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El papel amate de San Pablito

En la zona cultural que los arqueólogos denominan Mesoamérica, los indígenas emplearon para dar fe de sus registros históricos y culturales, materiales tales como la piedra, la madera, la concha, las pieles de animales y el papel. Es muy probable que el papel fuera  inventado por los olmecas durante el Preclásico Medio,  pueblo de gran cultura nutriente de muchas otras, quienes incluso llegaron a utilizar vestidos hechos con fibra de amate. Con el papel, los pueblos mesoamericanos elaboraron una especie de libros que, actualmente, conocemos con el nombre de códices y lo utilizaron en ceremonias religiosas y rituales de diversa índole.

La tradición del uso del papel indígena no se ha perdido por completo. Hoy en día se emplea en la creación de objetos que conllevan funciones mágico religiosas u ornamentales. Hasta hace poco más de medio siglo, el papel amate se trabajaba en los pueblos de Xalapa y San Gregorio en Hidalgo; en Ixhuatán, Veracruz; y en Ixtoloya y en San Pablito, Puebla. En este último poblado, la tradición continúa con bastante arraigo, como parte imprescindible de las ceremonias de culto religioso y curación que los otomíes denominan “el costumbre”,  frecuentemente efectuadas en santuarios y cuevas donde los brujos levantan ofrendas a los dioses.

En San Pablito, municipio de Pahuatlán, Puebla, al papel lo llaman gömi o puetey, y los árboles de los cuales se extraen las fibras para elaborarlo son el xalamatl grande que da un papel negro morado; el xalamatl bayo, de color blanco amarillento; el moral, que produce papel blanco; el xalamatl limón, igualmente blanco; y el teochichicastle, de tenue color amarillo.

Pasos para la elaboración del papel amate
El proceso se inicia con la recolección de la corteza durante los meses de abril, mayo y junio, en la época de la luna tierna, ya que es el momento en que la fibra, que se encuentra entre la corteza y el tronco, se desprende con mayor facilidad. Recogida la corteza, los hombres la entregan a las mujeres, quienes la remojan en agua corriente, para librarla de la parénquima, tejido celular propio de las plantas, y de las materias colorantes.

Ya limpia la fibra, se arregla en manojos y se golpea con una pala de madera o piedra, a fin de suavizarla, para proceder a hervirla en una olla de barro. Si la fibra es suave, se agregan al agua cenizas de leña; pero si es muy dura, se añade agua de nixtamal. Cuando ya están cocidas las fibras, se dejan enfriar y se lavan. Para mantenerlas húmedas y poderlas trabajar, se colocan en una vasija con agua. Entonces, una mujer toma una tabla de cuarenta centímetros de largo por quince de ancho, extiende sobre ella las fibras y las golpea con un batidor de piedra. Las fibras al macerarse van adquiriendo la forma de una hoja de papel. A continuación, la mujer da vuelta a la tabla e inicia el mismo procedimiento. Ya que la hoja está lista, se lija la superficie para unificar el grosor del pliego, se deja secar al aire libre y se desprende de la tabla.

“El costumbre”
En San Pablito existen dos tipos de brujos: los hechiceros y los curanderos. Todos ellos dirigidos por un brujo mayor que es el jefe supremo. El cargo que ocupan es hereditario, pues ellos aprendieron el oficio de sus padres y, a su vez, transmitirán sus conocimientos a sus hijos desde que son niños. La religión que practican los brujos y el pueblo otomí de San Pablito, es una mezcla de catolicismo y paganismo en la que se adora a los santos al mismo tiempo que al sol, el agua, la tierra, el fuego, el aire y las semillas. Temen y ofrecen ceremonias apaciguadoras a la luna, que tiene el poder de “enfermar” a las mujeres; al arcoíris, que mata a las embarazadas; al diablo y a Motecuhzoma (sic), quien personifica al “diablo del mal aire”.

Para llevar a cabo sus ceremonias, los brujos emplean figuras de amate artísticamente recortadas. Cuando alguien enferma a consecuencia de las malas artes de Motecuhzoma, el curandero elabora una figura de papel negro de este diablo y se la pasa al enfermo por el pecho, la espalda y directamente sobre la zona del cuerpo dañada, para la que enfermedad se aleje.

La figura del Pájaro del Monte, de dos cabezas, representa a un ángel bueno muy diestro y útil para ahuyentar de las casas a los malos espíritus de los diablos. Esta imagen se la debe colocar, preferentemente, en la parte posterior de las puertas para que surta buen efecto. Cuando se efectúa la ceremonia de “bautizar las semillas”, los brujos recortan muñecos en papel blanco y negro, que simbolizan semillas de maíz, garbanzo, cacahuate, chile, diversos animales y personas. Con ellas acuden en peregrinación a una cueva donde son venerados los dioses del fuego, el aire, el trueno y la semilla. A otro día, se “bautizan” las figuras en un río cercano al santuario y el brujo las entrega a las autoridades civiles para que las cuiden y las distribuyan para su siembra cuando sea necesario.

