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El Sambomono

En el pueblo de Tres Zapotes vivía Juanito con su papá. Era un niño solitario, no le gustaba compartir sus juegos con otros niños. Cuando todos iban a nadar al río, Juanito se apartaba y nadaba solo; cierto día, sus compañeros fueron a espiarlo al otro lado del río y se llevaron una gran sorpresa: Juanito tenía todo el cuerpo cubierto de pelo y detrás le colgaba una cola. Inmediatamente sus compañeros empezaron a burlarse de él: “Juanillo, el oso” –le decían- mientras algunos lo jalaban de la cola y otros se acercaban a tocarlo.

En cuanto pudo, Juanito se escapó y fue a buscar a su padre. Le contó lo que había pasado en el río, y le dijo que ya no quería volver nunca ahí ni tampoco a la escuela, y que no deseaba ver a nadie, porque había sentido una rabia casi incontrolable. “Ya lo sabes papá, tengo cuerpo de oso y fuerza de oso, y si me molestan voy a acabar matándolos”.

El papá de Juanito estaba muy preocupado, “qué crueles son los niños” -pensaba-. Pero no encontraba las palabras para convencer a su hijo de que ignorara las burlas de sus compañeros, ya que Juanito estaba convencido de dejar el pueblo: “Me voy a ir pa’l monte, papá, y que nadie me busque porque me los sueno”. El papá no podía aceptar la idea de separarse de su hijo, pero tampoco pudo detenerlo; sólo le quedó el consuelo de ir a visitarlo de vez en cuando; “tienes que anunciar tu llegada con este caracol de mar” –le dijo Juanito, “si no, yo no voy a saber que eres tú”.

Juanito se fue y al poco tiempo empezaron a escucharse unas terribles historias de desaparecidos en el monte. Los que se internaban entre la arboleda, no volvían a aparecer y por las noches se escuchaban gritos de terror que provenían del monte. Con el tiempo hubo quien alcanzó a ver al animal del monte; era un humano con cuerpo peludo y con cola. La gente empezó a llamarle Sambomono, decían que era un animal solitario que atrapaba gente para no aburrirse.

El padre escuchaba esas historias y no se atrevía a hablar de su hijo. Lo único que pudo hacer fue recomendarle a la gente que no anduviera cerca de ahí y que, para cruzar el monte, lo mejor sería que lo hicieran tocando un caracol de mar, así el animal no atacaría. La gente siguió el consejo del papá de Juanito, pero nadie supo nunca que se trataba de su hijo.

El padre logró salvar algunas vidas, pero no dejaba de pensar “qué crueles son los niños”.

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La mulata de Cordoba

Hace muchos años, en la época de la Inquisición y el Santo Oficio, vivía en la ciudad de Córdoba una hermosa mujer. No tenía padre ni madre. Sola en el mundo la llamaron Soledad. Tenemos que decir que era Mulata.

Como no era bien visto en esos tiempos un color diferente al blanco de la piel. Los indios y los negros no tenían derechos y esta mujer siendo mulata atestiguaba la unión entre dos razas. Su extremada belleza la hizo blanco de requiebros, volviéndola huraña. Las mujeres empezaron a hacer correr el rumor de que ella sabía de embrujos, magia y encantamienos. Aseguraban haber visto por las noches salir de las ventanas de la choza donde vivía una luz intensa y escuchar música extraña y misteriosa. Las autoridades del Santo Oficio y sus propios vecinos empezaron a espiarla para comprobar sus nefastas relaciones con el maligno. Al contrario, la veían ir a misa. Esto acallaba los rumores y calmaba a las autoridades de la Santa Inquisición.

No así a Don Martín de Ocaña, Alcalde de Córdoba, hombre entrado en años que ardía de pasión por la Mulata. Le confesó su amor, llegó a prometer regalos y premios si cedía a entregarle su cuerpo. La Mulata no estuvo dispuesta ni siquiera a sonreírle, mucho menos a brindarle un gesto de esperanza.

Un hombre desairado es el peor enemigo que puede tener una mujer. Mucho más si este hombre es el alcalde de Córdoba. Peor aún si la mujer vive en esa Ciudad, es sola y por añadidura mulata.

Para deshacerse, al mismo tiempo, del desagravio, de la razón de su sufrimiento, de la mujer que más se odia tanto cuanto más se ama, el alcalde acusó a la Mulata de haberle dado un bebedizo para hacerle perder la razón. La denuncia con la esperanza de verla arder en una pira de leña verde. Suya o de nadie.

La misma noche, el alcalde seguido por sus sirvientes, asistentes, policías y hasta amigos, rodearon la choza de la Mulata y en nombre de la Santa Inquisición le mandan abrir la puerta, pero ella, presa de justo miedo, no obedece. El despliegue de las fuerzas que utilizaron para detenerla era como para aprehender a las bandas de salteadores que por esas épocas merodeaban el camino de Córdoba a Veracruz.

Por fin fue apresada y llevada en una carreta descubierta, custodiada por el Santo Oficio hasta las seguras mazmorras del castillo de San Juan de Úlua, donde fue encerrada en espera de su castigo.

Unos dicen que fue en el mismo San Juan de Úlua en Veracruz. Otros por el contrario afirman que sucedió en los calabozos del Palacio de la Santa Inquisición en la Plazuela de Santo Domingo, en México, Capital de la Nueva España.

Lo cierto es que después de su rápido juicio se encontró culpable de sostener pactos con el maligno, la sentencia decía que Soledad, la Mulata de Córdoba, como ya era conocida, fuera quemada con leña verde, en presencia de los ciudadanos para que tomaran claro ejemplo de lo que no se debe hacer y dar justo escarmiento, de los que, como ella, se apartan de los caminos del bien.

Toda la noche, en lugar de rezar las oraciones pertinentes que demostraran su arrepentimiento, aunque de todas maneras sería inmolada en el fuego, Soledad la pasó dibujando con un trozo de carbón un barco en la pared del calabozo. Con tal maestría y primor que el carcelero que al otro día en la madrugada fue a buscarla, quedó pasmado ante tal obra de arte.

Tenía perfectamente delineados todos los aparejos de un bajel dispuesto para una gran travesía en alta mar. Ante la sorpresa del guardia, Soledad le preguntó con una amplia sonrisa. “¿Qué es lo que le falta a esta embarcación?”. A lo cual contestó presuroso el guardián. “Andar”. “Pues mira como anda” le respondió la Mulata subiendo ágil por las escalerillas del barco. Todavía se volvió para despedirse de sus captores con un suave gesto de la mano indicando su adiós. Mientras el galeón desaparecía ante los desorbitados ojos del centinela.

Adaptación de MARKO CASTILLO