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Un amor muy acuoso

El pueblo de Bolonchén se encuentra en el estado de Campeche; su nombre significa en lengua maya Nueve Pozos. Cerca de este poblado se sitúan las famosas Cuevas de Xtacunbilxunan. De Bolonchén surgió una leyenda de amor que a continuación relatamos.

A raíz de la llegada de los españoles a tierras mayas, muchas ciudades desaparecieron devastadas por los conquistadores. Ante tal hecho, los habitantes de dichas ciudades decidieron fundar el poblado de Bolonchén, llamada en aquel entonces Bolonchenticul.

Sucedió que en cierta ocasión la ciudad sufrió una fuerte sequía, y por más que sus pobladores oraron y dieron ofrendas al dios del agua Chaac, la deidad no los escuchó y la sequía continuó. En esas estaban cuando el cacique guerrero de la aldea se enamoró de una hermosa muchacha, cuya madre no estaba de acuerdo con esa relación, por lo cual decidió esconder a su hija.La escalera que lleva a los Pozos del Amor

Cuando el jefe enamorado dejó de ver a su amada, se deprimió enormemente y ya no gobernaba como era debido. Le rogó a Chaac para que le ayudara a encontrarla; y ya completamente desesperado, envió a los guerreros a buscarla por todos lados. Ya llevaban varios días buscando a la joven, cuando uno de los guerreros escuchó un llanto que venía de lo profundo de una gruta. Enterado, el jefe ordenó que se construyera una escalera grande con madera y reatas para bajar hasta el fondo de la gruta. Construida la escalera, el jefe guerrero descendió hasta donde se encontraba su amada, a la cual abrazó tiernamente. Ambos lloraban de alegría por haberse podido reunir nuevamente, a pesar de la oposición materna.

De repente, el guerrero se dio cuenta de que en la gruta había siete estanques plenos de agua cristalina. Loco de felicidad por el hallazgo, en seguida les puso nombre a los estanques, que se llamaron: Chac Ha, Pucuel, Sallab, Akab Ha, Chokoj, Oci Ha y Chimais Ha. Eran un regalo del dios Chaac, pues con los manantiales encontrados el pueblo de Bolonchén ya no carecía de agua para poder sembrar como es debido sin temor de perder los cultivos, y de que sus habitantes pudiesen beber toda el agua que desearan.

Gracias al gran amor del jefe guerrero, el agua ya nunca escasearía en Bolonchén. Desde entonces al lugar se le conoce con el nombre de Los Pozos del Amor.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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El Mar se enamora

Campeche, ciudad capital de uno de los estados del sureste de la República Mexicana fue fundada en 1531 por el adelantado Francisco de Montejo, a la cual designó con el nombre de Villa de Salamanca de Campeche. Para algunos estudiosos su nombre significa en lengua maya “serpiente” y “garrapata”; para otros, deriva de las palabras kin, sol y pech, garrapata, más el prefijo locativo ah, lo que daría lugar a que Campeche significara “lugar del señor sol garrapata.”

Sea como fuere, de Campeche ha llegado hasta nuestros días una leyenda muy bonita. En ella se nos cuenta que hace ya mucho tiempo en la ciudad mencionada vivía una mujer sumamente hermosa, a quienes todos admiraban por su donaire.

A esta bella muchacha le gustaba mucho caminar por la costa para disfrutar la brisa del mar y la belleza de las altas olas. Asimismo, disfrutaba viendo los enormes buques que llegaban al puerto procedentes de todos los países del mundo. Al verlos era como transportarse a remotas regiones que imaginaba de una gran belleza.

El bello malecón de Campeche

Era tal la hermosura de esta joven que incluso el Mar estaba enamorado de ella. Siempre esperaba con impaciencia que apareciera por la costa para admirarla y poderla besar con el agua de las olas que lamían las blancas arenas y mojaban sus pies. Al Mar le gustaban las sonrisas de felicidad que asomaban a la cara de la mujer cada vez que contemplaba el mar y sentía el agua de mar.  Por las tardes, el Mar se pintaba de color dorado con los ponientes rayos del sol y disfrutaba con la felicidad que esto producía en la chica.

Cierto día en que la joven estaba dando su acostumbrado paseo por la playa, se encontró con un marinero de quien se enamoró al instante. Por su parte, el marinero al verla también quedó inmediatamente prendado de ella.

Al darse cuenta el Mar del gran amor que había nacido en la pareja, se puso furioso de celos. El Mar sentía que la joven ya no le prestaba la atención que antaño le daba, Ya no disfrutaba con la brisa ni con las olas, pues nada más tenía ojos para su adorado marinero.

