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Suruán y el Diablo

Hace mucho tiempo que Suruán, (llamado también Taretzuruán) un hermoso cerro de la Meseta Tarasca, que tiene la apariencia de un murciélago, fue a visitar a Marijuata, un cerro cerca de Paracho, para pedirle que contrajera matrimonio con él, y a cambio le proporcionaría mucha agua. Pero Marijuata, indignada por tal atrevimiento, contestó que no, y además le pegó con una vara en su brazo izquierdo, al que dejó más bajo que el otro, como puede apreciarse en un ala del murciélago (cerro). El desdeñado Suruán decidió que se casaría con Cheranguerán, un pueblo que se localiza cerca de la población de Cupatitzio, en la parte alta de Uruapan, y le otorgaría toda su agua al hermoso Uruapan.

Mientras tanto, la Marijuata contraía matrimonio con Cuicuintacua, un cerro que se encuentra cerca de pueblo localizado hacia el norte de Ahuirán, en el hoy municipio de Paracho. Dicho cerro era sumamente seco.

Los buenos propósitos de Suruán de darle agua a Uruapan no se podían realizar, por la terrible oposición del Diablo. Cada vez que Suruán enviaba el agua, el Diablo impedía a toda costa que pasara. Suruán se encontraba muy consternado por no poder enviar el agua, pues se daba cuenta de que tanto los animales como los hombres necesitaban con urgencia el preciado líquido y estaban sufriendo mucho por la escasez.

El Diablo insistía en impedir que el agua bajara hasta Uruapan. Sin embargo, un buen día se formaron arriba del cerro unas nubes y remolinos, el agua empezó a tomar fuerza en el cerro y fue descendiendo. El Diablo empleaba todo su poderío para detenerla; en esas estaba cuando de repente resbaló y cayó con una rodilla sobre una piedra. Y cayó con tanta fuerza y presión que la rodilla quedó marcada para siempre en el lugar donde surge el río Cupatitzio, lugar conocido como La Rodilla del Diablo, y que aún puede verse en el Parque Nacional Eduardo Ruiz de Uruapan.

Sonia Iglesias y Cabrera


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El hijo de Quetzalcóatl

Cuentan los abuelos de Tlayacapan que en tiempos muy remotos existió una muchacha mucho muy bella, tan hermosa era que cuando un día la vio Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, quedó enamorado de ella y la hizo suya. A resultas de ello, la joven resultó embarazada. Al enterarse los padres se llevaron una fuerte impresión y disgusto. Decidieron que lo mejor era mantener encerrada a la hija durante los nueve meses que durara su preñez.

Cuando el niñito nació, los padres, carentes de buenos sentimientos, ordenaron que se llevaran al niño, y lo ataran a las pencas de un maguey para que se pinchase con las espinas y muriese. Sin embargo, el maguey que era mucho más caritativo que los crueles padres, se compadeció del nene, bajó sus espinas para que no lo dañasen, y lo alimentó con el rocío que recibían sus grandes pencas, como se lo había indicado el dios Quetzalcóatl.

Al enterarse el padre de que su nieto no había muerto, ordenó a sus sirvientes que llevasen al niño a un hormiguero, a fin de que las hormigas lo picasen hasta que muriera. Pero Quetzalcóatl estaba vigilante, y al enterarse de lo ordenado por el mal padre, indicó a las hormiguitas que alimentasen al chico con migajas de pan. Después, les dijo a las hormigas que colocaran  al niño en una canasta y lo echaran al río.