Para dar gracias a la Madre Tierra por haber brindado buenas cosechas, el brujo elabora figuras de semillas que coloca en una mesa junto a las de un hombre y una mujer, representantes de lo masculino y femenino. Estas dos figuras se echan en una olla con cigarros, chocolate y pan, y se le entierra en la milpa.

Las figuras de papel amate también se emplean para resolver conflictos amorosos o para llamar al amor, el cual es representado por medio de un muñeco al que se guarda en casa durante quince días, se le alimenta y se le ofrece una veladora que se mantiene encendida durante dicho lapso. En general, las figuras hechas con papel blanco representan y se utilizan para hacer el bien; en cambio, las de color negro simbolizan todo aquello que implica maldad. Las figuras más utilizadas son las del Hombre Otomí, el Pájaro del Monte, la Mujer, el Hombre, el Vigilante que evita pleitos dentro de las casas, el Centinela que cuida las casas de los malos espíritus, el Espíritu del León que ayuda a los muertos a saciar su sed, y la Cama que proporciona a las personas la seguridad de tener siempre un lugar donde descansar. Todas estas figuras los brujos las elaboran recortándolas a mano, con ayuda de unas tijeras y sin necesidad de emplear ningún tipo de “patrón”, sino con la sola habilidad que les dicta su tradición, experiencia y facultades artísticas.

Sonia Iglesias y Cabrera

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El rebozo en el tiempo

El rebozo, prenda imprescindible de la indumentaria popular campesina e indígena, cuenta con una larga historia que nos remite al lienzo largo que las indígenas mesoamericanas solían utilizar para cubrirse el cuerpo y la cabeza de las inclemencias del sol y del frío. Numerosos cronistas que han dejado testimonio acerca de la cultura de estos pueblos, nos informan acerca de dicha prenda.

Por ejemplo, don Antonio de Ciudad Real, cronista castellano que arribó a México en las postrimerías del siglo XVI, nos dice: El vestido de las indias es una toca larga, blanca, con que cubren la cabeza, la cual les sirve de manto, unas las traen más largas que otras, pero ninguna llega hasta el suelo. Acerca de las mujeres purépecha nos informa: las indias visten como las mexicanas, aunque difieren en algo porque traen una toca pequeña de red sobre la cabeza, y sobre esta toca desde el cuello y hombros hasta abajo, una manta blanca o pintada, que le sirve lo que los mantos a las españolas.

Este tipo de manto tal cual lo describe el cronista, aún se sigue utilizando en algunas comunidades indígenas de Puebla, Chiapas y Oaxaca, lugares en el que se le conoce con el nombre de sabanitas, tapaderas, mamales y paños de sol. Sin embargo, todas estas prendas carecen de rapacejo; es decir, de los flecos finales entretejidos, que es una de las características fundamentales que definen al rebozo como tal, y que, indudablemente, proviene de los flecos de la toca española y de los famosos mantones de Manila.

Para algunos investigadores del arte textil, el rebozo es una derivación de una o dos tiras de las seis que usualmente conforman el tradicional huipil, y que en algún momento dado las indígenas utilizaron como tapado. Esta teoría no se contrapone con la anterior, sino que tan solo nos explica el origen de aquel lienzo citado por los cronistas. Sea cual fuere el origen, lo cierto es que el rebozo de un solo lienzo y rapacejo bellamente trabajado, muy pronto se convirtió en una prenda netamente criolla, en la cual se amalgamaron tradiciones indígenas, españolas y, a no dudarlo, orientales.

Así pues, el rebozo fue el resultado de un sincretismo entre las tocas de algodón indígena elaboradas en telar de cintura, las fibras introducidas por los españoles, como la lana y la seda, y los rapacejos de tradición oriental. La creación del rebozo por parte de las mujeres mestizas e indígenas se debió, en gran medida, a la parca condición económica de estas mujeres que les impedía adquirir mantos de anacoste (lana), tocas de camino con rapacejo o mantos de raso y tafetán, dado el alto costo que sólo podían solventar las mujeres españolas.

Las influencias culturas que recibió el rebozo con el tiempo se fueron ampliando, ya que la comunicación española con Oriente dio lugar a un fuerte comercio del que no fue ajeno México, pues a través de la Nao de China que llegaba cargada de mercancías orientales a Acapulco, para luego distribuirse en las principales ciudades de la Nueva España, llegaron hasta territorio mexicano prendas tales como el sari hindú y el xal persa, que contribuyeron a que el rebozo llegara a ser los que es actualmente. Hacia la segunda mitad del siglo XVI, el rebozo adquirió mayor realce y se convirtió en la prenda por excelencia de mestizas, mulatas y negras, mujeres que pusieron todo su empeño de usarlo y, algunas en elaborar hermosos rebozos.