Pero llegó el día en que el marino tuvo que zarpar del puerto con su tripulación. Se lo anunció a su amada, y ambos se juraron amor eterno entre beso y beso. Ella juró esperarlo y él juró volver. Se dieron un prolongado beso de despedida y se separaron.

El Mar que veía la escena estaba iracundo y verde de celos, Su ira no tenía límites, y en su terrible enojo provocó una tormenta como nunca se había visto por esos lares. Las olas eran tan enormes y la lluvia tan abundante que terminaron por volcar la nave en donde iba el marinero enamorado, quien murió ahogado.

La mujer desesperada al ver que su amado no volvía, acudía mañana y tarde a la orilla de la playa con la esperanza de ver llegar al buque donde vendría el sujeto de sus amores. Todos los días acudía. A veces se sentaba en el malecón y se ponía a ver el horizonte inútilmente, pues el amado nunca llegó. En cambio, el mar estaba exultante, bello como nunca, con magníficas olas y bellísimos colores, pues ahora podía ver a su amada todo el tiempo que quisiera y besarle los pies con sus frescas y dulces aguas.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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«Santo Cristo de San Román, nadie puede herirte»

La Villa de Campeche, actual San Francisco de Campeche, capital del estado del mismo nombre, ubicada a orillas del Golfo de México y cuyo nombre original fuera Kaan Peech que significa en lengua maya “lugar de serpientes y garrapatas, por su cercanía con el mar se convirtió en uno de los puertos más importantes del virreinato, así como por su tráfico comercial hacia España. Razón por la cual fue continuamente acosada por piratas, tales como Jean Lafitte, Francis Drake, Laurens de Graaf, Henry Morgan y otros más. Es por ello que se convirtió de una ciudad fortificada, pues debía defenderse de los continuos ataques de los malhechores piratas.

Según nos cuenta la leyenda, en la ciudad de Campeche nació un famoso pirata conocido con el nombre de Román, quien pertenecía a la banda de Laurens de Graaf, popularmente conocido con el nombre de Lorencillo. Román había nacido dentro de una familia ilustre y rica a la cual había abandonado para seguir sus malos instintos y volverse pirata, por cierto, muy sanguinario y feroz.

Un cierto día, después de haber participado en el asalto a un barco en alta mar, sintió una repentina nostalgia por su ciudad de Campeche, y como la banda de piratas se encontraba en temporada de descanso, decidió darse una vuelta por sus lares. Emprendió el viaje y llegó a su ciudad natal. Al arribar se acordó de la imagen del Cristo Negro de San Román, que se encontraba en el templo de la ciudad y decidió hacerle una visita, no tanto piadosa como interesada.

Por la noche se introdujo, silenciosamente, en la iglesia para quitarle al Cristo todas las joyas que pendían de su ropa. Román se subió al altar cuchillo en mano, pero cuando se encontraba cerca de la imagen, el ladrón observó la cara compungida del Cristo y sintió vergüenza de su acción. Quiso bajarse del altar y huir; cuando iba huyendo a la carrera el cuchillo se le cayó de la mano y el ruido que produjo despertó a los frailes que dormían en el convento de la iglesia. El pirata levantó del suelo su arma y salió del templo por un cercano callejón que le conduciría al mar para poderse embarcar.El Cristo Negro de San Román.

Pasaron algunos años, y Román convertido en un hombre rico gracias a sus fechorías, arrepentido de su deplorable comportamiento de pirata, decidió regresar a su natal Campeche. Al llegar lo primero que hizo fue dirigirse al Templo de San Román por el mismo callejón por el cual había huido años atrás. Ante el altar del Cristo, el ex pirata le ofreció todas sus joyas mal habidas. Y como suprema prueba de su arrepentimiento, colocó a los pies de la imagen el cuchillo con el que anteriormente quería destruirle. El puñal había sido modificado y estaba cubierto de oro de la mejor calidad; además, ostentaba una inscripción que decía: “Santo Cristo de San Román, nadie puede herirte.” Así fue como Román terminó siendo un hombre respetable y personado por Jesús.

Sonia Iglesias y Cabrera

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La triste historia de doña Inés

Una leyenda de Campeche relata que en el año de 1709 vivía en la Villa de San Francisco don Jorge de Saldaña, un noble español que había llegado, desde hacía varios años a la Nueva España. Su casona estaba situada en la calle de Independencia –como se la denomina hoy en día-, justamente en el número trece. Don Jorge vivía acompañado de su hija Inés, una hermosa jovencita de grandes ojos y larga cabellera negra. La hija de don Jorge casi nunca salía a la calle, como no fuera todos los viernes cuando acudía al Santuario del Cristo de San Román a oír misa, o los domingos que iba a la Iglesia de Jesús con el mismo propósito. A tales menesteres acudía acompañada de su dueña, una anciana mujer que la había cuidado y consentido desde su infancia, pues doña Inés de Saldaña había perdido a su madre durante su nacimiento.

