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Mitos Mexicanos

El Tlalocan y el Tonatiuh Ilhuícatl

El Paraíso de Tláloc, dios de la lluvia, recibía el nombre de Tlalocan. A él arribaban las almas de las personas que habían encontrado la muerte por causas relacionadas con el agua; por ejemplo, aquéllos que habían muerto ahogados o los que sufrían de los pulmones. Las almas se convertían en diosecillos  servidores de Tláloc; recibían el nombre de ahuequetin y de ehecatotontin, dueños del agua y de los vientecillos, respectivamente. Lucían una negra y larga cabellera, y taparrabos con una franja bordada cayendo por el frente. Estos diosecitos vivían en un monte hueco del cual brotaban los ríos y los vientos que cubrían la faz de la tierra. Era el Tlalocan un sitio paradisíaco de clima perpetuamente agradable, donde se gozaba de una eterna felicidad y de placeres fuera de lo común; nunca faltaban el maíz, las calabazas, los frijoles, los chile, y los jitomates. Los niñitos que habían encontrado la muerte al ser sacrificados a los tlaloques, también iban al Tlalocan y se les concedía el privilegio de regresar a la Tierra, para asistir a la fiesta de Mixcóatl, dios de las tempestades y la cacería, y tomar parte en los rituales. Al Tlalocan también iban a morar los espíritus de todos los que habían encontrado la muerte al ser sacrificados a los dos dioses del agua y, en general, todos aquellos que en vida siguieron una conducta ejemplar, valiente y devota.

Tláloc, El Que Hace Brotar, y su esposa Chalchiuhtlicue, la de la Falda de Jade, auxiliados por sus ayudantes Ahuízotl y Ateponaztli, designaban quienes debían morir y acceder al Tlalocan. Ahuízotl era un mamífero acuático que poseía en la cola una mano con la que ahogaba a las personas que se acercaban a los ríos sin tomar las debidas precauciones. Ateponaztli  era un ave acuática tan maligna y traicionera como el Ahuízotl, ya que cumplía las mismas funciones que aquél.
Cuando las almas se convertían en ahuequetin o en ehecatotontin, su tarea principal consistía en provocar las lluvias, tormentas y granizadas, y en arrojar tremendos rayos cuando el comportamiento de las personas había sido impropio e incorrecto a los ojos de los dioses tutelares.

Al dios Tláloc se le distinguía por su máscara de anteojeras y bigote, simulados por dos serpientes que formaban un torzal en la nariz. Sus cuerpos enroscados daban vida a sus ojos y las colas de los ofidios hacían las veces de bigotes. El color de Tláloc era el azul, pues es el color de las aguas. Esta divinidad contaba con cuatro tlaloques principales que le servían de ayudantes, a la vez que simbolizaban las nubes. Cada uno estaba situado en un punto cardinal. Llevaban en las manos una vasija y un bastón. Cuando luchaban entre sí, rompían las ollas con sus bastones y entonces se producían los truenos, los rayos y la lluvia.
Chalchiuhtlicue, la amada esposa de Tláloc, era la diosa de los lagos, los ríos y los mares, a más de ser la patrona de los nacimientos. Se ataviaba con un huipil y una falda de color verde agua, pintaba su rostro con negras líneas verticales en la parte inferior, y llevaba como adornos tiras de papel de amate pintadas de azul y blanco con hule derretido. En la frente portaba una diadema con dos borlas que caían, graciosamente, a los lados de la cara. Sus fervientes adoradores eran los pescadores y los que ejercían oficios relacionados con el agua.

Al Tonatiuh Ilhuícatl, Cielo del Sol,  iban las almas de los guerreros muertos en combate, un hermoso lugar de residencia obtenido como  premio por su valentía y coraje. Asimismo, accedían al Cielo del Sol los guerreros mexicas que habían muerto en poder de sus enemigos; los sacrificados al dios Sol, y las mujeres muertas en su primer parto; a más de los magníficos pochtecas, comerciantes, que hubiesen encontrado la muerte durante una de sus tantas misiones comerciales.

Las almas de los que iban hacia el Cielo del Sol necesitaban de ochenta días de viaje. Una vez que el tiempo requerido se había cumplido, los familiares cesaban las ofrendas con los que obsequiaban para que pudiesen llegar a buen fin. Los familiares de los guerreros muertos en combate podían ya lavarse la cara y la cabeza, y  peinarse los cabellos, acciones que les estaban prohibidas debido al luto que era preciso guardar.

El Tonatiuh Ilhuicac era una hermosa y grande planicie con muchos árboles que brindaban frescura. Estaba dividido en dos partes: la occidental y la oriental. Cada mañana los guerreros muertos recibían al Sol y le acompañaban hasta el centro del Cielo. Ahí lo entregaban a las mujeres muertas en su primer parto, quienes lo transportaban en bellas andas, adornadas con plumas de quetzal, hasta el occidente, espacio sagrado donde era recibido por los seres del Mictlan. Pasados cuatro años, los guerreros se convertían en mariposas y en aves que bajaban a la Tierra para alimentarse con el néctar de las flores. Las mujeres devenían las famosas cihuapipiltin que descendían a sus antiguos hogares a buscar los malacates y telares que utilizaron en vida.

Esas temibles diosas tenían la cara tan blanca que parecía que las habían pintado con tízatl,  gis. Sus brazos y piernas también eran blancos. Peinaban sus cabellos a la manera de cuernecillos laterales; en los lóbulos de las orejas llevaban orejeras de oro; vestían huipil pintado con grecas negras, bajo el cual se asomaba la enagua de ricos y variados colores. Las cihuatetéotin, su otro nombre, descendían a la Tierra volando por los aires y se les aparecían a los niños y a los adultos para hacerles maldades y causarles enfermedades. Asimismo, tenían la facultad de entrar en los cuerpos y poseerlos. No bajaban a la Tierra todos los días del año, sino nada más en determinadas fechas en las cuales los padres les prohibían a los niños pasearse por las encrucijadas de los caminos, lugares preferidos de las diosas para hacer daño.

Los niños de pecho que no habían llegado a probar el maíz, lo que implicaba haber tenido contacto con la tierra y, por ende, con la muerte, y que desconocían el significado de la actividad sexual, al morir iban a un lugar llamado Chichihualcuauhco o Tonacacuauhtitlan, en el cual permanecían hasta que les era dado retornar para vivir una segunda vida; es decir, tenían la posibilidad de reencarnar. Mientras esperaban el momento propicio de volver a nacer, se alimentaban de árboles cuyos frutos tenían formas de mamas de las que brotaba la sagrada leche.   

Sonia Iglesias y Cabrera


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