En el siglo XVII, ya se producían rebozos en Sultepec, en el actual Estado de México, pueblo otomí famoso por sus rebozos azules con listas blancas. De esta época podemos hablar de los rebozos de seda y oro, azules y coaplaxtles (teñidos con Usnea Florida o Subflorida), de tela anteada con flecos de oro, y de rebozos de tela verde con flecos de plata, para no citar sino algunos cuyos precios oscilaban entre 9 y 47 pesos; es decir, no asequibles a todos los bolsillos.

Un siglo después, se hablaba de rebozos finos y superfinos, y de los labrados. Famosos también eran los chapanecos, los petatillos, los salomónicos, los rebozos de la sierra de sandía, de tela de oro, los poblanos, los columbinos, los cuatreados y los de nácar, especialmente bellos. Desgraciadamente, no podemos determinar con exactitud cómo eran cada unos de ellos, aunque sí podemos afirmar que eran empleados por casi todas las mujeres novo hispanas: monjas, mujeres humildes y señoras de alcurnia y de posibilidades económicas, quienes usaban el rebozo para cualquier ocasión y en diversas formas: en el cabeza, terciado, atado alrededor del cuerpo y embozado; o sea, la forma de ponerse el rebozo iba, como ahora, de acuerdo a la imaginación de la dueña. En este siglo XVII se producían rebozos chicos y grandes. Los primeros medían dos varas (una vara equivale a 85.3 centímetros) y media por una de ancho; mientras que los grandes tenían tres varas de largo por una de ancho. La producción de rebozos no era arbitraria, pues estaba regulada por las Ordenanzas del virrey marqués de Branciforte, en cuanto a la mezcla de materiales, la hechura y las medidas. A más, cada rebozo debía llevar un sello que a un lado ostentara las armas de la Ciudad de México, y en su reverso la constancia de su calidad, ya fuese fino a corriente.

El siglo XVIII se destacó porque los rebozos comenzaron a bordarse. Los bordados representaban verdaderas escenas de la vida cotidiana, como es el caso de un rebozo en el cual se bordó una escena del Paseo de la Alameda de la ciudad de México, acompañado de cornucopias llenas de flores y pájaros. Algunos de los bordados de esta época se realizaron en seda de China, o con aquélla que llegaba de la Mixteca teñida con caracol púrpura, grana obtenida de la cochinilla, y otros colorantes naturales.

En el siglo XIX adquirieron fama los rebozos de Sultepec y de Temascaltepec, tejidos en telar de otate y profusamente bordados, que hacían el deleite de las mujeres para quienes el rebozo había llegado a constituir una imprescindible vestimenta en su cotidiano arreglo. Pero el gusto no duró mucho, pues a raíz de la revolución de principios del siglo XX, la producción fue poco a poco disminuyendo a tal grado que tuvieron que importarse del país vecino; es decir, de los Estados Unidos. También se importaron de otros países como fue el caso de los rebozos de seda de rancia o los del Japón, España y Guatemala. Afortunadamente, esta situación cambió gracias al fomento de la manufactura del rebozo que llevó al cabo don Daniel Rubín de la Borbolla, quien impulsó nuevamente, la producción en Santa María del Río, San Luís Potosí y Tenancingo.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Las primeras panaderías. Una tradición milenaria.

La producción de panes a nivel comercial se inició en la Colonia hacia 1525, fecha en que se tiene noticia de la existencia de varias panaderías, sin que sepamos cuáles eran ni en dónde estaban situadas. Con ellas se daba inicio a una importantísima tradición gastronómica mexicana: el pan. En dichas panaderías el peso y el precio de los panes se encontraban estrictamente reglamentados; lo cual no era óbice para que algunos dueños empleasen toda clase de artimañas para reducir el peso y para usar harinas de baja calidad. Las leyes y reglamentos de control los dictaba la Fiel Ejecutoria, aparato de gobierno impuesto por el virrey por órdenes del rey de España, para vigilar que el comercio y la administración se llevasen conforme a la ley en las nuevas tierras. Los españoles eran los propietarios de las panaderías, de los instrumentos de trabajo, del capital, y de la fuerza productiva de los operarios quienes elaboraban el pan empleando sus manos y su ingenio, mismo que con el paso de los siglos se fue enriqueciendo hasta llegar a producir la gran cantidad de panes con que contamos hoy en día.

Los operarios eran indios obligados a trabajar en las panaderías y reos que, por medio de su labor en el amasijo, purgaban parte de su condena. Los prisioneros estaban atados con grilletes y no podían salir de la tahona. Tanto ellos como los indios sufrían del mal trato y de la explotación de sus patrones, quienes, aparte de golpearlos cruelmente, les obligaban a trabajar durante 12 ó 14 horas seguidas. Dentro de la tahona, los panaderos operarios no contaban con una jerarquización del trabajo, pues la tecnología y el aprendizaje necesarios para la producción de los panes no requerían de especialización como sucedería siglos más tarde. Cada panadería contaba con un mayordomo encargado de administrarla, recibir las remesas de harina, controlar la producción, y vigilar y golpear a los operarios.

