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Guanajuato Leyendas Cortas Leyendas infantiles

El usurero

A principios del siglo XX, vivía en una casa situada en la Plaza del Baratillo en la Ciudad de Guanajuato, un señor que vivía de prestar dinero a las personas que no tenían y lo necesitaban con urgencia. Este hombre era flaco, pálido, con bigote y una barbita de poco pelo; vestía un viejo pantalón negro y una camisa que repugnaba por su suciedad. Cuando prestaba dinero y pedía que se lo devolvieran en oro y con ganancias extras muy altas,  y exigía el pago rápido.

Era un hombre muy rico, al que le gustaba contar y sentir en la mano las monedas de oro que depositaba en la cama. Después de acariciar con sus monedas, las depositaba en baúles que guardaba en el sótano de su casa. El avaro prestamista tenía una frase que le había hecho famoso:”Peso que no deje diez, ¿para qué es?”

Era tan avaro que cuando el hambre le arreciaba por la mañana, salía de su casa a comprar un poco de atole y tamales. Por la tarde comía tortillas con nopales cocidos.La hermosa Plaza del Baratillo en Gunajuato

En una ocasión un hombre, llamado Pedro, le pidió prestados dos mil pesos, con los que el mal hombre iba a ganar casi en doble en tan sólo una semana. Pero Pedro huyó con el dinero y nunca le pagó nada.

Este hecho desquició por completo al usurero, que desde entonces se volvió más loco todavía. Su obsesión de contar y tocar el dinero se hizo mucho más apremiante, de tal manera que ya casi no comía, lo cual le llevó a la muerte. Pero antes de morir, el usurero logró enterrar su dinero, pero nadie sabe en donde lo enterró.

Desde entonces, en el cuarto de la casa donde el hombre contaba y recontaba sus dineros, se escuchan sonidos de tintineo de oro, y terribles suspiros de satisfacción. Los sonidos se escuchan hasta la calle acompañados de pasos que van de la recámara al sótano de la casa.

Pero en una ocasión una niñita de siete años entró en la casa con una veladora bendita y la prendió en el cuarto del hombre malo. Rezó mucho Padres Nuestros y los horribles sonidos se terminaron, pues con sus rezos el alma del usurero se fue a descansar en paz y ya nunca volvió a asustar a nedie.

Esta es la leyenda del usurero de La Plaza del Baratillo.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Aguascalientes Leyendas Cortas Leyendas infantiles

Azucena y su buena estrella

En el barrio de El Encino que se encuentra en la ciudad de Aguascalientes,  en una casa muy grande y muy bonita, hace mucho tiempo vivía Azucena Puñales. Una muchacha que se destacaba por su belleza y por la gracia de sus movimientos. Como era tan bonita contaba con muchos pretendientes que continuamente la buscaban. Pero ella siempre rechazaba sus avances amorosos con tacto y delicadeza, para no herir los sentimientos de los jóvenes. No pensaba ni quería  casarse todavía, pues era muy joven.

La vida siguió, y un terrible día el padre de Azucena se murió. Pasados nueve meses de su muerte, le siguió la madre de la chica que falleció de tristeza y dolor. Todo fue pesar y soledad para Azucena pues había perdido a sus adorados padres. La casa quedó muy sola y callada.

El tiempo fue pasando, los pretendientes se fueron muriendo poco a poco, y como todos la habían querido muchísimo, le dejaron dinero en abundancia. Azucena se volvió rica. Como se aburría estando sola y sin hacer nada, decidió ir a trabajar a la casa del cura Lorenzo Mateo Caldera. Trabajaba como ama de casa, pues Azucena era muy ordenada y limpia.