Como don Jorge sospechaba que su hija mantenía relaciones amorosas con un joven llamado Arturo de Sandoval, evitaba que la hija saliese a la calle e hiciese vida social. Arturo de Sandoval era hijo de un encomendero muy rico, o al menos tal afirmaba.

Un día las sospechas de don Jorge se vieron confirmadas y se enteró que doña Inés no solamente llevaba relaciones con Sandoval, sino que le recibía en sus habitaciones a altas horas de la noche. En una ocasión cuando el hijo del encomendero se encontraba subiendo por una escalera de cuerda para llegar al balcón de la recámara de su amada, don Jorge abrió sorpresivamente las puertas de la recámara y se introdujo con la espada desenvainada. Inmediatamente se dirigió hacia Arturo al tiempo que gritaba: -¡Infeliz gamberro! Voy a matarte como a un perro! Inés, espantada, trataba de detener al padre, y le decía: -¡Espera, padre, espera! ¡No mates a Arturo, pues me ha pedido que sea su esposa! ¡Tiene buenas intenciones, y ha venido a pedirme matrimonio!

El nefasto pirata Barbillas

Pero don Jorge estaba enfurecido y le contestó a su hija: -¡Jamás te dejaré casar con este bandido que incendió el pueblo de Lerma, que secuestró a don Fernando Meneses Bravo de Saravia, gobernador de la provincia, que es el azote del Golfo, y que en realidad es el sanguinario pirata llamado Barbillas! ¡Óyelo bien, jamás permitiré que te cases con este filibustero y deshonres el escudo de los Saldaña!

Al escuchar las palabras de su padre, doña Inés cayó desmayada. Mientras que Barbillas retaba verbalmente a don Jorge y lo incitaba a pelear espada en mano. Después de una encarnizada lucha, el cruel pirata mató al ofendido padre de una tremenda herida en la garganta. El grito que lanzó don Jorge al morir, hizo despertar a doña Inés, quien al verlo muerto le pidió perdón desde lo más profundo de su alma. Pero lo vivido por Inés había sido demasiado fuerte… momentos después la pobre joven se volvió completamente loca.

Barbillas al ver a su amada con la razón perdida, se secó dos lágrimas que corrían por sus mejillas, bajó por la escalerilla de cuerda, se embozó en su negra capa, y tomó rumbo hacia la playa de Guadalupe a buscar otras aventuras como si no hubiese pasado nada.

Don Jorge de Saldaña fue enterrado en el cementerio de la Iglesia de Jesús, y doña Inés conducida a un manicomio de la Ciudad de Mérida, donde encontró la muerte tres meses después sin haber podido salir de sus delirios de locura.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

 

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La Gruta

Bolochén está situado en el estado de Campeche, a ciento veinte kilómetros de la capital, y pertenece al Municipio de Hopelchén. En el pasado fue una importante ciudad maya, que forjó su propia tradición oral, de la cual ha llegado hasta nosotros una bella leyenda que a continuación referimos.

Bolochén se pobló alrededor de nueve pozos, como su nombre lo indica. Pero era un pueblo que frecuentemente se veía aquejado por fuertes sequías, a pesar de los rezos y ceremonias que le dedicaban al dios Chac de la lluvia y el agua.

En cierta ocasión, un jefe guerrero que se destacaba por su valentía y su inteligencia, se enamoró de una bella y noble muchacha, la cual le correspondió inmediatamente. Pero la madre de la joven no está de acuerdo con aquellos amoríos, ya que estaba segura de que la perdería para siempre si se iba con ese hombre del cual desconfiaba. Tan asustada estaba la mujer que decidió esconder a su hija en un sitio muy difícil de encontrar.

La Gruta de Bolonchén

Al no verla más, el jefe guerrero sintió que moriría si la perdía. La cabeza se le atolondró y se olvidó de gobernar a su pueblo como era debido. Rezó con mucho fervor a sus dioses, sobre todo a Chac, deidad del agua, y puso a muchos de sus guerreros a buscarla, pues se encontraba desesperado. Uno de ellos, escuchó un sollozo cuando pasaba por una gruta. Al saberlo, el jefe decidió entrar en ella, y lo que se encontró fue con enormes bordes de cristal al fondo de la gruta. Con ayuda de sus subordinados, construyó una gran escalera con madera y lianas, descendió por ella, y en la parte baja se encontró con su amada que lloraba cual magdalena. La rescató, y ambos se sintieron muy dichosos de volverse a ver.

El jefe descubrió que dentro de la gruta había siete estanques rocosos a los que llamó: Chimaisha, Ociha, Chocoha, Akabha, Sallab, Pucuelha, y Chacha. Todos ellos plenos de azul agua cristalina.