Los propietarios estaban agrupados en gremios. La función principal del gremio consistía en aglutinar y organizar a los productores y a la producción. Estaba regido por estatutos y leyes; dependía del Cabildo de la Ciudad de México, y era vigilado por la Fiel Ejecutoria. Los panaderos agremiados contribuían económicamente para que se efectuaran las fiestas religiosas, muy costosas por toda la parafernalia que implicaban y en las que se incluían misas, mascaradas y  corridas de toros.

Los primeros tipos de pan que se elaboraron en estas primeras panaderías tenían características netamente hispanas; aun cuando bien es cierto que ya desde los primeros años los indígenas supieron imprimirles sus peculiaridades. Los panes más populares fueron la hogaza, el bonete cortado y una especie de pan largo tipo baguette.
La hogaza era un pan grande y redondo, frecuentemente de más de dos libras (medición antigua en México), hecho de harina mal cernida y conteniendo algo de salvado. Se trataba de un pan muy popular que solía comerse solo o acompañado de alguna carne, frijoles o queso. En cuanto al bonete se le nombraba así por su relación metafórica con la gorra de cuatro picos usada por los eclesiásticos y los seminaristas. Se hacía con harina flor mezclada con harina más gruesa llamada cabezuela, obtenida después de haber cernido la harina. El virote  denominábase así debido a su semejanza con un hierro largo que se colgaba en la argolla que se ponía en el cuello de los esclavos.

Todos estos panes se elaboraban de manera muy simple. La pasta se hacía a mano, amasándola sobre tahonas de madera rectangulares colocadas sobre “burros”; o bien, en toscas mesas fabricadas para tal efecto. Los panes se labraban sobre  las tahonas enharinadas y las piezas se introducían en el horno con largas palas de madera. Los ingredientes que llevaban eran harina, agua, sal, una pizca de azúcar y levadura que se obtenía utilizando parte de la masa del día anterior. Se le llamaba “levadura madre”. Si después de siete u ocho horas se la volvía a incorporar harina y agua y se la dejaba reposar por cuatro o cinco horas más, se obtenía la “levadura de segunda”. Si esta última operación se repetía, se obtenía la “levadura de excelencia”, que debía incorporarse a la masa una o dos horas después de hecha. Por supuesto que los panes comunes se hacían con la primera levadura. Los hornos utilizados en el siglo XVI mantenían reminiscencias grecorromanas: fabricados de ladrillos en forma circular o ligeramente oval, con techo de bóveda. Una puerta anterior servía para cargar el horno con leña y otra, colocada más arriba, recibía el pan para su cochura. El suelo interior del horno estaba hecho de barro aplanado o de mosaicos del mismo material.

Los panes estaban sellados con la llamada “pintadera”, instrumento hecho de fierro o de madera que servía para identificar quien era el dueño de la panadería donde se había elaborado el pan. La costumbre de “pintar” el pan llegó con los españoles, pues en España se usaba este método  a fin de que los panes no se confundiesen unos con otros durante su cocción, ya que era común que varias familias cociesen sus panes en hornos comunales. Los sellos se tallaban con muy diversos motivos, formas y gustos, a veces sólo con las iniciales del patrón de la panadería. Al llegar a México, la costumbre se mantuvo hasta finales del siglo XVIII. El pan solía venderse por peso. Así por ejemplo, un pan de 400 gramos costaba un tomín de oro; es decir, un real. En cambio uno de 230 gramos valía medio tomín.

El virrey, la aristocracia, y las familias pudientes disfrutaban de otro tipo de panes que nunca eran consumidos por el pueblo. Estos panes se elaboraban en las cocinas de palacio por cocineros-panaderos encargados de hacer tortas reales, empanadas, y pastelillos de diferentes pastas e ingredientes. Asimismo, desde principios de virreinato, las monjas que habitaban los nueve conventos que había en este siglo, se encargaban de hacer galletas, pastelillos y dulces, que vendían para ayudarse a sufragar los gastos del convento.

Aparte de venderse los panes populares en locales anexos a las panaderías, también se expedían en las pulperías, tiendas que vendían diferentes mercancías para el abasto, y antecesoras de nuestras actuales misceláneas. Pero también las mujeres indias estaban encargadas de vender los panes en las plazas de la ciudad, como la Plaza Mayor, nuestro actual Zócalo; en el tianguis de Juan Velásquez, localizado en terrenos de lo que sería posteriormente Bellas Artes; y en el mercado de San Hipólito, asentado cerca de la Alameda. Estas mujeres colocaban su mercancía en canastas de gran tamaño, sobre albos manteles bordados por ellas mismas. Si llegaba la hora de las oraciones y no habían vendido todos los panes adquiridos en las panaderías, ellas debían asumir el costo del remanente y tratar de venderlo al otro día como “pan frío”. De ahí nuestra costumbre de comer “pan caliente”, del mismo día; “pan frío”, del segundo día; y “pan refrío” de más de dos días de elaborado, obviamente más barato.

