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Mitos Cortos

Napatecuhtli, el dios de los petateros

Cuentan los antiguos mexicanos que en el Tlalocan existía un dios llamado Napatecuhtli que gustaba de pintarse el cuerpo y la cara de color negro. En su faz agregaba motas de color blanco. En su cabeza lucía una corona de papel que pintaba con sus colores simbólicos: el blanco y el negro. A sus espaldas caían unas especies de borlas que estaban colocadas en un penacho situado en la coronilla, fabricado con tres hermosas plumas verdes de quetzal. Una faldilla amarrada a la cintura que le llegaba hasta las rodillas, era de fino algodón hilado con decoraciones en sus colores favoritos: el blanco y el negro. Calzaba huaraches negros y portaba en la mano izquierda un escudo, y en la derecha un bastón decorado con flores de papel.

Napatecuhtli fue el dios de los artesanos petateros, cuya materia prima era la juncia, él había inventado el arte de tejer, no solamente los petates, sino también de elaborar icpales (asientos) y los tolcuextli. Gracias a la bondad y sabiduría del dios petatero, a los artesanos no les faltaban ni las juncias, ni las cañas, ni los juncos que posibilitaban su labor. Por esta razón a ellos correspondía mantener el templo dedicado a Napatecuhtli limpio y en buen estado, y provisto de numerosos icpalis y petates.

El buen Napatecuhtli no solamente era el dios de los tejedores, sino que también fue uno de los más importantes Tlaloques, los dioses del agua, por ello sus oficiales le adoraban en una gran celebración, para que no fuera a faltarles el agua que propiciaba la aparición de las plantas necesarias a su labor artesanal. Para su festejo, los sacerdotes escogían un esclavo al que vestían con los ornamentos de Napatecuhtli y que sería sacrificado en su honor. Cuando le llegaba la hora, en su mano colocaban un recipiente de color verde con agua y con un ramo de salce el “dios” rociaba a los asistentes. Algunas veces, fuera del día de la fiesta, si algún artesano de la juncia deseaba homenajear particularmente al dios, un sacerdote, ataviado a la manera de su imagen, recorría las calles esparciendo el agua con el ramo. Al llegar a su destino, es decir la casa del artesano, se colocaba en un lugar especial y los habitantes le rogaban que le otorgase parabienes a la familia y protediera la casa. Después, se debía ofrecer comida al sacerdote-dios, a los otros sacerdotes que le acompañaban, y a los invitados a la festividad particular. Así el artesano agradecía a Napatecuhtli la prosperidad que le había brindado. El costo de la celebración era alto, pero no importaba con tal de agradecer los favores y esperar que Napatecuhtli continuase siendo benévolo.

Al terminar la fiesta, los oficiantes  cubrían al sacerdote-dios con una manta blanca y se le conducía hasta el templo del barrio a que pertenecía. Mientras tanto, en la casa del artesano se realizaba una gran comilitona en la que participaban los amigos y los familiares invitados para tan gran ocasión.

Sonia Iglesias y Cabrera


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