A raíz del descubrimiento de los estanques, Bolochén ya nunca más volvió a padecer de la terribles sequias, pues ya contaba con los estanque que el jefe guerrero había descubierto al buscar a su amada. Ante este hecho, a la madre de la chica no le quedó más remedio que aceptar los amores de los jóvenes, pues se dio cuenta que se trataba de un fuerte amor que no acabaría ni con la muerte.

Sonia Iglesias y Cabrera

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El pirata y la enamorada

Cuenta la tradición oral del estado de Campeche que hace muchos años, en la época colonial de México, vivía en tierras campechanas un señor que era muy rico, tenía una hija que vivía con él, la cual destacaba por su belleza y donaire. Por ser tan bella, el padre la cuidaba en demasía de los pretendientes inoportunos.

el pirata y la enamorada

Este rico hombre odiaba a los piratas, pues en una ocasión que andaba navegando con su esposa, uno de ellos le dio muerte a la mujer que tan querida era de don Sebastián. Sin embargo, a pesar de las guardas que el padre le ponía a la bella hija, ésta se enamoró de un hombre. Como era una buena chica, le confesó su amor a su progenitor, asegurándole que se trataba de un joven de buena familia que vivía en Cuba. Muy enojado, don Sebastián le prohibió a la joven que volviera a ver a ese descarado hombre.

Un mal día, el padre descubrió que la hija recibía a su enamorado en su propia recámara. Al verlos, el padre perdió completamente los estribos y sacó su espada para matar al atrevido pretendiente. Éste hizo lo propio, y los dos hombres emprendieron una lucha a muerte. En un descuido don Sebastián cayó completamente muerto con la espada clavada en el corazón. Nunca se enteró que el enamorado era nada menos que un pirata muy conocido que respondía al nombre de Barbilla. La muchacha, al ver a su padre muerto, cogió la espada de su padre y con ella dio muerte al pirata asesino.

Terriblemente afectada, la joven donó toda la fortuna de su padre a los pobres y se metió de monja a un convento.

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El Caballero Galante

En el barrio de San Román de la ciudad de Campeche, se cuenta una terrible leyenda que se ha transmitido a través de los tiempos. Cerca de la ciudad existe un lugar conocido como la Cueva del Toro, situado en pleno campo. En ella vive un horrendo animal que tiene la forma de un toro. Desde afuera de la cueva se pueden escuchar los terribles bramidos que suelta cuando se encuentra enojado y quiere conocer mujer.

El caballero galante

En cierta ocasión Margarita García, alias La Chula, fue a visitar a una amiga suya que vivía cerca de la ciudad de Campeche en un pequeño pueblo. La distancia entre la casa de su amiga Sebastiana y la de Margarita no era mucha, se recorría fácilmente en quince minutos, pero había que agarrar campo y pasar por la temible Cueva del Toro. Margarita llegó a la casa de Sebastiana a las cinco de la tarde. Las horas se les fueron volando a las muchachas contándose sabrosos chismes y riendo a cada momento de las ocurrencias de Margarita que era dada a los chistes y a las bromas. Tan divertidas estaban que no se dieron cuenta de que el reloj marcaba el cuarto para las doce de la noche. Apurada, Margarita se despidió de su amiga y tomó camino para su hogar.

A la mitad del trayecto pasó frente a la Cueva del Toro y vio cerca de ella a un joven muy hermoso que se encontraba sentado sobre una piedra. Habían sonado las doce de la noche. Al verlo la joven no sintió miedo, pues el hombre parecía todo un galante caballero. Al llegar Margarita a la altura donde se encontraba el hombre, éste se levantó y le dijo: -¡Exquisita y bella dama, permítame acompañarla en este oscuro camino! Margarita le vio y muy imprudentemente aceptó la invitación. De pronto, el caballero la tomó en sus poderosos brazos y a la fuerza la metió en la cueva. En ese momento la chica recordó que de la Cueva del Toro salía dicho animal que poseía la capacidad de convertirse en un bello galán. Pero era demasiado tarde. El Toro-caballero se la había raptado y llevado hasta lo más profundo de la cueva, en donde la poseyó sin miramientos.

Los padres de Margarita al ver que no llegaba a la casa acudieron a la de Sebastiana, pero antes de llegar a ella vieron en la entrada de la Cueva el listón de seda que acostumbraba ponerse en el pelo. Entonces comprendieron. Habían llegado demasiado tarde y el Toro se había llevado para siempre a la chica, pues era sabido que las jóvenes que desaparecían nunca volvían a encontrarse.

Los habitantes del barrio de Campeche acudieron a auxiliar a los padres de la desdichada Margarita, trataron de entrar a la Cueva del Toro, pero nada consiguieron, por lo que el terrible monstruo sigue haciendo de las suyas cada vez que puede.