Catedral de Aguascalientes cerca de la Calle de la Buena Estrella

Con el paso de los años el cura se hizo viejito y enfermó. Azucena le cuidó lo mejor que pudo, con abnegación y cariño, pero a pesar de los cuidados, el sacerdote murió. Don Lorenzo, que tenía su buen dinerito guardado, la heredó y le dejó todos sus bienes. Azucena se hizo más rica. Todos en el barrio comentaban la buena estrella de la mujer, y el pueblo empezó a nombrar a la calle donde vivía la ricachona mujer con el nombre de Calle de la Buena Estrella. Aun cuando en nuestros días se la conoce como Calle 16 de Septiembre.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Leyendas Cortas Leyendas infantiles Quintana Roo

Juan del Monte y Fernando

Juan del Monte es un personaje que vive en la selva de Quintana Roo. Cuando alguna persona tiene la mala idea de meterse en la selva, Juan imita la voz de algún familiar o amigo de esa persona, y la llama hasta conducirla por senderos oscuros que ocasionan que la persona se pierda y ya nunca pueda salir. Por eso todos le temen a Juan del Monte.

En cierta ocasión, Fernando, un niñito maya de seis años, tuvo una mala experiencia. Su madre que era una hermosa mujer, le pidió a Fernando que le llevase a su padre que estaba trabajando en los potreros de la selva, su ración de pozol. (1)

Fernando sonríe feliz porque salvó su vida

El muchachito emprendió la tarea ordenada y tomó por un sendero que había de conducirlo hasta donde se encontraba su papá. Cuando había recorrido un cierto tramo del camino, Fernando escuchó la voz de su padre que le decía: -¡Por aquí estoy, querido hijo, acércate a mí! El chico escuchó también el sonido de los cascos del caballo que montaba su progenitor, y no dudó en seguir la voz que con tanta insistencia repetía que lo siguiera. El niño iba tras él muy confiado, sin pensar por un segundo que se trataba de Juan del Monte.

Cuando el padre vio que no llegaba Fernando con el esperado pozol y ya era muy tarde, acudió en seguida a su casa.

Alllegar encontró a su esposa también my preocupada pues el niño no había regresado. Entonces, el padre pidió ayuda a las personas de su comunidad y todos se adentraron en la selva tratando de encontrar al niño.

Después de mucho buscar, encontraron a Fernando sentado en una piedra y llorando desconsoladamente. Juan del Monte no se lo había llevado porque Fernando era un niño muy inteligente y consiguió escaparse. Su madre lo abrazó y lo llevó a la casa, donde le sirvió un delicioso chocolate espumoso acompañado de galletas de canela.

Así se salvó Fernando de que Juan del Monte se lo llevara para siempre.

  • Bebida de maíz y agua endulzada típica de Quintana Roo

Sonia Iglesias y Cabrera

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Ciudad de México Leyendas Cortas Leyendas infantiles

La Llorona

 

Hace mucho tiempo, cuando los soldados españoles conquistaron la Ciudad de México,  existió una bonita muchacha india que se enamoró de uno de esos soldados. Se amaban tanto que tuvieron tres hijitos muy bonitos.

La mamá quería mucho a sus niños y los cuidaba muy bien. El papá no quería casarse con la mamá, porque le avergonzaba que fuera una india. Y un día, el papá decidió casarse con una joven española. Cuando la mujer se enteró de la traición del padre de sus hijos se quitó la vida ahogándose en un río junto con los chicos, porque sufría mucho.

Así lo hizo, y desde entonces empezaron a escucharse por todo el centro de la ciudad, los gritos desesperados de una mujer muy delgada y toda vestida de blanco, y su voz que decía: -¡Ay, mis hijos! ¿Dónde están mis queridos hijos?

La Llorona
http://www.leyendadelallorona.net/wp-content/uploads/2015/01/La_Historia_de_la_Llorona1.jpg

Pasaron diez años, y un día la Virgen de los Remedios, a la que adoraban los españoles, se enteró de la desgracia de la pobre mujer y se apiadó de ella. La Virgen la buscó por la ciudad, y cuando la encontró le dijo que la iba a revivir, con la condición de que tenía que ir al campo y plantar un rosal, y esperar a que crecieran las primeras rosas. Así lo hizo la pobre mujer.

