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La triste historia de doña Inés

Una leyenda de Campeche relata que en el año de 1709 vivía en la Villa de San Francisco don Jorge de Saldaña, un noble español que había llegado, desde hacía varios años a la Nueva España. Su casona estaba situada en la calle de Independencia –como se la denomina hoy en día-, justamente en el número trece. Don Jorge vivía acompañado de su hija Inés, una hermosa jovencita de grandes ojos y larga cabellera negra. La hija de don Jorge casi nunca salía a la calle, como no fuera todos los viernes cuando acudía al Santuario del Cristo de San Román a oír misa, o los domingos que iba a la Iglesia de Jesús con el mismo propósito. A tales menesteres acudía acompañada de su dueña, una anciana mujer que la había cuidado y consentido desde su infancia, pues doña Inés de Saldaña había perdido a su madre durante su nacimiento.

Como don Jorge sospechaba que su hija mantenía relaciones amorosas con un joven llamado Arturo de Sandoval, evitaba que la hija saliese a la calle e hiciese vida social. Arturo de Sandoval era hijo de un encomendero muy rico, o al menos tal afirmaba.

Un día las sospechas de don Jorge se vieron confirmadas y se enteró que doña Inés no solamente llevaba relaciones con Sandoval, sino que le recibía en sus habitaciones a altas horas de la noche. En una ocasión cuando el hijo del encomendero se encontraba subiendo por una escalera de cuerda para llegar al balcón de la recámara de su amada, don Jorge abrió sorpresivamente las puertas de la recámara y se introdujo con la espada desenvainada. Inmediatamente se dirigió hacia Arturo al tiempo que gritaba: -¡Infeliz gamberro! Voy a matarte como a un perro! Inés, espantada, trataba de detener al padre, y le decía: -¡Espera, padre, espera! ¡No mates a Arturo, pues me ha pedido que sea su esposa! ¡Tiene buenas intenciones, y ha venido a pedirme matrimonio!

El nefasto pirata Barbillas

Pero don Jorge estaba enfurecido y le contestó a su hija: -¡Jamás te dejaré casar con este bandido que incendió el pueblo de Lerma, que secuestró a don Fernando Meneses Bravo de Saravia, gobernador de la provincia, que es el azote del Golfo, y que en realidad es el sanguinario pirata llamado Barbillas! ¡Óyelo bien, jamás permitiré que te cases con este filibustero y deshonres el escudo de los Saldaña!

Al escuchar las palabras de su padre, doña Inés cayó desmayada. Mientras que Barbillas retaba verbalmente a don Jorge y lo incitaba a pelear espada en mano. Después de una encarnizada lucha, el cruel pirata mató al ofendido padre de una tremenda herida en la garganta. El grito que lanzó don Jorge al morir, hizo despertar a doña Inés, quien al verlo muerto le pidió perdón desde lo más profundo de su alma. Pero lo vivido por Inés había sido demasiado fuerte… momentos después la pobre joven se volvió completamente loca.

Barbillas al ver a su amada con la razón perdida, se secó dos lágrimas que corrían por sus mejillas, bajó por la escalerilla de cuerda, se embozó en su negra capa, y tomó rumbo hacia la playa de Guadalupe a buscar otras aventuras como si no hubiese pasado nada.

Don Jorge de Saldaña fue enterrado en el cementerio de la Iglesia de Jesús, y doña Inés conducida a un manicomio de la Ciudad de Mérida, donde encontró la muerte tres meses después sin haber podido salir de sus delirios de locura.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

 

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«¡Yo no confieso a los muertos!»

Cerca de la Iglesia de San Francisco en Morelia, Michoacán, había una casa en donde espantaban, situada en un callejón. Un comerciante en paños, sedas y mantones, después de mucho viajar por las ciudades de la Nueva España, decidió asentarse y vivir en Valladolid, con el fin de contraer matrimonio con una bella y rica joven, para luego regresar a natal Santander, España. En su tienda conoció a doña Inés de  la Cuenca y Fragua, una hermosa y caritativa huérfana y heredera de una de las haciendas más ricas de Tierra Caliente. Cautivado por sus perfecciones, don Diego Pérez de Estrada la enamoró. Inés lo amaba sinceramente, pero Diego no, a él lo movía el interés más mezquino.

Don Diego era parrandero y muy mujeriego, vestía con elegancia y lucía costosas joyas. En confianza era muy mal hablado, pero solía mostrar una imagen muy diferente ante las personas que no eran sus amigotes.

Un día, don Diego le pidió a la joven matrimonio; antes de resolverle Inés acudió a su confesor fray Pedro de la Cuesta, a fin de consultarle la conveniencia de tal casorio. Fray Pedro, que era un hombre muy virtuoso y bondadoso, decidió informarse de la clase de individuo que era el tal Diego Pérez. Así supo que pertenecía a una buena familia de Santander, pero que era la oveja negra de la familia y que había llegado a la Nueva España con parte de la herencia que le correspondía. Cuando la herencia se terminó porque Diego la derrochó en sus continuas juergas, se puso a vender telas y mantones de Manila, hasta que llegó a Valladolid.

Fray Pedro se enteró de la mala catadura de don Diego y de que además se jactaba de que nunca sentía amor por ninguna mujer a causa de haber llevado una vida tan disipada. El fraile aconsejó a la bella Inés que no se casase, y la niña le obedeció y rechazó al supuesto enamorado.

La hermosa Ciudad de Valladolid, hoy Morelia, Michoacán.

Al verse rechazado, colérico y despiadado, juró vengarse de fray Pedro. Vendió su tienda y se fue a vivir a un cuarto sito en una callejuela por el lado norte del cementerio de San Francisco, junto con un empleado suyo. Una cierta noche en que una terrible tormenta asolaba la ciudad, un embozado llegó hasta la portería del convento, tocó la puerta y le abrió un encapuchado portero. El embozado hombre se dirigió a él con estas palabras: -¡Hermano portero, cerca de aquí un pobre hombre que agoniza desea ser confesado por fray Pedro de la Cuesta!

Fray Pedro y el embozado caminaron hasta el cuartucho que alumbraba una débil vela, el cura se acercó al lecho de muerte, pero al dirigirse a él, el supuesto moribundo, que no era otro que don Diego, no respondía. El padre, desesperado, le gritaba, y cuando lo destapó le encontró muerto de una puñalada hecha con la misma daga con la que pensaba matar al podre fray. Al verlo, fray Diego se alejó del muerto al tiempo que exclamaba: -¡Yo confieso a los vivos, pero nunca a los muertos! Y salió corriendo.

Al día siguiente el hecho era conocido por toda Valladolid… y desde ese momento la callejuela recibió el nombre de El Callejón del Muerto.

Sonia Iglesias y Cabrera