La corriente del agua se fue llevando la canasta, hasta que llegó a una orilla donde una mujer anciana estaba lavando ropa. Al ver la canasta sacó de ella al nene con mucho cuidado y se fue a su casa con el propósito de enseñárselo a su marido.
Después de mucho indagar si el retoño pertenecía a alguien que lo hubiese perdido, y como parecía que no pertenecía a nadie, la pareja de viejos decidió quedárselo. Pasaron los años, y en el transcurso de ellos el niño fue muy bien atendido. Así fue como creció el hijo del viento: Quetzalcóatl.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Xiuhtecuhtli

El Señor Azul, dios de suma importancia en la cultura nahua, fue el dios del fuego. Desde la época en que los mexicas andaban del tingo al tango, ya se le adoraba. Se le conoce como el Señor de la Hierba y como el Señor de la Turquesa. Siguiendo la tradición de la multi personalidad de los dioses del panteón mexica, El Señor Azul tuvo varios nombres: Huehuetéotl, el Dios Viejo; Cuezaltzin, Llama de Fuego; y Izcozauhqui, el Cara Amarilla. También se le llamó Culebra de Luz. Xihuitl simboliza el principio creador que proporciona calor y vida, dios del fuego que purifica la tierra y renueva la naturaleza y las cosas en general.

Iba desnudo, sólo le cubría una capa de plumas amarillas, la barba pintada de negro y rojo; plumas verdes adornaban su corona, y lucía orejeras de turquesas azules. En la mano derecha portaba cinco chalchihuites de hermoso color verde. Deidad del día y del calor, señor de los volcanes, y personificación de la vida después de la muerte. Patrono de de los tlatoanis, a quienes se les consideraba la encarnación de Xiuhtecuhtli.
Se le dedicaban varias ceremonias: una al año, otra cada cuatro, y al cumplirse cincuenta y dos años, se festejaba el Fuego Nuevo. Se le sacrificaban esclavos que simbolizaban los colores del fuego; a saber, el Xocauhqui Xiuhtecutli, amarillo; el Xoxouhqui Xiuhtecutli, el azul celeste; el Tlaltlauhqui Xiuhtecutli, el rojo; y el Iztac Xiuhtecuhtli. Todos ellos colores sagrados, como sus nombres lo indican.

Junto con Chantico, personifica a los dioses padres de todos los dioses y de la humanidad: Ometecuhtli y Omecíhuatl. Uno de sus símbolos fue la cruz de los rumbos sagrados del universo.

Las tres partes que componen el mundo: la terrestre, el inframundo y el ámbito celestial, fueron unidas por Xiuhtecuhtli, quien desde el Mictlan subió hasta el Cielo pasando por la Tierra como una columna de fuego, para mantener a los tres planos unidos. Cuando se extinga la columna de fuego el mundo llegará a su fin.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Napatecuhtli, el dios de los petateros

Cuentan los antiguos mexicanos que en el Tlalocan existía un dios llamado Napatecuhtli que gustaba de pintarse el cuerpo y la cara de color negro. En su faz agregaba motas de color blanco. En su cabeza lucía una corona de papel que pintaba con sus colores simbólicos: el blanco y el negro. A sus espaldas caían unas especies de borlas que estaban colocadas en un penacho situado en la coronilla, fabricado con tres hermosas plumas verdes de quetzal. Una faldilla amarrada a la cintura que le llegaba hasta las rodillas, era de fino algodón hilado con decoraciones en sus colores favoritos: el blanco y el negro. Calzaba huaraches negros y portaba en la mano izquierda un escudo, y en la derecha un bastón decorado con flores de papel.

Napatecuhtli fue el dios de los artesanos petateros, cuya materia prima era la juncia, él había inventado el arte de tejer, no solamente los petates, sino también de elaborar icpales (asientos) y los tolcuextli. Gracias a la bondad y sabiduría del dios petatero, a los artesanos no les faltaban ni las juncias, ni las cañas, ni los juncos que posibilitaban su labor. Por esta razón a ellos correspondía mantener el templo dedicado a Napatecuhtli limpio y en buen estado, y provisto de numerosos icpalis y petates.