Sonia Iglesias y Cabrera

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La Niña y el Perro

Había una vez una niña que vivía con sus padres en el pueblo de Hool en el Municipio de Champotón  del estado de Campeche. El poblado era pequeño, pues contaba tan solo con novecientos noventa y ocho habitantes. El padre de la niña fungía como el jefe del pueblo, debido a su trabajo solía viajar mucho acompañado por su esposa. Cuando partían de viaje, dejaban a la pequeña al cuidado de los sirvientes, razón por la cual ella se sentía muy sola y abandonada. Un día la muchachita se armó de valor y les comunicó a sus progenitores que vivía muy sola a causa de sus constantes viajes. A fin de remediar la situación, sus padres decidieron comprarle un perro. 

La niña y el perro

Así lo hicieron, y desde un principio perro y niña se convirtieron en los mejores amigos del mundo. El perro cuidaba y vigilaba a la jovencita con amor y lealtad, y la niña le quería tanto que permitía que durmiese con ella en su amplio lecho. Por las noches, el amoroso perro le lamía las manos con devoción.

Una noche, fría y lluviosa, los padres se ausentaron para acudir a un evento importante del pueblo, pues se celebraba la fiesta del santo patrón; así que dejaron a la niña sola con el perro. Por la noche, y ya en la cama, sintió la lengua del can que le lamía la mano, como era ya costumbre. Al sentirlo, la niña se durmió tranquila, pues sintióse acompañada.

Al día siguiente, cuando la infanta se despertó vio que a su lado yacía el cuerpo del perro cubierto de sangre y completamente frío. Al mirar hacia el espejo de su cuarto, descubrió que sobre él había un letrero pintado con letras rojas que rezaba: “No sólo los perros lamen”… Ante esta inscripción, la niña se dio cuenta que algún ser del más allá, o el mismísimo demonio, había dado muerte a su perro y le había lamido la mano en lugar de si querido amigo. En ese momento la pequeña perdió la razón y se volvió completamente loca. Sus padres, asustados y resignados, tuvieron que encerrarla en un manicomio de por vida.

Sonia Iglesias y Cabrera

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El espectro de la puerta de Tierra

    -Déme otro atolito, mamá Rita, pero bien caliente; ¿usted quiere otro compa?.
    -Si compadre; y póngale bastante canelita, mamita, que así me gusta más.

    Este diálogo tenía lugar frente a la Puerta de Tierra, bajo el portal que existe en esa barriada. Mamá Rita era una viejecirta que, durante años, había vendido atole, tamales y demás antojitos a los parroquianos que frecuentaban el sitio, centro del movimiento comercial de la ciudad, que constituía una de las entradas y salidas hacia el interior. El portal estaba acondicionado como mesón rústico, y sus mesas casi siempre las ocupaban viajeros, negociantes y personas que disfrutaban contemplando la actividad que allí se desplegaba.

