepción y tras de reunir otra fuerte suma como dote, la fueron a enclaustrar diciéndole que el mestizo motivo de su amor y de sus cuitas jamás regresaría a su lado, pues sabían de buena fuente que había muerto.

Sin mucha voluntad doña María entró como novicia al citado convento, en donde comenzó a llevar la triste vida claustral, aunque sin dejar de llorar su pena de amor, recordando al mestizo Arrutia entre rezos, angelus y maitines. Por las noches, en la soledad tremenda de su celda se olvidaba de su amor a Dios, de su fe y de todo y sólo pensaba en aquel mestizo que la había sorbido hasta los tuétanos y sembrado de deseos su corazón.

Al fin, una noche, no pudiendo resistir más esa pasión que era mucho más fuerte que su fe, que opacaba del todo a su religión, decidió matarse ante el silencio del amado de cuyo regreso llegó a saber, pues el mestizo había vuelto a pedir más dinero a los hermanos Avila.

Cogió un cordón y lo trenzó con otro para hacerlo más fuerte, a pesar de que su cuerpo a causa de la pasión y los ayunos se había hecho frágil y pálido. Se hincó ante el crucificado a quien pidió perdón por no poder llegar a desposarse al profesar y se fue a la huerta del convento y a la fuente.

Ató la cuerda a una de las ramas del durazno y volvió a rezar pidiendo perdón a Dios por lo que iba a hacer y al amado mestizo por abandonarlo en este mundo.

Se lanzó hacia abajo…. Sus pies golpearon el brocal de la fuente.

Y allí quedó basculando, balanceándose como un péndulo blanco, frágil, movido por el viento.

Al día siguiente la madre portera que fue a revisar los gruesos picaportes y herrajes de la puerta del convento, la vio colgando, muerta.

El cuerpo ya tieso de María de Alvarado fue bajado y sepultado ese misma tarde en el cementerio interior del convento y allí pareció terminar aquél drama amoroso.

Sin embargo, un mes después, una de las novicias vió la horrible aparición reflejada en las aguas de la fuente. A esta aparición siguieron otras, hasta que las superiores prohibieron la salida de las monjas a la huerta, después de puesto el sol.

Tal parecía que un terrible sino, el más trágico perseguía a esta familia, vástagos los tres de doña Leonor Alvarado y de don Gil González Benavides, pues ahorcada doña María de Alvarado en la forma que antes queda dicha, sus dos hermanos Gil y Alonso de Avila se vieron envueltos en aquella conspiración o asonada encabezada por don Martín Cortés, hijo del conquistador Hernán Cortés y descubierta esta conjura fueron encarcelados los hermanos Avila, juzgados sumariamente y sentenciados a muerte.

El 16 de julio de 1566 montados en cabalgaduras vergonzantes, humillados y vilipendiados, los dos hermanos Avila, Gil y Alonso fueron conducidos al patíbulo en donde fueron degollados. Por órdenes de la Real Audiencia y en mayor castigo a la osadía de los dos Avila, su casa fue destruída y en el solar que quedó se aró la tierra y se sembró con sal.