Sonia Iglesias y Cabrera

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El santo Niño Pa de Xochimilco

La adoración que en México se tiene al Niño Jesús ha  sido motivo para que el pueblo haya creado una amplia gama de advocaciones de niños santos, que a su vez son el tema central de una parte muy importante del arte popular que llamamos imaginería; es decir, la capacidad artística que los artesanos poseen para crear imágenes sagradas.
En nuestro país contamos con varios Niños Dios a los que se veneran y se le solicitan favores por considerarlos particularmente milagrosos. De entre ellos destaca el famoso Niño Pa adorado, sobre todo, en Xochimilco,  Distrito Federal.

Cuenta la conseja popular que en el siglo XVI, don Martín Cortés Alvarado, cacique indígena principal de Xochimilco, mandó fundar una capellanía donde se adorasen, entre varios cristos y vírgenes, a un hermoso Niño Jesús. Pasado el tiempo y a la muerte de su original dueño, el santo Niño empezó a dar muestras de sus portentos: caminaba por las milpas que abundaban en ese entonces por la zona, y propiciaba que éstas dieran muy buenas cosechas; además, cuando se les presentaba a los enfermos en sus sueños, éstos sanaban como por arte de magia. Los milagros del Niño fueron motivo para que se le pusiera un nicho especial dentro de las capillas familiares, y el pueblo lo empezase a reverenciar con mucho fervor.

La imagen del Niño fue pasando en herencia de dueño en dueño; hasta que uno de ellos, cuyo nombre ignoramos, decidió donarla a los devotos de Xochimilco, con la condición de que los mayordomos de las cofradías y gremios se encargasen de cuidarla y atenderla. Cada mayordomo debía conservar al Niño Dios en su casa durante un año, adonde acudían los fieles a rendirle culto. Pasado el año, se rifaría el cargo o se le daría a la persona más meritoria para su cuidado.
Así continuó la tradición hasta nuestros días, a pesar de la oposición de un sacerdote llamado José Reyes Camacho, cura de la parroquia de San Bernardino, quien trató de obligar a los xochimilcas a entregar al Niño a su parroquia, por fortuna sin ningún éxito en sus gestiones.

Actualmente, cuando un nuevo mayordomo es elegido para cuidar al Niño Pa, debe mandar oficiar una misa el Día de la Candelaria, todos los fines de semana del año, y, aún entre semana. Asimismo, las familias pueden invitar al Niño Pa a sus casas para que les dé la bendición. El mayordomo lo lleva a diferentes hogares y así se convierte en un niño peregrino. Hemos de decir que el turno para tener al Niño como invitado especial, está dado hasta el año 2050.
El 24 de diciembre, el mayordomo debe llevar al Niño a la iglesia y acostarlo en el nacimiento; para levantarlo el 2 de febrero, cuando lo entrega al nuevo mayordomo. Este día los mayordomos organizan una fiesta en la que el platillo obligado son los tamales que las mujeres xochimilcas preparan para tan renombrado evento. Cuando los tamales están bien cociditos y calientitos, los “posaderos”, como se les llama a los que organizan las posadas en la época de la Navidad, van a la casa del mayordomo saliente, y, en procesión, se dirigen a la iglesia a oír la misa. Se levanta al Niño y se le entrega al nuevo mayordomo en cuya casa vivirá todo el año.

Aparte del día de Navidad y de la Candelaria, al Niño Pa se le festeja todo el año, menos los sábados y los domingos; el 30 de abril, el Día del Niño; el 10 de mayo, Día de la Madre en México; y del 15 al 25 de diciembre, lapso en que se llevan a cabo las Posadas. Las leyendas de Xochimilco cuentan que el Día de Reyes, el Niño Pa juega con sus múltiples juguetes y los mayordomos tienen que recoger el tiradero que deja por el suelo. Por las noches, acostumbra tocar un pequeño arlequín melodiosamente. Tiene la capacidad de sanar a los enfermos o de producirles las muertes cuando ya no tienen remedio. Dicen que sus mejillas empalidecen cuando por alguna razón se pone triste, y que sonríe cuando está contento.
En sus fiestas, los pobladores de Xochimilco –y en general de todo México- le entregan ofrendas y obsequios. La cantidad de trajes y zapatitos que estrena es insospechada por lo abundante, se dice que el Niño posee más de cinco mil ropones. También cuenta en su haber con juguetes, pijamas, cunas, muebles, cobijas, cuadros, joyas, y demás objetos que se guardan en un gran cuarto. A más de ello, el Niño cuenta con una estudiantina y una comparsa de Chinelos.