Pasado un tiempo, el rosal floreció y brotaron tres maravillosas rosas blancas. Junto a cada una de ellas apareció uno de sus hijos en perfecto estado de salud. La madre los abrazó, y los tres juntos se fueron a la capilla que estaba destinada a la Virgen de los Remedios para rezar y agradecerle que los hubiera vuelto a la vida. No se olvidaron de llevarle un hermoso y grande ramo de rosas blancas.

Cuando acabaron de rezar, los cuatro se fueron a vivir a una pequeña casa que estaba en la afueras de la ciudad y vivieron muy felices para siempre. ¡Nunca más se volvieron a escuchar los lamentos de La Llorona¡

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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El Puma Recibe una Lección

Hace ya muchos años, vivía en Texcoco un hermoso Puma que siempre hacía alarde de su fortaleza y su ligereza. Le gustaba asustar a los demás animales, tanto terrestres como acuáticas, rugiendo y saltando para luego reírse del miedo que les causaba. Esta actitud no gustaba para nada a los animales, les caía gordo. Un día en que corría velozmente tratando de darle caza a un venado, tropezó con la casita de Chapulín y la destruyó.

Furioso, Chapulín se subió a la nariz de Puma y le reclamó- ¡Oye, Puma, por qué eres tan maleducado, acabas de destruir mi casa con tus espantosas patas llenas de garras! Ante tal reclamo Puma se sintió ofendido y contestó: – ¡Asqueroso y enano insecto, yo no tengo la culpa de que coloques tu casa por donde yo voy a pasar corriendo! Chapulín indignado refutó: – ¡Pues ahora vas a pagar por los destrozos de mi casa! – ¡Yo no te voy a pagar nada, insecto horrendo! Grito enfurecido Puma. Chapulín, temblando de furia, le propinó un fuerte golpe en la nariz al bello felino y le dijo terminante: -¡Te declaro la guerra! Cuando Puma recibió el golpe sintió cosquillitas, estornudó y Chapulín salió disparado. Desde el suelo vociferó: -¡Te reto a guerra con todas mis tropas, tú puedes traer a las tuyas, y ya veremos quién gana la contienda! Puma, muy digno, se dio la media vuelta y se alejó en busca de sus tropas.

Mientras tanto, Chapulín fue a ver a las avispas y les pidió su ayuda: ¡Queridas hermanas avispas, ha llegado la hora de darle una lección a ese presumido felino carnívoro y sanguinario, ya basta de dejarnos atropellar por Puma¡ ¡Si nos unimos lo venceremos! Todas las avispas estuvieron de acuerdo con Chapulín en luchar contra ese presumido, arbitrario y abusivo, y se dispusieron para la guerra. Entre tanto, Puma fue en busca de la ayuda de los coyotes, los gatos monteses, los tigrillos y las zorras, les platicó lo acontecido con Chapulín, y los incitó a la luchar diciendo: ¡Ya verán esos topes y repugnantes insectos de lo que somos capaces, no nos dejaremos amedrentar por ellos!

Al poco tiempo se encontraban en el campo de batalla observando por donde vendría las tropas enemigas. La Zorra dijo que iría a la vanguardia y que en cuanto viera a las tropas de Chapulín daría un grito de alerta. Cuando los soldados de Chapulín vieron a Zorra, se le fueron encima y la picotearon por todo el cuerpo y, olvidándose de dar la alarma,  corrió despavorida a tirarse al lago. Puma y sus cotlapaches al ver a Zorra en el agua pensaron que estaba persiguiendo a Chapulín y corrieron hacia ella.

El ejército de avispas aprovechó esta circunstancia y se lanzó sobre los soldados de Puma y clavaron a placer sus aguijones en los cuerpos de los animales que gritaban a más no poder de dolor. Zorra que observaba desde el lago, gritaba: -¡Al agua, al agua! Y, efectivamente los picados soldados de Puma se arrojaron presurosos al agua. Mientras tanto, el ejército de avispas zumbaba y no los dejaba salir del agua. Después de varias horas; acalambrados, cansados, hambrientos y sedientos, las tropas de Puma decidieron rendirse. Salieron del lago todos mojados y humillados y tuvieron que soportar las miradas burlonas y las mofas que las avispas hicieron. Chapulín se acercó a Puma y le dijo: -¡Puma presuntuoso, espero que no olvides la lección, pues has de saber que cuando las criaturas pequeñas se unen, no hay quién pueda vencerlas!