    A la hora en que conversaban los actores de esta historia, alrededor de la media noche, escasos clientes había en el mesón y ya no se veían transeúntes en la calle. El vigilante cabeceaba sentado sobre un madero adosado al portalón, y a la luz vacilante de los mecheros se adivinaba el perfil de la muralla. Los trasnochadores de marras, estimulados con el calor del atole e incitados por la soledad reinante, derivaron en su plática  al las consejas de ultratumba
    ¿Ya estará por llegar el volán de Hampolol?
    -¿Por qué pregunta, compadre?
    -Le diré compa. Es que me acuerdo de que, cuando yo hacía viajes por esos pueblos, una vez me pasó algo que, nada más de pensarlo, me pone la carne de gallina
    -A ver, a ver, compadre, cuénteme, cuénteme.
    -Pues si, compa, de esto ya hace algunos años. Más o menos como ahora, venía yo de Bolonchenticul por el camino que usted seguramente conoce, con más piedras que el pellejo de un atacado de viruelas. Por suerte no era época de lluvias, porque de haber sido así no estaría yo contándoselo.
    –¡Siga, siga, compadre, que se pone interesante!
    -Pues, como le decía, venía por el bendito camino, cuando de repente veo adelante, como a unas cincuenta varas, una lucecita. Aunque yo no soy miedoso, como usted sabe, compa, me preparé por si se trataba de un salteador. Pero, mientras me acercaba, empecé a sentir que me temblaban las piernas. Yo no soy supersticioso, compa; pero como uno oye tantas cosas, pues pensé, a lo mejor es un espanto; porque dicen que así se tiembla cuando se aparece un alma. De todas maneras armándome de valor seguí por el mismo camino, pues no había otro, hasta que llegué a la lucecita. Y no lo va usted a creer, compa; había un hombre todo vestido de negro, acurrucado junto a la lucecita, al que yo no podía distinguir desde lejos; y, al querer bajarme para ver en que podía ayudarlo, él alzó la vista y………
    -¿Qué pasa, compadre? ¿Se te olvidó el cuento?
    Antes de contestar, el compadre se tomó el resto de su atole ya frío, y dijo:
    -¡Otro atolito, mamá Rita, para que yo me calme!
    Pero la vendedora ya se había retirado a descansar de modo que el compadre tuvo que prescindir del paliativo del atole, y prosiguió:
    -¡Qué va compadre! ¡Si eso no se puede olvidar! ¡Y aquí viene lo mejor! Alzó la cabeza para mirarme, y haga usted de cuenta, compa, las brasas de un fogón, así eran sus ojos, que echaban chispas. Enseguida comprendí; ¡Era el demonio, compa! Los caballos se pusieron a relinchar y yo, muerto de susto, no me podía mover! Solamente pude decir: ¡Jesucristo! ¡Y vi cómo el Malo retrocedió tapándose la cara, como si alguien lo estuviese golpeando! Entonces, reaccionando, azucé a las bestias, que emprendieron una loca carrera. Pero felizmente, llegamos al próximo poblado sin novedad. Y ése es el cuento, compa; por eso preguntaba yo si habrá entrado el volán de Uayamón, no sea que al carretero le paso lo que a mí en Bolonchenticul.
    -Pues, mire, compadre, ahora yo le voy a contar lo que mi me sucedió. Y conste que es la primera vez que lo voy a decir.
    Entretanto, los conversadores se habían quedado solos en el mesón del portal, y en la calle desierta únicamente se veían las sombras de la muralla alargándose sobre el suelo al resplandor de los hachones colgados de la Puerta de Tierra.
    -Ahí le va el cuento, compadre. Como usted sabe, mi mamacita, que en paz repose, murió hace ya varios años. Y usted sabe también que Dios no nos mandó hijos; así que en la casa de usted no vivimos más que mi mujer y un servidor. Una noche, faltando poco para el cabo de año de la difunta, fui despertado por alguien que me llamaba. Sacudí a Eduviges, que estaba profundamente dormida, para preguntarle si ella me llamó; pero su respuesta, con perdón de la palabra, fue un insulto, que no quiero repetir, y siguió durmiendo. Cuando ya volvía yo a mi sueño, oí de nuevo que me llamaban. Me senté en la hamaca sorprendido, y miré hacia el rincón de donde salía la voz. ¡Y le juro por Dios, compadre, que allí estaba mi madre! Ya se imaginará usted que me quedé más mudo que una pared titiritando como un perro empapado. Se dirigió el fantasma a donde yo me encontraba, y me dijo: Hijo, siento asustarte, pero no te voy a causar daño, únicamente deseo que no olvides ofrecerme tres misas por mi cabo de año, aunque a tu mujer no le agrade. Y te prometo que ya no me volverás a ver. Y se esfumó. Al día siguiente puse a Eduviges al corriente de lo ocurrido, pero se rió y me dijo cuatro frescas. Y no se celebraron las misas que pidió mi mamacita.
    -¿Y que pasó después, compa?
    El compadre hablaba tenuemente, y de reojo observaba la calle quieta y obscura.
    -Pues esto fue lo que pasó. Que una noche Eduviges me despertó con gritos y, señalando al rincón, tartamudeaba: ¡Allí, allí! Y, efectivamente, era otra vez la difunta.

    Dominándome, le pregunté qué quería y ella me recordó que no me había ocupado de sus misas. Y regresó al otro mundo. Como pude, tranquilicé a Eduviges, que cayó presa de un acceso nervioso, y, luego de una semana de fiebre y convalecencia, fue ella quien me rogó que la llevara a la iglesia para solicitar las misas en sufragio del alma de mi mamacita. Y nunca más he vuelto a verla en el rincón de la casa.
    Por un instante los dos compadres callaron, pensativos. Y no era que temiesen a lo desconocido;  pero no intentaban levantarse de sus sillas. Con aprensión atisbaban hacia la calle que conducía a la Puerta de Mar, oscura como una boca de lobo. De pronto, los alertó un ruido que provenía del lado oriental de la calle de la muralla.

    Leyendas mexicanas - Dibujo de la leyenda El Espectro de la Puerta de la TierraPusieron atención y oyeron pasos: alguien se acercaba. Y no se equivocaban. Súbitamente surgió ante ellos una figura cadavérica que portaba un féretro sobre sus hombros. Sin percatarse de los trasnochadores, el macabro personaje desfiló frente a ellos, que no salían de su asombro. El enviado del inframundo se deslizó junto al guardia que dormía plácidamente y se perdió rumbo al castillo de San Juan.
    -¡Vámonos, compadre, antes de que regrese!