Se dice que cuando alguna persona tiene un mal comportamiento, el Niño Pa se pone a llorar, y cuando en todo Xochimilco se escucha su llanto, los fieles dicen una plegaria por los pecados cometidos:
Perdónanos, niñito,
Perdona nuestros pecados,
No llores más por nosotros.

El Niño Pa es chiquito, mide alrededor de 51 centímetros de largo y su peso es de 598 gramos. Sus ojos son de vidrio con forma bastante oriental, y tiene pestañas naturales. La imagen lo presenta con el brazo derecho en actitud de bendecir y con el brazo izquierdo extendido con la palma de la mano en pose de otorgamiento. Sus piernas están ligeramente plegadas. En su cabecita lleva tres potencias de fino metal que se desprenden como rayos de luz que esparcieran bondad y salud. El Niño Pa se elaboró con madera de colorín, tzompantli, un árbol leguminoso, en los talleres de San Bernardino de Siena entre los siglo XVI o XVII.

Su nombre es un misterio. Para algunos estudiosos significa “el niño del lugar”, atendiendo al sufijo náhuatl –pa que indica sitio, lugar. Para otros, Niño Pa sería un apócope de Niño Padre o Niño Patrón; y para algunos más se refiere a que cuando el Niño llegó a Xochimilco, los hambrientos indios recién conquistados y medio muertos de inanición, le pedían pan para comer, hecho del cual derivaría su triste nombre de Niño Pa (n).

Cada año, el famoso Niño Pa es trasladado en una gran procesión al Instituto nacional de Antropología para su restauración y mantenimiento, pues debemos recordar que tiene cerca de 434 años de edad, lo que lo convierte, junto con la Virgen de Guadalupe, en uno de los santos venerados más antiguos con que cuenta nuestro país.

Oración al Niño Pa
 
Niño Lindo,
Niño Gallardo,
Niño Amoroso,
a pedirte vengo
como generoso,
que la pena que traigo,
me la vuelvas gozo,
pues tú eres mi Padre
y mi Dios bondadoso.

 Sonia Iglesias y Cabrera

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Nuestro mole. Tradición poblana.

El sabroso mole que saboreamos en tantas fiestas y celebraciones de nuestro país, México, fue inventado en la época colonial, aun cuando sus antecedentes los encontramos entre los nahuas antiguos. Con el sagrado fruto que conocemos con el nombre genérico de chile, los mexicas preparaban una serie de guisados que cumplía dos funciones: por un lado, el chile era la base de la comida cotidiana, las salsitas con o sin carne o con verduras, se comían todos los días. Por otra parte, los guisados preparados con chile se ofrecían a los dioses en muchos de sus rituales festivos, como un alimento cuyo principal ingrediente era de procedencia divina. Tan común fue el mole que incluso había vendedoras en los mercados dedicadas exclusivamente a la venta de guisados con chile. Además, los guisados preparados con chilmolli, su nombre náhuatl, estaban destinados a la mesa de los nobles y poderosos señores, como platillos de excelsa calidad.

En cuanto al mole como alimento destinado a los dioses, sabemos que en el sexto mes Etzalqualiztli, se efectuaban los sacrificios en honor de los diosecillos tlaloques, entre los que se incluía el ayuno sacerdotal de cuatro días, pasados los cuales,  el ayuno se  rompía  y todos comían el potaje de frijoles llamado etzalli, y el chimolli que los familiares de los sacerdotes les traían ex profeso de sus casas. Asimismo, para la fiesta dedicada a Macuilxóchitl, espíritu encarnado de los hombres muertos en batalla, en los altares domésticos se ofrendaba al dios con cajetes conteniendo chilmolli, acompañados por platos repletos de tamales. En las ceremonias consagradas a los muertos aparecían  sabrosos moles preparados por las mejores cocineras, de los cuales existían más de cincuenta variedades.

Hoy en día  comemos mole como parte de nuestra comida diaria, en fiestas especiales como las patronales, las bodas o los cumpleaños y, sobre todo, como parte indispensable del banquete que cada año ofrecemos a las ánimas de nuestros difuntos. Es pues, un platillo tradicional y ceremonial de significación sagrada y religiosa que no puede faltar en  ninguna celebración. Aparece en las festividades de la gran mayoría de los grupos indígenas y mestizos, adoptando diferentes variedades y formas de guisar. Cada grupo le otorga sus características propias, empleando los ingredientes que les brinda su entorno natural. De tal manera que los moles que se hacen son muchos y muy distintos. Sin embargo, encontramos un mole que se acostumbra ofrecer en la gran mayoría de las comunidades. Lo conocemos con el nombre de mole poblano y es de estirpe netamente mestiza.