El buen Napatecuhtli no solamente era el dios de los tejedores, sino que también fue uno de los más importantes Tlaloques, los dioses del agua, por ello sus oficiales le adoraban en una gran celebración, para que no fuera a faltarles el agua que propiciaba la aparición de las plantas necesarias a su labor artesanal. Para su festejo, los sacerdotes escogían un esclavo al que vestían con los ornamentos de Napatecuhtli y que sería sacrificado en su honor. Cuando le llegaba la hora, en su mano colocaban un recipiente de color verde con agua y con un ramo de salce el “dios” rociaba a los asistentes. Algunas veces, fuera del día de la fiesta, si algún artesano de la juncia deseaba homenajear particularmente al dios, un sacerdote, ataviado a la manera de su imagen, recorría las calles esparciendo el agua con el ramo. Al llegar a su destino, es decir la casa del artesano, se colocaba en un lugar especial y los habitantes le rogaban que le otorgase parabienes a la familia y protediera la casa. Después, se debía ofrecer comida al sacerdote-dios, a los otros sacerdotes que le acompañaban, y a los invitados a la festividad particular. Así el artesano agradecía a Napatecuhtli la prosperidad que le había brindado. El costo de la celebración era alto, pero no importaba con tal de agradecer los favores y esperar que Napatecuhtli continuase siendo benévolo.

Al terminar la fiesta, los oficiantes  cubrían al sacerdote-dios con una manta blanca y se le conducía hasta el templo del barrio a que pertenecía. Mientras tanto, en la casa del artesano se realizaba una gran comilitona en la que participaban los amigos y los familiares invitados para tan gran ocasión.

Sonia Iglesias y Cabrera


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La carta

Tres hermanos que vivían en la región huave salieron un día a buscar trabajo. Cuando iban caminando el mayor de ellos se encontró a un viejo que le pidió un favor, pero el joven se negó. Lo mismo sucedió con el hermano siguiente. Al pedirle el favor al hermanito menor, aceptó; entonces el viejo le dijo que llevara una carta al otro lado del mar, le dio un burro y le recomendó que cuando el animal empezase a entrar en la mar se afianzara bien y no jalara la rienda para atrás. También le dijo que cuando hubiese cruzado el mar, se iba a encontrar con otro que se movía mucho, como si estuviera hirviendo. Después se toparía con otro océano de sangre, y que debía cerrar los ojos para que no se asustase. Pasada dicha mar, el muchacho llegaría a un potrero donde había mucha agua y los animales estaban muy flacos. En seguida, debía pasar otro potrero en el cual los animales eran todos gordos. El viejo le dijo que siguiese adelante, hasta encontrar dos cerros que se peleaban, en cuyo medio se encontraba un camino que solamente podría pasar si confiaba en su palabra. Más adelante encontraría a cada lado del camino dos serpientes luchando, debía pasarlas con los ojos cerrados y no volver la cabeza atrás. Poco después, el joven debía llegar a donde se encontraba un viejecito que esperaba la carta.

Todo salió bien, el viejito recibió la carta y el muchacho regresó. Al verlo el viejo le preguntó si había obedecido en todo, el joven asintió. –Bueno, en vista de que fuiste obediente y entregaste la carta, y como sé que estás buscando trabajo, dime que es lo que quieres, que yo te lo daré. Entonces, Juanito, que así se llamaba, dijo que quería ser un buen pescador. El viejo dijo que tendría mucha pesca de peces y camarones en todos los mares, pero que solo llenara una canasta con los peces que no se avorazase y así, si lo obedececía, nunca le faltara qué pescar.
Lo que nunca supo Juanito, o tal vez lo intuyó, es que ambos viejecitos eran el mismo Jesucristo que se le había aparecido para ayudarlo como premio a su obediencia y buen comportamiento.