Sonia Iglesias y Cabrera

Leyenda corta publicada en http://www.leyendascortasmexicanas.com/

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Atzimba y Villadiego.

Atzimba era una hermosa princesa purépecha, su piel lucía morena como la vaina del cacao, sus ojos rasgados y negros, el pelo, como el azabache, le caía lacio hasta la cintura, nadie podía dejar de verla. Atzimba estaba enamorada de Francisco Villadiego, un capitán español a quien Hernán Cortés había enviado al reino de Michoacán como explorador. Francisco era lo contrario de Atzimba, su piel blanca como las garzas, los ojos verdes como el trigo, y el pelo tan dorado como Tonatiuh. Francisco correspondía con fervor a los amores de la princesa. Ambos se amaban sin reservas, qué importaba que  fueran uno blanco y la otra india de pura cepa. En una ocasión la joven enfermó y solamente pudo curarse con el beso que le dio su enamorado, tanto era el amor que se tenían.

Leyenda mexicana corta - Atzimba y villadiego

Pero su amor estaba sancionado. Los españoles criticaban al soldado por amar a una nativa, y los purépecha no aceptaban el amor que Atzimba sentía por un invasor. Ante esta situación tan conflictiva y llena de oposiciones, los amantes decidieron casarse, tal vez así detendrían las murmuraciones. Aguanga, el padre de Atzimba, por entonces cazonci de Zinapécuaro, no deseaba ver a su hija casada con el soldado español. Pero ante la insistencia de los enamorados, no le quedó más remedio que acceder, no sin antes decirles que sería un matrimonio muy problemático, que lo mejor que podrían hacer era irse lejos, a tierras desconocidas donde nadie les conociese. La pareja estuvo de acuerdo con el cacique. Una vez terminada la ceremonia a la usanza católica, la pareja preparó su equipaje  y se aprestaron a emprender el viaje que los haría libres. Sin embargo, antes de siquiera poder salir de Zinapécuaro, una partida de purépecha rebeldes los capturó y los encerró en una cueva que se encontraba a la salida de la ciudad a la que cerraron con pesadas piedras y argamasa Al cacique los indios le dijeron que los recién casados no volverían más. Imaginando lo peor, Aguanga se volvió triste y desgraciado, no comía, no dormía, no vivía pensando en la terrible desgracia de su hija.

Pasaron muchos años, más de veinte. Un día, unos españoles ocupados en explorar las tierras cercanas a Zinapécuaro pasaron por la cueva y no sé qué les dio por abrirla. Al hacerlo se encontraron maravillados con un prodigio: ahí estaban Villadiego y Atzimba fuertemente abrazados, convertidos en un par de esqueletos que ni la misma muerte pudo separar.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Leyendas Cortas

La Onza Real

A finales del siglo XVIII seis agrimensores españoles se encontraban trabajando entre Lampazos y Santa Rosa, en el estado de Coahuila, ayudados por dos indios de la región. El portador de la vara de los puntos de referencia se alejó de sus compañeros que llevaban el teodolito. Como tardaba en regresar se sentaron a esperarlo. De pronto, escucharon el llanto lastimero y espeluznante de una mujer; los españoles pensaron, divertidos y burlones, que su compañero de la vara se estaba entreteniendo en violar a una mujer india que hubiera tenido la mala idea de pasar por ahí. Nadie presto atención. El llanto cesó, pero el hombre no regresaba, por lo que el jefe de los trabajadores decidió ir en su búsqueda. En esas estaban cuando oyeron un grito de espanto, todos corrieron hacía el bosque empuñando las armas y se encontraron con su compañero que tenía el pecho y el vientre abiertos y sin  ninguno de sus órganos internos. Un gesto de horror se pintaba en su pálido rostro. Trataron de encontrar la razón de tan horripilante muerte, pero nada encontraron. Regresaron al campamento. En la noche, volvieron a escuchar el llanto de la mujer, que se oía hacia todos los puntos cardinales, como si volara por todas partes alrededor del campamento. Después de una noche de vigilia, decidieron buscar el origen de aquel llanto. Espantados, encontraron el cuerpo de otro trabajador en las mismas condiciones que el primero, al tiempo que se escuchaba el escalofriante llanto demoníaco. Enterraron el cuerpo. No sabían qué hacer, pensaron en regresar al pueblo, tanto era su miedo. En esas estaban cuando uno de los guías indios dijo:

-Se trata de un gato muy grande, que tiene las patas delanteras muy grandes y con fuertes garras. Puede saltar más de diez metros, su pecho y cuello son muy poderosos, con su mandíbula puede romper huesos grandes. Le gusta comer tripas y bofes. No sabe rugir, pero emite un sonido muy semejante al llamado de una mujer en celo, y llora de gozo una vez que ha saciado su truculenta hambre.

Leyenda corta mexicana - Onza Real

Los españoles no le creyeron al indio guía, pensaron que eran cuentos de gente supersticiosa, y decidieron volver al trabajo. Transcurrió un día sin novedad. Al atardecer, vieron que un matorral se movía. Aprestaron sus mosquetones y machetes. De pronto una bestia de enormes colmillos y espeluznantes garras se abalanzó hacia los trabajadores, quienes dispararon en vano. La bestia huyó. Los españoles pasaron la noche sin dormir, pensando en irse al día siguiente sin más demora.
Era la Onza Real que se les había aparecido. Ese terrible animal de color gris y bayo, con rayas negras desde la frente hasta la cola cuya punta era negra, y que disfrutaba comiéndose los órganos internos de los humanos. La Onza Real se esconde por los caminos de Coahuila y hasta la fecha gusta de sorprender a los caminantes que tienen la osadía de salir de noche.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Manuelito e Isabel. Leyenda yaqui.

Manuel Tapia Gutiérrez era un indio yaqui convertido al catolicismo. Manuelito era muy inteligente y sabía adaptarse a la sociedad criolla en la que vivía, pues tenía más contacto con hombres blancos que con indios de su tribu. Trabajaba en una oficina administrativa del gobierno colonial de inicios de 1800, en Villa del Pitic. Tenía como novia a una bella joven criolla llamada Isabel de la Torre y Landavazo, enamorada de Manuelito y prendada de su guapura, su buen comportamiento, y de su buena conducta. Su jefe, el capitán Andrés de Alcocer, lo apreciaba porque era buen trabajador. En cambio, la madre de Isabel, doña Ignacia Durazo, lo detestaba y lo consideraba muy poca cosa para su hija. El padre, don Pedro, era más benevolente con el amor de su niña hacia el indio, pero le tenía miedo a su esposa, de carácter enojón y escandaloso, y aceptaba todo lo que ella decidiera.

leyenda mexicana de manuelito e isabel

Isabel creyó que lo más conveniente era casarse en seguida con Manuelito, pero su madre se negó rotundamente, amenazando a su hija de la peor manera y augurándole como mínimo los terribles fuegos del infierno si llegaba a casarse con un indio “salvaje”, descendiente de chamanes, de raza inferior, pagano y, para colmo, moreno. A pesar de las súplicas, las lágrimas, y los berrinches de Isabel, doña Ignacia no sólo no cambió de parecer sino que se opuso  con mayor fuerza a ese “desatinado y desigual matrimonio”, y acudió a un brujo del pueblo para impedirlo.

Como Isabel persistía, un día doña Ignacia le dijo: -¡Bien, hija, puesto que estás decidida a casarte, boda tendrás, de eso no te quepa la menor duda! Isabel se puso eufórica, pero luego le pareció que las palabras de su madre estaban cargadas de un cierto tonillo que no le gustó nada y le asustó. Llena de aprehensión acudió a don Pedro para exponerle su temor. Su padre la escuchó y conociendo la mala índole de su esposa decidió tomar providencias. Ambos acudieron a la iglesia y se encomendaron al Señor para que protegiera a los amantes de las malas y hechiceras intenciones de doña Ignacia.