    Pero el compadre yacía en el suelo casi desmayado. El compa sacó arrastrado a su amigo de debajo de la mesa y, venciendo su terror, corrieron como venados perseguidos por un cazador.

    Una media hora más tarde volvió a pasar por la Puerta de Tierra, ahora de occidente a oriente, el cadáver con su féretro a cuestas. Pero no era ningún fantasma. Simplemente se trataba de Chang, un chino carpintero que había llevado un ataúd de regalo a un compatriota suyo –porque, como sin duda estará informado el lector, los chinos tienen en gran estima un regalo de esa naturaleza-; pero, por supuesto, el conterráneo dormía a tales horas a pierna suelta, y por esa razón Chang se vio obligado a retornar a su carpintería con el fúnebre obsequio.

    Pero los compadres ya no visitaron más la Puerta de Tierra, porque no deseaban revivir la experiencia de encontrarse con el espectro que, según ellos, rondaba noche a noche por las calles de la muralla.

    Fuente: Libro LEYENDAS APOCRIFAS
    Folklore Campechano
    Autor: Guillermo González Galera
    Editado por el Depto. de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma del Sudeste
    Septiembre de 1977

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El tesoro del pirata

Leyenda mexicana de Campeche

    Una noche del mes de Abril del año de gracia de 1592, desembarcó en las playas de Campeche un grupo de personajes misteriosos. La maniobra ocurría en la zona de los manglares, que ahora se hallan a un paso de la ciudad, pero que, en aquel entonces, estaban a considerable distancia del pequeño puerto y se perdían en la espesura tropical característica de la región.

    La del desembarco era tierra de nadie, y la selva que allí crecía propicia para disimular diligencias de forajidos. De más está anotar que el silencio reinaba en el lugar y que, a excepción de las figuras que se agitaban en la playa, ningún otro ser humano podía localizarse a esas horas en las cercanías, ya que aquellos andurriales permanecían desiertos incluso de día. El grupo llegado del mar en la negrura de la noche lo componían cuatro sujetos; y, quien hubiera sido testigo de lo que acontecía, habría observado que dos de los personajes, por su atuendo y sus gestos, no eran sino filibusteros, y los dos restantes, prisioneros que los bandidos habían adquirido en alguno de sus abordajes oceánicos.

    Habiendo amarrado el bote en que desembarcaron, los cautivos, en acatamiento a las órdenes de los piratas que, sable en mano, dictaban peretorias disciplinas, pusiéronse en marcha hacia el interior cargando sobre sus hombros dos enormes cofres que, a juzgar por el lento paso de los porteadores, habían sido llenados a toda su capacidad de peso de varias decenas de kilos. La caravana se internó en la jungla y a poco arribó a las faldas del cerro en donde posteriormente fue construído el castillo de San José el Alto, subió por una vereda y desviándose en la cima se dirigió a un emplazamiento en que, traspuesto en seto de arbustos, apareció la boca de una caverna. Los piratas, que, por la seguridad con que se movían en medio de la obscuridad en esos parajes, indudablemente estaban familiarizados con la geografía del sector, mandaron a los cargadores penetrar en la gruta; y, caminando durante varios minutos por los pasillos de la misma y alcanzando un punto alejado de la entrada, ordenaron detener la marcha y depositar la carga en tierra.

    El lector habrá comprendido ya que los cofres contenían oro y joyas en gruesas cantidades, producto de las depredaciones de los asaltantes, y que, siguiendo una tradición practicada en la hermandad, los ladrones del cuento habían llevado al sitio mencionado su botín para enterrarlo allí y agregarlo al caudal que periódicamente habían ido depositando en el refugio. Con los picos y palas que transportaron, los prisioneros, cumpliendo las indicaciones de sus captores, se dedicaron a cavar apresuradamente en el piso; y al cabo de una hora habían abierto ya una oquedad suficientemente amplia para recibir el precioso cargamento.

    Mientras los cavadores transpiraban copiosamente después de terminada su ruda tarea, el que se conducía como jefe, examinando la hondonada abierta, exclamó satisfecho: -Habéis hecho un buen trabajo por lo cual os felicito. Estoy contento de vosotros y, para demostraros mi reconocimiento, os permitiré que descanséis para ahuyentar todas las fatigas que os hemos obligado a pasar.

    Y, esto diciendo, lanzó una sonora carcajada que retumbó diabólicamente en la cueva. Los desgraciados presos se dieron cuenta de la sorna con que hablaba el desalmado solamente cuando vieron que se apoderaba de las pistolas que llevaba en bandolera sobre el pecho, y un rayo de luz iluminó sus embotadas conciencias: ¡estaban condenados a muerte!