Sonia Iglesias y Cabrera


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La Tierra

Los mayas yucatecos actuales consideran que la superficie de la Tierra, U Yook’ol Kaab’,  es plana; cada una de sus esquinas, las kan tu’uk, simbolizan las posiciones del Sol en los atardeceres y amaneceres de los solsticios de invierno y verano. Los rumbos sagrados del universo están situados en los lados de dicho plano. El lado que se encuentra situado hacia el Este se llama La-K’in; el del Oeste se conoce como Cik’in; al sur corresponde el Nohol; y al norte se le conoce como Saman. Lak’in Nohol, Sureste, corresponde al amanecer durante el mes de diciembre. En cambio, la salida del Sol en el mes de junio recibe el nombre de Lakk’in Saman. Es claro que se trata de los solsticios, llamados Kóoc U Táan K’i’in, cuyo significado es “cuando el lado del Sol es ancho”. En cambio, durante el equinoccio, cuando el Sol asoma a la mitad del lado llamado Lak’in, se dice que tiene su lado estrecho, Ku Un’utal Ki’in.

El Sol, Jesucristo, de nombre Halal Dios, tiene a los Chaacoob, diosecillos de la lluvia que habitan en una de las esquinas del plano de la Tierra, ya que son cuatro los babahtunoob: Sakbabahtun, de color blanco; Ek’babahtun, negro; K’an Babahtun, amarillo; y Ya’ash Babahtun, amarillo, situados en el noreste, noroeste, suroeste y sureste, respectivamente.
Los Baalamo’oob’, deidades que están encargados de vigilar y proteger a los seres humanos, habitan las esquinas del plano de la Tierra, y en general en las esquinas de los lugares importantes como las milpas, los pueblos, las casas, etc. Se les conoce con los nombres de Ah Kanan, el Protector; Ah K’at, el Enano de Barro; Ah Báalam, el guardián; y Ah Túun, la Piedra.

En Kumuk Lu’um, el centro de la Tierra, habitan los seres humanos, y se cree que es la proyección del centro de la Bóveda Celeste, O Cumuk Ka’an. En esta bóveda está situado un agujero que permite acceder al Cielo (el cénit solar) Dicho agujero es muy importante, pues es a través de él que los rezos y peticiones de los hombres llegan hasta Halal Dios, y por el mismo conducto, Jesucristo envía las curaciones pertinentes que los curanderos emplean para sanar a las enfermos, las cuales son mucho más eficaces cuando las peticiones se hacen al mediodía. Entre el orificio celeste y la Tierra existe una sustancia mágica, la Yiicil Ka’an, que es psicopompe entre las divinidades y los simples mortales.

El Sol y la Luna salen de una enorme cueva, hacen su recorrido y se meten a otra gran cueva, por supuesto llevan a cabo separadamente su recorrido. Las cuevas sagradas reciben el nombre de Áaktun, colocadas una en el Este y otra en el Oeste.

Sonia Iglesias y Cabrera

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De cómo Titlacahuan embortrachó a Quetzalcóatl

Titlacahuan era un  mago que detestaba a Quetzalcóatl y quería terminar con él, humillarlo y devaluarlo. Lo odiaba porque en realidad era Huitzilopochtli en una de sus tantas encarnaciones y, como es sabido, los dos dioses siempre estuvieron en pugna. Un día Titlacahuan decidió acercarse al palacio de la Serpiente Emplumada para hacerle una maldad. Se transformó en un viejecito chiquito y canoso, se encaminó a la casa y llegado les dijo a los criados que cuidaban la puerta: ¡Quiero ver al gran tlatoani Quetzalcóatl! Los criados le respondieron que eso era del todo imposible ya que su señor se encontraba bastante enfermo y no se le podía molestar, so pena de enojarlo. Pero Titlacahuan insistió y no les quedó otra a los esclavos que avisarle a su amo, a quien dijeron que un viejito latoso insistía mucho en verlo personalmente. Entonces, Quetzalcóatl dio orden de que dejasen pasar al nigromante.