Acerca de cómo nació el mole poblano existen dos versiones a cual más poética. La primera atribuye a un fraile llamado Pascualillo el haber descubierto la receta de tan legendario platillo. Pascualillo era el cocinero de un convento de la Ciudad de Puebla. Cierto día, debían asistir a comer al convento el Virrey de la Nueva España y obispo de Puebla, Juan de Palafox, acompañado de varios funcionarios y religiosos. Pascualillo se encontraba en su cocina muy nervioso a causa de que el dulce de leche que preparaba se le había echado a perder porque uno de sus ayudantes había dejado caer en el perol un pan de jabón con el que estaba limpiando los azulejos de la cocina. Desesperado y frenético por el accidente, comenzó a arrojar todas las especies y condimentos que encontró en una cazuela de barro donde se cocían varios gordos guajolotes. Como estaba desesperado y era muy piadoso, Pascualillo se hincó y se puso a rezarle a Dios implorando que le prestase ayuda en ese difícil trance, pues no sabía qué les daría de refrigerio a tan importantes visitantes. Pero sucedió que de la cazuela se desprendían exquisitos aromas, y los pavos nadaban en una salsa de rechupete que invitaba a ser, no ya comida sino devorada. Pascualillo y todos sus ayudantes probaron de aquel manjar tan apetitoso, surgido de la mano divina. El platillo era excelente, a todos gustó sobremanera. Sirviéronse los guajolotes tan maravillosamente condimentados al virrey y los prelados de México. Huelga decir que a todos les pareció un manjar de dioses, digno de los paladares más exquisitos. Los invitados mandaron llamar a Pascual para felicitarlo por tan estupenda comida, a cual más le elogiaba fogosamente mientras el cocinero, con la cabeza gacha de humildad, recibía satisfecho los elogios de que era objeto. Por su habilidad para preparar el pavo con mole, Pascual fue declarado el mejor cocinero de la Ciudad de Puebla de los Ángeles, y, poco tiempo después, el Concilio Eclesiástico le beatificó.

Cuando Pascualillo murió, mil querubines y dos arcángeles acudieron a lecho mortal y le obsequiaron flores y cirios. Desde entonces, cuando alguna cocinera se encuentra en grave aprieto no tiene más que  implorar: – ¡San Pascual Bailón, atiza mi fogón!

La segunda versión nos relata la siguiente historia, acaecida también en Puebla de los Ángeles, ciudad fundada por fray Toribio de Benavente en el año de 1531. Las monjas del convento de Santa Rosa, patrona de la ciudad de Lima en el Perú, le estaban muy reconocidas al obispo Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún por haberles construido y regalado un convento. Por tal motivo, decidieron que en la fiesta del onomástico del obispo, le agasajarían con un nuevo y suculento platillo. Sor Andrea, la madre superiora, tomó un guajolote del corral, lo coció y procedió a sazonarlo de muy variadas formas. Después de múltiples experimentos, encontró la receta indicada y guisó varios guajolotes con ella. Sor Andrea, junto con varias monjas hermanas, acudió al palacio del gobernador donde se encontraba el obispo Fernández de Santa Cruz para hacerle entrega de tan sabroso presente. La madre superiora, sor Andrea, llevaba en un platón de plata el guisado caliente y aromático; otra hermana llevaba una charola de madera con variados y humeantes tamales; una tercera monja portaba una jarra de vidrio soplado conteniendo el blanco y espeso pulque. Todos los asistentes se dispusieron a comer tan especial regalo de sor Andrea. Dignatarios y acólitos dieron cuenta de la comida. Todos se deshacían en elogios desmesurados y merecidos ante tal portento gastronómico nunca antes saboreado por paladar alguno. ¡Había nacido el platillo nacional por excelencia de la tradición mexicana!

Sonia Iglesias y Cabrera

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El saká, la bebida sagrada. Tradición maya

El saká ha sido por siglos una bebida sagrada de los mayas, pues recordemos que el hombre fue creado a partir de la masa de maíz molido; con maíz amarillo y blanco los dioses formaron su cuerpo y nueve bebidas que le otorgarían fuerza y vigor. Así, hombre y maíz han formado un todo indivisible desde su aparición en la Tierra.

Para fabricar saká -vocablo que viene de la raíz maya sak que significa maíz-, los mayas utilizan el proceso de nixtamalización, consistente en hervir el maíz en agua de cal, sólo hasta la mitad de su cocimiento, y agregarle la sabrosa miel. Esta bebida tiene como función principal el de ser ofrececida a los dioses del monte, conocidos como los yumil k’axob, “soberanos de los montes boscosos”, durante los procesos de la medición de la milpa, la tumba, la siembra, el deshierbe y la recolección que llevan a cabo los campesinos mayas.

En la ceremonia dedicada a Chaac, Dios de la Lluvia, el saká se coloca en las ofrendas del altar, caanché, dedicadas a la divinidad, para que les conceda a los campesinos una buena cosecha de maíz. Una vez ofrecida la bebida al dios, todos la saborean durante tres días, lapso que dura la ceremonia.

