Durante la época colonial, en la ciudad de Toluca, Estado de México, vivía una dama aristocrática llamada Isabel Hernández. Un día la mujer acudió muy asustada a ver a su confesor, Benito de Pedrochea, para comunicarle en confesión que todas las noches, y a veces durante el día, se le aparecía la figura de un hombre colgado de una cuerda. Al escuchar la narración, el cura trató de calmar a la mujer y le dijo que tal aparición la causaba su imaginación o que tal vez se trataba de una pesadilla.
Pero al siguiente día, Isabel regresó a la iglesia con el mismo cuento y muy asustada. Esto sucedió durante una semana, y como el padre ya estaba fastidiado de oír quejarse a su feligresa, decidió acudir a la casa de la mujer y ver por si mismo tan extraña aparición. Y efectivamente, cerca de la medianoche apareció en el salón la imagen del hombre colgado. Isabel se desvaneció del susto y el sacerdote, aunque también asustado instó al hombre para que le dijese qué era lo que quería. El espanto le respondió que solamente hablaría con Isabel. Rápidamente, el cura despertó a la mujer. Entonces el fantasma habló.
Les contó que hacía unos cuantos años había seducido a una joven prometiéndole matrimonio el cual nunca se celebró. Al verse deshonrada, la pobre chica jamás volvió a salir de su casa, por la vergüenza que sentía. El seductor huyó de la ciudad una vez satisfecho su deseo. Al poco tiempo murió en un fatal accidente. Afirmó el fantasma que ahora se encontraba en un horrible lugar donde todo era oscuro y frío; nunca más saldría de ese tenebroso lugar a no ser que consiguiera el perdón de la joven a la que había arruinado la vida. Deseaba que Isabel fuese a la casa de la joven mancillada como intermediaria, pues sabía que eran amigas.
Isabel accedió de no muy buena gana y acudió a ver a la chica. Comunicó a su otrora amiga y a su madre la petición del hombre colgado, pero la madre, montada en cólera, se opuso terminantemente a que su hija perdonara a tan malevo hombre. Al final la muchacha ultrajada accedió a darle el perdón para que dejara de aparecerse en la casa de Isabel, pero no era un perdón de corazón, pues nunca olvidaría lo que le había hecho el desgraciado.
Desde entonces, la misericordiosa Isabel dejó de ver al hombre colgado. Muchas noches y muchos días, en compañía del sacerdote Benito, se pasó esperando verlo, y ambos quisieron suponer que el perdón otorgado por la infeliz muchacha había surtido efecto y el alma del espectro por fin se encontraba en paz al salir de aquel lugar tan lúgubre y tétrico donde se encontraba el hombre pendiente de una soga.
Sonia Iglesias y Cabrera