Al encontrarse frente al tlatoani, Titlacahuan le dijo: ¡Sé que está muy enfermo, por eso insistí en verlo! Pero aquí traigo una medicina que es magnífica y lo curará de sus malestares! Quetzalcóatl se alegró, pues como le dijo al viejo se encontraba muy mal, le dolía todo el cuerpo y no podía mover ni las piernas ni las manos. Titlacahuan le dio a beber la medicina diciéndole que era maravillosa, muy saludable, quien la tomara se emborracharía y sus males se terminarían, a la vez que el corazón se le ablandaría y que ni se acordaría de los males y fatigas que le esperaban en su viaje. Extrañado Quetzalcóatl le preguntó a que viaje se refería, el nigromante le dijo que tenía que ir a Tullantlaoallan, donde otro viejo lo esperaba para dialogar, que una vez hecho el viaje regresaría sano como un jovenzuelo. A regañadientes Quetzalcóatl probó la bebida, la encontró sabrosa y refrescante, y al momento se sintió curado. El viejo malvado le instó para que bebiese más, hasta que la Serpiente Emplumada se emborrachó, lloró y se puso sentimental, pues lo que le había dado Titlacahuan no era otra cosa sino teometl, el “vino blanco de la tierra”, el sabroso pulque.

Así se preparaba la terrible tragedia del exilio de Quetzalcóatl.

Sonia Iglesias y Cabrera

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El Abuelito y el maíz

Hace mucho tiempo, un ancestro de los indígenas otomíes, el Abuelito, pidió a Dios una semilla para poder sembrarla y proporcionarles alimento a todos los hombres. Entonces Dios, llamado entre ellos Ojä, le dio varias semillas que la Abuelita, la esposa del Abuelito, se apresuró a guardar en una caja para que no le pasara nada. El Abuelito para poder sembrar los granos tuvo que limpiar siete colinas. Pero no pudo realizar su tarea porque al querer quemar el terreno, el Fuego, Tsibi, no quemó nada, ya que faltó el auxilio del Viento, Dähí, para darle fuerza, y  a quien no pudo encontrar porque no sabía dónde vivía. Entonces, el Abuelito encontró a una señora que era la Sirena y le preguntó si sabía dónde vivía el Viento. La respuesta fue que vivía en el cerro, pero que para poder encontrarlo debía emplear carrizos. El Abuelito tomó varios carrizos y les hizo un agujero en el medio. Cuando el Viento llegó, sopló a través de los agujeros y el Abuelito se dio cuenta de que ahí estaba, había encontrado a Dähí. Le pidió que lo ayudase a preparar el terreno para sembrar, pero el Viento le respondió que, acompañado de músicos, le chiflara cuatro sones.

Cuando el Viento escuchó los sones, se puso a bailar y… apareció el fuego. Las laderas de las colinas se quemaron, ya que el fuego se esparció por todas ellas, y el terreno quedó listo para sembrar el maíz. Pasados cuatro días, el Abuelito llamó a doce peones para que lo auxiliaran en su tarea. Llegaron muchos animales, entre ellos el Armadillo, el Coatí, el Jabalí, las Ardillas, y los Tejones. También llegó el Tlacuache, pero sin morral para guardar las semillas, por lo que el Abuelito le dio uno. El Armadillo si había llevado su morral, y la Ardilla guardaba las semillas en la boca y así sembraba. Al ver a tantos peones ayudantes, el Abuelito pensó que la comida no sería suficiente para alimentarlos, pero el Viento-Sirena le dijo: – ¡Echa cuatro granos de maíz en agua de nixtamal, y tapa bien la olla! Los granos se  transformaran en veintiocho elotes para hacer las tortillas; pon cuatro en una canasta tapada y ¡se multiplicarán! El primero en comer las tortillas fue el Cuatoche, quien con su acción las multiplicó. Entonces, el Abuelito invitó a todos los animales a comer, y desde entonces todos acuden a comerse lo sembrado en la milpa produciendo mucho “daño”, aun cuando el maíz nunca se termina por mucho que se lo coman.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Amímitl, Dardo de Agua

