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La paloma torcaz

Había una vez un guerrero muy valiente y apuesto. Amaba la caza y  con frecuencia iba por los bosques persiguiendo animales. En una de sus cacerías llegó junto a un lago y lleno de asombro contempló a una mujer bellísima que bogaba en una canoa.

El guerrero quedó tan enamorado que volvió muchas veces al lugar con el ánimo de verla; pero fue inútil, pues, ante sus ojos sólo brillaron las aguas del lago. Entonces, pidió consejo a una hechicera, la cual le dijo:

—No la verás nunca más, a menos que aceptes convertirte en palomo.
—¡Sólo quiero verla otra vez!
—Si te vuelves palomo jamás recuperarás tu forma humana.
—¡Sólo quiero volverla a ver!
—Si así lo deseas, hágase tu voluntad.

Y la hechicera le clavó en el cuello una espina y en el acto el joven se convirtió en palomo. Levantó el vuelo y se dirigió al lago, se posó en una rama y al poco rato vio a la mujer. Sin poderse contener se echó a sus pies y le hizo mil arrumacos.

Entonces, la mujer lo tomó entre sus manos y al acariciarlo le quitó la espina que tenía clavada en el cuello. ¡Nunca lo hubiera hecho, pues el palomo inclinó la cabeza y cayó muerto! Al ver esto, la mujer, desesperada, se hundió en el cuello la misma espina y se convirtió en paloma.  Desde aquel día llora la muerte de su palomo.

Texto extraído del libro Leyendas y Consejas del Antiguo Yucatán de Emilio Abreu Gómez. Fondo de Cultura Económica, México.

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La mujer herrada

La mujer herrada. Leyendas de México. Leyendas Mexicanas. Leyendas cortas. Mitos leyendas.

 

Vivía en la ciudad de México un buen sacerdote, acompañado de su ama de llaves, quien se encargaba de las tareas domésticas.

Un herrero, el mejor amigo del buen capellán, desconfiaba instintivamente de la vieja ama de llaves, y así hubo de decírselo al cura, instándole repetidas veces para que la despidiera, aunque el sacerdote no llegó nunca a hacer caso de tales advertencias y consejos.

Una noche, cuando ya el herrero se había acostado, llamaron a su puerta violentamente, y al abrir se encontró con dos hombres de color que llevaban una mula. Aquellos hombres rogaron al herrero que pusiera herraduras al animal, que pertenecía a su buen amigo el sacerdote, quien había sido llamado inopinadamente para emprender un viaje.

Satisfizo el herrero el deseo de los desconocidos herrando la mula; y, cuando se alejaban, tuvo ocasión de ver que los indios castigaban cruelmente al animal.

Intrigado e inquieto pasó la noche el herrero, y a primera hora del día siguiente se encaminó a casa de su buen amigo el sacerdote. Largo rato estuvo llamando a la puerta de la casa, sin obtener respuesta, hasta que el capellán fue a franquearle el paso con ojos soñolientos, señal evidente de que acababa de abandonar el lecho.

Enterado por el herrero de lo que sucedió aquella noche, le manifestó que él no había efectuado viaje alguno ni tampoco dado orden para que fueran a herrar la mula. Después, ya bien despierto, se rió el buen capellán muy a su gusto, de la broma de que había sido objeto el herrero. Ambos amigos fueron al cuarto del ama de llaves, por si ésta estaba en antecedentes de lo ocurrido.

Llamaron repetidas veces a la puerta, y como nadie les contestara, forzaron la cerradura y entraron en la habitación.

Un vago temor les invadía al franquear el umbral y una emoción terrible experimentaron al hallarse dentro del cuarto.

El espectáculo que se ofreció ante sus ojos era horrible. Sobre la cama ensangrentada, yacía el cadáver de la vieja ama de llaves que ostentaba, clavadas en sus pies y manos, las herraduras que el herrero había puesto la noche anterior a la mula.

Los aterrorizados amigos convinieron en que la desdichada mujer había cometido un gran pecado, y que los demonios, tomando el aspecto de indios, la habían convertido en mula para castigarla.

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La señora del salto mortal

La señora del salto mortal. Leyendas de México. Leyendas Mexicanas. Leyendas cortas. Mitos leyendas.

Cuando México se hallaba todavía bajo el dominio de España, residía en aquella capital un rico comerciante, retirado ya de sus negocios, llamadodon Mendo Quiroga y Suárez. No obstante su gran fortuna, por todos envidiada, su vida era triste y solitaria y sus tesoros no fueron nunca bastantes, con ser inmensos, como para comprarle un amor que endulzara su amarga ancianidad.

Para mitigar sus penas envió a buscar a una hija de su difunta hermana, que debía acompañarlo en su soledad. La joven era hermosa, vana, egoísta y muy coqueta. Aunque se mostraba extremadamente agradecida y satisfecha por el lujo y comodidades que le prodigaba su tío, no por eso llegó a quererlo ni se esforzó en hacerle la vida más agradable. Vistiendo trajes de riquísimos encajes y terciopelos, distraía sus ocios paseándose en el coche de su tío, luciendo orgullosamente su riqueza y hermosura, que bien pronto sedujo a más de cuatro enamorados mancebos. Pero doña Paz recibía despectivamente cuantas atenciones le prodigaban sus rendidos admiradores, en la certeza de que, al morir su tío, sería ella la mujer más rica de México.