En los rituales que se efectúan de abril a mayo, los mayas les piden a los dioses de los vientos encabezados por Ik, que les ayuden a lograr una buena cosecha. Se preparan alimentos sagrados y aparece el saká y el balché, otra bebida ceremonial que se prepara con corteza del árbol llamado balché, agua virgen y miel, porque el árbol simboliza la vida, la sabiduría y la inmortalidad. El balché, a la vez que purifica, produce estados de conciencia alterados.

En el pueblo maya de Polyuc, Quintana Roo, cuando el campesino realiza el brechado –abrir surcos para sembrar-, reza durante quince minutos al dios Chaac y  le ofrece saká. El mismo ritual se repite cuando la milpa está creciendo y cuando llega el momento de cosechar. Durante tales rituales, se rocía saká en la tierra, junto con tizne y carbón del horno donde se preparan los alimentos ceremoniales. Se debe tener cuidado de no pisar el saká, porque entonces se podría “agarrar el mal viento”.  Las mujeres nunca participan en los rituales  deben quedarse en la cocina, ya que si acuden a la milpa y pisan el saká, Chaac se enojaría, lo cual sería fatal para la cosecha y para las mujeres.

En otro pueblo maya del Municipio de Carrillo Puerto, también en Quintana Roo, para propiciar una buena  siembra los campesinos emplean cinco jicaritas llenas de saká. Mojan una hoja de planta en el líquido y bendicen los cuatro puntos cardinales. En el mes de agosto, cuando es el tiempo de medir el terreno, se hace una ofrenda de saká, que tiene como objetivo alejar a los animales peligrosos y matarlos. En este mismo mes, se lleva a cabo el brechado y se vuelve a ofrendar la sagrada bebida. La tumba se efectúa en octubre, noviembre, diciembre y enero, meses en los cuales se ofrenda el saká, a fin de que los campesinos estén protegidos de las picaduras venenosas, de las cuales las más frecuentes son las mordeduras de víbora. En marzo y abril tiene lugar la quema, cuando se llevan a cabo rezos y se ofrenda la misma bebida. Mayo y junio corresponden a los meses de siembra; se coloca la bebida en un determinado lugar de la milpa; transcurrida una hora se quita y se bebe. Para realizar el chapeo -limpiar la tierra de maleza- se ofrece saká para alejar a las víboras del monte. Llegada la cosecha en septiembre, se reza y se repite muchas veces el nombre del dios Chaac, al tiempo que aparece la bebida sagrada. Para la dobla de octubre y noviembre no se ofrece bebida alguna.

Esta ceremonia del maíz va acompañada de alimentos sagrados, consistentes en tortillas de maíz a las que se agrega saká, elaboradas de trece, diez o nueve capas superpuestas. Cada capa representa una nube. Una tortilla de capas de masa forma el noh-wah. La tortilla de hasta arriba lleva orificios hechos con el dedo que representan los ojos del dios Chaac. En cada hoyito se ponen tres gotitas de saká, que se ofrecen a los dioses de la naturaleza y que simbolizan las lágrimas del Dios de la Lluvia. Los pequeños orificios se tapan con masa de pepita de calabaza, planta cucurbitácea que crece junto al maíz en las milpas, lo cual connota al cielo nublado por su color parduzco. En el centro del noh-wah se dibuja con el dedo en bajorrelieve un crucifijo que se llena de saká y se tapa con masa de pepita.
El saká se emplea con fines rituales en otras celebraciones como la Semana Santa. A esta bebida se la conoce también como el Pozol Sagrado.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Otras Tradiciones

El mal de ojo

Es costumbre extendida y mito, entre la población rural, el considerar que en numerosas ocasiones en que el niño enferma es provocado porque le “han hecho mal de ojo”.

Esto significa que el niño no tiene ninguna enfermedad orgánica, sino que sus problemas (llanto, pérdida de apetito, vomitos, decaimiento, etc), se deben exclusivamente a que alguna persona ha ejercido sobre este pequeño personaje su influencia mágica y maligna, de tal modo que el bebé o chico mayor comienza a alterarse y presentar una sintomatología rara, que en algunas ocasiones y según creencia, puede llegar hasta ocasionarle la muerte.

Hay remedio para acabar con la influencia de este maléfico poder, y por ello se ponen manos a la obra, aquellas mujeres que saben “cortar el mal de ojo”, porque tienen “gracia” (han nacido en Viernes Santo) o porque lo han aprendido de los mayores, los cuáles le transmiten los textos que hay que rezar y los mecanismos a hacer para dejar al niño libre de esos influjos.

 

Para evitar estos problemas se le colocan a los niños, prendidos a la ropa, o en el cochecito o cuna, un lazo rojo o bien una cruz de Caravaca o diversos tipos de escapularios

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Mitos infantiles Tradiciones

La mujer lactante

La mujer lactante y las serpientes

Dicen que cuando una mujer está amamantando al pecho a un lactante, las serpientes o culebras, reptiles habituales en las rastrojeras y masas arbóreas de estas tierras, pueden llegar a succionar el pezón del seno de la madre, porque les atrae.