Dardo de Agua, el dios de los lagos y los pescadores era bueno: protegía a los pescadores y apaciguaba tempestades. Muy adorado en la actual Tláhuac, que hace mucho tiempo era una isla llamada Cuitlahuac perteneciente al lago de Chalco, y en Xochimilco, lugar de chinampas, donde había muchos trabajadores del mar. Cuando el dios se enojaba porque sus protegidos no le rendían culto como debía ser, no vacilaba en enviarle terribles enfermedades de índole acuosa: gota, gripa, pulmonía…
Cuando llegaba el día de su celebración, los pescadores reunidos cerca del templo entonaban un himno en su honor, dirigidos por los sacerdotes. Himno muy bello, su teocuícatl, “canto de dioses”, que se acompañaba con música y danzas, y un vestuario sin igual, que decía: Junta tus manos, junta tus manos, en la casa, lleva tus manos a repetir este ritmo, y vuelve a separarlas, vuelve a separarlas en el lugar de las flechas. Une las manos, une las manos en la casa, por ello, por ello he venido, he venido.  Sí, he venido, trayendo a cuatro conmigo, sí he venido, cuatro están conmigo.  Cuatro nobles, bien selectos, cuatro nobles, bien selectos, sí, cuatro nobles. Ellos personalmente anteceden su rostro, ellos personalmente anteceden su rostro, ellos personalmente anteceden su rostro.

Otro teocuícatl dedicado a Amímitl, registrado por fray Bernardino de Sahagún, empezaba: Casa donde están conejos: tú vienes a estar en la entrada: yo vengo a estar en la casa de armas. ¡Párate ahí: ven a pararte ahí! Solo, solo, ay, lejos soy enviado.

Estos cantos se llevaban a cabo en la fiesta a Mixcóatl del mes Quecholli, ya que el dios Amímitl se identificaba con  dicha divinidad, dios de las tempestades, de la guerra, y la cacería.

Sonia Iglesias y Cabrera


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Mito y rito de los voladores

El ritual de los voladores se empezó a practicar en Mesoamérica desde épocas muy remotas, desde el Período Preclásico Medio. Las culturas del Occidente de México lo representaron en figuras de cerámica. Se llevaba a cabo con la concepción de un eje central que simbolizaba el eje del universo, y como parte de ritos de fertilidad y de sacrificios gladiatorios. Los mexicas la adoptaron dentro de sus rituales asociados con el Sol.

Fray Juan de Torquemada nos dice que para llevar a cabo el rito se traía de los montes un tronco grueso de árbol, se le quitaba la corteza hasta que quedaba completamente liso. El tronco tenía que ser lo suficientemente alto para que un hombre volando pudiese dar trece vueltas alrededor de él. En la parte de arriba del tronco se colocaba un cuadrado de madera de dos brazadas de ancho y largo (la hoy en día llamada “manzana”) que giraba; en cada esquina llevaba cuerdas lo suficientemente fuertes para soportar el peso de un hombre, pues cuatro eran los danzantes que participaban y simbolizaban los cuatro rumbos del universo o puntos cardinales, más un caporal que dirigía el ritual y connotaba el centro del mundo. El descenso de los danzantes representaba la fertilidad y la caída de la lluvia. Este rito se practicaba en los períodos de dura sequia. Los danzantes iban vestidos con hermosos trajes de plumas de aves, para representar búhos, águilas, guacamayas, y quetzales.

Un mito totonaco nos cuenta que en la época anterior a la llegada de los españoles en el Señorío del Totonacapan se presentó una severa sequía que desoló la región de plantas y dio muerte a innumerables personas. Los sabios abuelos decidieron solucionar el problema y escogieron a hombres jóvenes vírgenes para que fuesen al monte y escogieran el árbol más alto y bello que encontraran, para utilizarlo en un ritual. Los dioses se sentirían complacidos y venerados y enviarían la lluvia tan deseada. Así pues, se decidió que el ritual se iniciara en la parte más alta del tronco a fin de que las deidades pudiesen escuchar los ruegos de los humanos. Los dioses compadecidos ante los fervientes totonacos, se apiadaron de ellos y les enviaron la tan deseada y necesaria lluvia. Ante lo efectivo del rito, se decidió que la ceremonia se llevaría a cabo con regularidad para mantener contentos a los dioses.

Sonia Iglesias y Cabrera