Y así fue, efectivamente, aunque bajo ciertas condiciones que hirieron su orgullo en lo más vivo. En el largo testamento en que don Menda la llamaba siempre «mi querida sobrina», legábale todas sus propiedades; pero al final del documento se insertó una cláusula, que debía indispensablemente cumplirse antes de que doña Paz pudiera disponer de un centavo de la cuantiosa herencia.

El testamento decía así:
«y la condición que ahora impongo a mi querida sobrina es la siguiente:
Ataviada con su mejor traje de baile y luciendo sus joyas más preciadas, se encaminará en coche abierto y en pleno mediodía a la plaza Mayor. Allá descenderá del carruaje y se situará en el centro de la plaza, inclinando humildemente al suelo la cabeza, y en esta posición deberá dar un salto mortal. Y es mi voluntad, que si mi querida sobrina Paz no cumple precisamente con esta condición dentro de los seis meses del día en que yo fallezca, no perciba ni un solo centavo de mi herencia. Esta condición la impongo a mi querida sobrina Paz, para que, en la amargura de su verguenza, considere las angustias que yo sufrí por sus crueldades durante mis últimos años».

Herido tan vivamente su orgullo por esta imposición testamentaria de su tío, doña Paz en encerró en las habitaciones de su palacio y nada se supo de ella durante los seis primeros meses, que transcurrieron desde la muerte de don Menda: Y, el mismo día en que finaba el plazo impuesto en el testamento, la gente de la ciudad contempló llena de asombro cómo las hermosas puertas de hierro fundido de don Menda, girando lentamente sobre sus goznes, abrían paso al majestuoso carruaje en cuyo interior lucía esplendorosamente doña Paz su más rico traje de baile y sus valiosas alhajas.

 

Leyenda mexicana de la Señora del Salto Mortal

En su pálido rostro, los hermosos ojos, entornados los párpados, miraban humildes. De este modo la orgullosa mujer marchó a la plaza Mayor, luciendo su gentileza y rico atavío por las calles más céntricas de la capital, atestadas de gente. En llegando al término de su viaje, se apeó del coche, y precedida de sus criados, que cuidaron de abrirle paso entre la compacta muchedumbre, avanzó hacia el centro de la plaza, donde sus servidores habían colocado una mullida alfombra sobre las baldosas. Allá en el mismo centro y en presencia de todos, dio el salto mortal que exigía el testamento de su tío y heredó su fortuna, después de haber humillado, amarga y vergonzosamente, su indomable orgullo.

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La leyenda de Doña Beatriz

La leyenda de Doña Beatriz. Leyendas de México. Leyendas Mexicanas. Leyendas cortas. Mitos leyendas.

Vivía en la ciudad de México una hermosa joven, doña Beatriz, de tan extraordinaria belleza, que era imposible verla sin quedar rendido a sus encantos.

Contábanse entre sus muchos admiradores la mayor parte de la nobleza mexicana, y los más ricos potentados de Nueva España; pero el corazón de la bella latía frío e indiferente ante los requerimientos y asiduidades amorosas de sus tenaces amantes. Y así pasaba el tiempo; pero, como todo tiene un término en la vida, llegó el momento en que el helado corazón de doña Beatriz se incendió en amores.

Ello fue en un fastuoso baile que daba la embajada de Italia.

Allí conoció doña Beatriz a un joven italiano, don Martín Scípoli, de esclarecida y noble estirpe. La indiferencia de doña Beatriz fundióse entonces como la nieve bajo la caricia de los rayos solares, y sintióse la hermosa poseída de un nuevo sentimiento, en tanto que el joven, por su parte, se había también enamorado profundamente.

Poco tiempo después, don Martín se mostró excesivamente celoso de todos los demás adoradores de la hermosa doña Beatriz, promoviendo continuas reyertas y desafiándose con aquellos que él suponía que pretendían arrebatarle sus amores. Y tan frecuentes eran estas querellas, que doña Beatriz estaba afligida, y en su corazón comenzó a arraigar el temor de que don Martín sólo se había enamorado de su hermosura, de modo que, cuando ésta se marchitara, moriría, indefectiblemente el gran amor que ahora le profesaba.

Esta preocupación embargó su mente y amargó su vida en forma tal, que decidió tomar una resolución terrible, para poner a prueba el amor de su galán. Y al efecto, en el deseo de saber si don Martín la quería sólo por su belleza, un día en que su padre se hallaba de viaje, con un pretexto despidió a todos sus criados para quedar sola en su casa.

Encendió el brasero que tenía en su habitación, colocó enfrente la imagen de santa Lucía y ante ella rezó fervorosamente para pedirle le concediera fuerza y valor con que poner por obra su propósito. Después, atándose ante los ojos un pañuelo mojado, se inclinó sobre el brasero, y soplando avivó el fuego hasta que las llamas rozaron sus mejillas. Luego metió su hermosa cara entre las ascuas.

Leyenda de Doña Beatriz, Leyenda de Mexico

Terminada esta terrible operación, cubrió su rostro con un tenue velo blanco y mandó llamar a don Martín. Una vez en su presencia, apartó lentamente el velo que le cubría el rostro desfigurado por el fuego y se lo mostró al galán; solamente brillaban en todo su esplendor sus hermosos ojos relucientes como las estrellas. Por un momento su amante quedó horrorizado contemplándola. Luego la estrechó en sus brazos amorosamente. La prueba había dado un resultado feliz, y durante todos los años de su dichoso matrimonio, doña Beatriz no volvió a sentir el temor de que don Martín sólo la amara por su hermosura.

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