    Luego de asesinar a sangre fría a sus víctimas, los truhanes arrojaron los cadáveres al foso preparado para el tesoro, bajaron los cofres colocándolos sobre los cuerpos sin vida y procedieron a ocultar los vestigios de su fechoría rellenando adecuadamente, con la tierra extraída, el marco de los acontecimientos.

    Regularmente, en el transcurso de tres años, se repitieron escenas semejantes a la descrita; de manera que la caverna de la historia se almacenaba ya, en el subsuelo, una fortuna respetable, de cuya existencia únicamente los dos piratas del presente relato poseían el secreto. Y en el año de 1595, hacía el mes de Diciembre, encontramos nuevamente a los dos pillos, en el camarote del jefe, poco después de haber obtenido un cuantioso botín arrebatado a una nao mercante que, pertrechaba  con una fuerte dotación de oro en barras, se dirigía de Veracruz a España y ahora yacía en el fondo del Golfo.

    Decía el cabecilla: -óye bien, dinamarqués: Como tú me has sido fiel en las buenas y en las malas, aunque sea yo un villano tengo también corazón, y quiero confiarte que éste será nuestro último viaje a Campeche. Has de saber que mañana, después de desembarcar y ejecutar lo acostumbrado, no volveremos a la nave. Proyecto establecerme en ese puerto como un honrado burgués, por lo cual tengo con qué. Y, por supuesto, tu, que has sido mi compañero leal, compartirás mi hacienda, pues no soy ingrato, para que te instales donde te plazca.

    A lo que el dinamarqués respondió: -De acuerdo, capitán, y no puedo menos que agradeceros vuestra generosidad y alabar vuestra decisión. Estoy presto a obedeceros como siempre. Pero ¿no creéis que la tripulación entrará en sospechas cuando no nos vea regresar?
    -¡Ca! ¡Descuida! Nuestros amigos tienen cuenta con la justicia, igual que nosotros, aunque hasta hoy no hayamos sido identificados; y si no nos ven volver, pensarán que las autoridades nos descubrieron; y, para evitarse dificultades, zarparán olvidándose de nosotros.

    Leyenda mexicana sobre el tesoro del pirataEl danés conociendo la mentalidad bucanera, entendió que su jefe decía la verdad, y respondió: -Tenéis razón, capitán. Nuestros hombres no querrán sacrificarse por vos, pues por algo son piratas, a pesar de que siempre habéis tratado equitativamente en todo. Y no dudo que, convencidos de que caímos en manos del verdugo, no desaprovecharán la oportunidad para adueñarse de vuestro velero creyendo que son muy listos.
    -¡Adelante, pues! –dijo el jefe-. ¡Y no se hable más del asunto.

    Al día siguiente, los bandidos desembarcaron en el sitio habitual y ordenaron a sus prisioneros marchar al escondite del tesoro. Ya en la gruta, abierta la cavidad para depositar el botín, el capitán sacó las pistolas para despachar a los infortunados porteadores; pero, al pretender disparar, las armas no funcionaron. Reaccionando, los prisioneros, quisieron escapar, pero fueron bloqueados en su intento de fuga por el danés que, de certeros mandobles, envió a los indefensos al otro
    mundo.
    -¡Bien hecho, dinamarqués! –gritó el capitán-. Y ahora procedamos a sepultar a éstos y repartirnos el tesoro para avecindarnos en Campeche.
    -¡Un momento, capitán! ¡Vos no iréis a ninguna parte! –dijo el danés-. ¡Tiempo ha que esperaba una ocasión como ésta, y ahora que se presenta no voy a desperdiciarla!.
    -¿Qué quieres decir, insensato?-, rugió el jefe.
    -Quiere decir, capitán –repuso resueltamente el danés-, que si creéis en Dios o en el diablo rezad vuestras oraciones a cualquiera que os convenga, pues ya sois hombre muerto.

    Y vació sus pistolas sobre el sorprendido filibustero, que rodó exánime a los pies del facineroso.

    Varios años después, un personaje de rostro curtido por el sol, que había llegado al puerto en calidad de gran señor, contrajo matrimonio con una hermosa y aristocrática dama. Y, aunque por lo bajo se comentaba que el personaje tenía modales de rústico, que salpicaba su conversación con juramentos de mozo de cubierta y que, además de insolente, acusaba feroz aspecto, su riqueza garantizaba su elevada alcurnia. Y los desposados fueron el tronco de una de las más linajudas y renombradas familias que hubo en Campeche durante el período colonial.

    Fuente: Libro LEYENDAS APOCRIFAS
    Folklore Campechano
    Autor: Guillermo González Galera
    Editado por el Depto. de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma del Sudeste
    Septiembre de 1977