Los novios se casaron con gran fausto. Al salir de la iglesia, el cielo se oscureció y un enorme rayo cayó sobre Manuelito que quedó en el acto todo calcinado. La descarga eléctrica alcanzó a Isabel, quien murió fulminada en el acto. Algunos invitados corrieron a la casa de Ignacia que no había asistido a la boda, y le dieron la terrible noticia a gritos: -¡doña Ignacia, doña Ignacia, los novios han muerto alcanzados por un rayo!, -¡Cómo! exclamó la mujer, ¿Ambos han muerto? -¡Sí, señora, al dirigirse a la carreta, en el atrio de la iglesia un rayo los alcanzó y los fulminó, los dos están muertos! Como loca, la madre acudió de nuevo al brujo, le compró un potente veneno, lo bebió, y cayó muerta al instante. El padre, desolado, no volvió a hablar de la fatal boda, se encerró en su casa a esperar que le llegase la muerte cuando Dios así lo dispusiera.

Sonia Iglesias y Cabrera

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La Virgen de los Remedios llega a México.

Las decisiones del destino, por cierto caprichosas, dieron lugar a que Juan Rodríguez de Villafuerte formara parte de los soldados que se alistaron para ir con Hernán Cortés a la conquista de las Indias. Presto para partir, su hermano le aconsejó que llevase con él a la Virgen de los Remedios que  había sido tan caritativa proporcionándole riqueza y salud. Dicho y hecho, Villafuerte partió para tierras americanas y acompañó a Cortés en todas sus conquistas y desmanes arbitrarios. Cuando el Capitán entró en Mexico-Tenochtitlan y ordenó que fuesen quitados los dioses indígenas del Templo Mayor, Rodríguez de Villafuerte sustituyó la imagen de Huitzilopochtli por la de la Virgen de los Remedios. El 30 de junio de 1520, cuando los españoles salieron derrotados huyendo de Tenochtitlan, el devoto soldado tuvo buen cuidado rescatar a la Virgen del templo usurpado, prefiriendo salvar a la madre de dios en lugar de forrarse con oro y plata como lo hicieron los otros conquistadores llenos de codicia y avaricia.

Tiempo después, cuando Hernán Cortés lloraba su derrota bajo un sabino de San Juan, por el Cerro de Los Remedios en Naucalpan, Rodríguez de Villafuerte escondió la imagen bajo un maguey que se encontraba en la cima del mencionado cerro, que en aquel entonces recibía el nombre de Otomcapolco, “lugar de otomíes”.

Treinta años transcurrieron desde este hecho, cuando el cacique otomí Ce Cuauhtli, Uno Águila, quien luego recibiría el nombre de Juan de Aguilar Tovar, encontró la imagen y se la llevó para guardarla en su casa situada en San Juan Totoltepec. Pero fue inútil, la imagen volvió al lugar en que fuera encontrada una y otra vez… Entonces, los frailes católicos de Tacuba construyeron una hermosa iglesia en el lugar al que la Virgen siempre retornaba.

Esta primera iglesia fue realmente una pequeña ermita que al paso del tiempo, que todo lo arruina, se fue destruyendo. Ante este deplorable hecho, García de Albornoz, regidor y obrero mayor de la Ciudad de México, convenció al Cabildo para que edificase un santuario en el lugar de la maltrecha ermita. La construcción fue pagada por el virrey Martín Enríquez, y bendecida por el arzobispo Pedro Moya Contreras cuando estuvo terminada. Los trabajos se iniciaron en el año de 1574 y se terminaron en el mes de agosto de 1575. El Cabildo de la ciudad y el Regimiento de la Ciudad de México fungieron como los patronos de la nueva iglesia, y fue vicario de la misma el licenciado Felipe de Peñafiel. Se trata del Santuario de Nuestra Señora de los Remedios, elevado al rango de Basílica en el año 2000. Antaño, el templo contaba con una casa especial dedicada a albergar a los peregrinos y a los pobres, a más de contar con buenos aposentos destinados a los virreyes, inquisidores, arzobispos, oidores, y gente importante de la Nueva España y de España.

