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Mitos Mexicanos

Xipe Tótec, Nuestro Señor el Desollado

Yo soy Xipe Tótec, El Desollado, habito en el espacio sagrado del Este, en la región donde todos los días nace Tonatiuh, el omnipresente Sol. Yo, el Bebedor Nocturno, simbolizo la parte masculina del universo, la juventud, y la aurora. Soy la representación de la fertilidad, y el patrono de los orfebres. Como soy de condición magnánima, un día decidí quitarme la piel de mi divino cuerpo -símbolo de la cascarilla que recubre la semilla del maíz  que se pierde antes de geminar-, para hacer brotar el maíz y alimentar a los hombres de mi raza, mis fieles súbditos. Quitarme la piel fue un gesto de infinita bondad, desde entonces se me conoce con el nombre de Xipe Tótec, Nuestro Señor el Desollado. Por esta razón  cubro mi cuerpo con una piel recién desollada, connotación de  fertilidad y de  nueva vegetación que nace en la primavera. Es mi vestimenta del renacimiento de la naturaleza, del eterno ciclo de vida, muerte y resurrección del que nadie escapa, solamente nosotros, los dioses, que seguiremos viviendo por la eternidad.

Nací muchos siglos atrás. Mis padres fueron los dioses creadores Ometecuhtli, Dos Señor, ‒la esencia masculina de la creación‒ y Omecíhuatl, Dos Mujer, su contraparte femenina; dioses de la dualidad universal integrados en el poderoso dios Ometéotl. Pero no fui el único hijo, pues tuve cuatro divinos hermanos concebidos cuando en el universo solamente existía el Cielo y nada más. Tuve la gloria de ser el primogénito. Yo soy el Tlatlauhqui-Tezcatlipoca, el Rojo, el Desollado. El segundo hijo fue Yayauhqui-Tezcatlipoca, el Negro, conocido como Tezcatlipoca a secas. A Iztauhqui-Tezcatlipoca correspondió ser el tercer hijo, su color fue el Blanco y pasó a la fama por ser nada menos que el esperado Quetzalcóatl. El cuarto hijo recibió el nombre de Imitéotl-Inaquizcóatl-Tezcatlipoca, el Azul, transformado en Huitzilopochtli, a quienes los aguerridos mexicas adoran como la deidad más importante de su trayectoria trashumante. Desde nuestro nacimiento nos dedicamos a no hacer nada, a gozar del Cielo en que vivíamos. Sin embargo, pasados seiscientos años, un buen día decidimos que había llegado la hora de dar inicio a la Creación. Nos reunimos en el centro de nuestros cuatro espacios cósmicos, en Teotihuacan, a fin de discutir la estructura del mundo, las leyes y las normas que debían regir a los hombres, tanto en el plano vertical como en el horizontal. Cada uno de nosotros tomó su rumbo y asumió sus funciones que se volvieron leyendas, pues me enorgullezco en decir que fuimos los creadores de los Cinco Soles.

Una vez concluida la Creación, Yo, Xipe Tótec, devine para los mortales Nuestro Señor el Desollado, y fui adorado por muchas naciones de indios en mis diferentes advocaciones. Debido a ello tuve muchos nombres: Tezcatlipoca Rojo, o lo que es igual, Espejo Humeante Rojo; Xipe Tótec, el nombre con el que mejor me identifico; el Bebedor Nocturno, Camaxtli, El que tiene Taparrabos y Calzado; y Mixcóatl, Serpiente de Nubes. Como Camaxtli me adoraron los tlaxcaltecas y los huexotzincas, quienes me convirtieron en dios de la caza, la guerra, la esperanza y el fuego, y me dedicaban una gran fiesta en el decimo cuarto mes llamado Quecholli. Poco después tomé el nombre de Mixcóatl y me convertí en dios de las tempestades, la guerra y la cacería.

Los hombres me veneraron en piedra y en barro. En una de mis tantas representaciones me vistieron con mi famosa piel humana desollada que me cubría todo el cuerpo; bajo esta piel me colocaron una falda de hojas de zapote y muchos cascabeles de oro macizo. Mi cabeza la tocaron con hermosas plumas de quetzal y con una corona puntiaguda de colores y borlas con listones que me caían por la espalda. Mi cara la decoraron con pintura facial de índole simbólica, y a mis labios los llenaron  del sagrado hule derretido. En mis lóbulos perforados colocaron bellas orejeras de oro macizo, y completaron mi atuendo con un escudo decorado con círculos concéntricos, más una larga vara con una sonaja en uno de sus extremos. Tal como siglos después constataría un famoso cronista de los blancos vencedores.

Como es de suponer, siendo  uno de los cuatro dioses fundamentales de la Creación, yo, Xipe Tótec, el jaguar que devora, exigí de mis fieles mexicas una fiesta en la cual se exaltaran mis cualidades, me alimentaran de corazones humanos y sangre, y alegraran mis ojos con bellas danzas y mis oídos con cantares acompañados de música. Los sacrificios que me dedicaron se realizaban el segundo mes del año llamado Tlacaxipehualiztli, Desollamiento de Hombres. Aunque más complicada de lo que relataré, la fiesta se iniciaba con un juego ritual en el cual se formaban dos bandos: uno de ellos estaba integrado por jóvenes vestidos con pieles desolladas de hombres sacrificados especialmente para la fiesta; el otro bando lo integraban valientes y belicosos guerreros Águila y Jaguar. Ambos bandos entraban en combate y corrían de un lado a otro peleando y luchando. Cuando el juego terminaba, los hombres vestidos imitando mi atuendo, se iban por la ciudad y pedían en las casas que les diesen alguna limosna en mi nombre, ¡Vaya vergüenza que me hacían pasar! Se les introducía en las casas, se les ofrecían asientos de hojas de zapote, y se les colocaba al cuello sartas de elotes y de diversas y fragantes flores; se les daba de beber octli blanco y, si en la casa en cuestión había mujeres enfermas, colocaban altares con ofrendas de comida y bebida para alagarme y tuviera a bien curarlas, pues he olvidado decir que se me atribuía ser el causante de varias enfermedades como la sarna, las llagas, las pústulas, y todos los padecimiento que suelen atacar a los ojos.

La víspera de la fiesta, y después de numerosos sacrificios con púas de maguey con las cuales sangraban varias partes de su cuerpo, los sacerdotes llevaban a los prisioneros y esclavos que iban a sacrificarme -llamados xipeme, desollados- hasta el templo de Huitzilopochtli, donde los sacrificaban sobre la piedra de sacrificios. Cada víctima era arrojada por las escaleras del templo hasta el suelo, donde era recibido por unos viejos sacerdotes nombrados cuacuacuilti, quienes llevaban el cuerpo al calpulli para desollarlo, quitarle el corazón  y el cuero cabelludo de la coronilla que se guardaba como reliquia. Las pieles así obtenidas se pintaban de amarillo y se las ponían en sus propios cuerpos. Esta especial vestimenta recibía el nombre de teocuitlaquémitl, vestidura dorada. Después de haber sido utilizadas, las pieles se arrojaban al interior de un cuarto del templo, donde se encontraba la Piedra del Sol. Tales eran las fiestas que se me dedicaban y que yo disfrutaba mientras escuchaba los cánticos que  me ofrecían en la dulce lengua náhuatl. 

Sonia Iglesias y Cabrera

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