La imagen de la Virgen de los Remedios es la más antigua de América. Se dice que fue elaborada por un artesano español en madera estofada. Mide veintisiete centímetros de alto, la virgen lleva una corona y bajo sus pies se encuentra una media luna. Su fiesta principal es el primero de septiembre, día en que numerosos feligreses le rinden homenaje, aparte de que recibe todos los domingos del año.

Sonia Iglesias y Cabrera


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La casa de los Condes de Miravalle

La leyenda que va usted a leer se encuentra consignada en la Crónica Miscelánea escrita por el R.P. Fray Antonio Tello como un hecho verídico. En el año de 1543, se descubrieron en la Nueva España las famosas minas del Espíritu Santo de Compostela. El capitán conquistador Pedro Ruiz de Haro acababa de morir, y dejaba viuda a su esposa doña Leonor de Arias y huérfanas a sus tres hijas. Como habían quedado sin fortuna alguna, decidieron irse a vivir a una ranchería que llevaba por nombre Miravalle. En ella vivían las tres mujeres carentes de fortuna pero de virtudes y honestidad reconocidas. Pues no en vano descendían de nobles por vía paterna, pues don Pedro pertenecía a la casa de los Guzmán.

Una tarde en que las mujeres se encontraban labrando el campo acertó pasar por ahí un indio, que después de saludar cortésmente, como indican los cánones, les preguntó si tenían una tortilla que le regalasen. Las mujeres, como eran buenas cristianas, le contestaron que sí, que pasara y descansara. La madre ordenó a una de sus hijas que fuese a moler el maíz para preparar las tortillas, y a otra que moliese  chile en el molcajete para alistar una buena salsa. Una vez que el indio terminó de comer el suculento aunque humilde refrigerio, le dijo a la madre: -¡Dios se lo pague, niña, piense mucho en Dios y tenga confianza, que pronto te dará oro y plata que obtendrás de una mina que yo te daré! ¡Pasado mañana volveré con las piedras metálicas!

leyenda mexicana de la casa de los condes

Y efectivamente, en la fecha señalada por el hombre regresó a la Milpa de Miravalle con mucho metal que entregó a doña Leonor. Madre e hijas procedieron a fundir el metal y obtuvieron una gran cantidad de oro y plata. Como ya contaban con fortuna, Leonor no tardó en casar a sus hijas con nobles caballeros de Compostela, llevando cada una dote de cien mil pesos. Los ambiciosos maridos llevaban el nombre de Manuel Fernández de Hijar, Álvaro de Tovar, y Álvaro de Bracamonte, todos ellos de familias distinguidas.

La fortuna era tanta que ameritó que se pusiese Caja Real en la ciudad de Compostela. Los afortunados esposos construyeron sus casas en el mismo sitio donde había estado la pobre choza en que vivieran las mujeres. El lugar donde estaban las nuevas casas era muy bello y espacioso. Como la fortuna crecía, muy pronto la ciudad de Compostela contó con, Audiencia Real, alcaldes mayores y oidores. El oro y la plata eran tan abundantes que se transportaban a la Ciudad de México en recuas conducidas por arrieros.

Sin embargo, tanta riqueza tan fácilmente ganada empezó a corromper a la familia y a los habitantes de la ciudad de Compostela. Se volvieron licenciosos y pecadores, sólo contaba para ellos el placer y la dulce vida. Fray Pedro de Almonte, el cura más devoto e importante de la ciudad, se encontraba desolado ante tal situación y clamaba al Cielo: ¡Oh, Milpa, Milpa, y cómo ha de enviar Dios fuego y te ha de abrasar! (sic en la Crónica).

Pues dicho y hecho, al conjuro del buen sacerdote aparecieron siete legiones de demonios, que terminaron con la hacienda o Milpa de Miravalle, al tiempo que llovía fuego del Cielo. No quedó nada. Moraleja: La riqueza corrompe a las personas.

Sonia Iglesias y Cabrera