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El Carnaval II. Llegada a México.

El Carnaval llegó a nuestro país durante la primera mitad del siglo XVI gracias a los frailes evangelizadores que arribaron con los conquistadores españoles, como una consecuencia lógica de las celebraciones de Semana Santa. Del Carnaval español heredamos el gusto por los bailes populares, las mascaradas, los disfraces, el travestismo, la elección del rey feo, y la imagen de don Pelele convertido en Juan Carnaval y en los judas que se queman el Sábado de Gloria en México.
Muy poco o casi nada conocemos acerca de los primeros carnavales que se festejaron en la Nueva España, pues no han quedado referencias escritas en las que podamos apoyarnos, lo que sí sabemos es que el Carnaval sustituyó, en el ánimo religioso de los indígenas, a la fiesta dedicada a Xipe Tótec, celebrada el segundo mes Tlacaxipehualiztli, en la que desollaban a los cautivos de guerra.

En contraposición, las crónicas carnavalescas del siglo XIX abundan. Para darnos una somera idea de lo que fue la fiesta, sigamos la descripción de Roberto Duclas, estudioso francés de las costumbres del mencionado período. Este viajero nos cuenta que en los días de Carnaval, en las calles, plazas y teatros de la ciudad se celebraban bailes a los que acudía toda la población de medianos y altos recursos económicos. Las barberías se llenaban de toda clase de disfraces, donde la gente iba con el propósito de comprarlos o alquilarlos. Había disfraces de moros, cruzados, trovadores, y arlequines, entre otros muchos más. Las personas adineradas mandaban hacer sus trajes de Carnaval con los famosos sastres Irugüen y Cusac.

Por las tardes, y en especial la del domingo de la quincuagésima y el Martes de Carnaval, se acudía al Paseo de Bucareli y al de la Viga, para lucir los hermosos disfraces. Los señores montados a caballo, ofrecían flores y cucuruchos con caramelos a las damas elegantes que paseaban en sus carruajes. Los jóvenes, disfrazados grotescamente, montaban en burros y hacían burlonas muecas o lanzaban sátiras virulentas a los políticos y a los avariciosos comerciantes.

Llegada la noche, las personas regresaban a la ciudad para reunirse en comparsas con los músicos y arrojarse, unos a otros, trocitos de papel de colores llamados “agasajos”, a saber por qué. En la algarabía nocturna, todo el mundo se lanzaba flores y huevos con agua pintada o perfumada. Los jóvenes perseguían a las máscaras bailando, bromeando y participando en divertidas farsas. Las comparsas de disfrazados solían entrar en las casas donde había baile, para departir unos momentos con los dueños e invitados, e inmediatamente acudir a otros domicilios y seguir la diversión hasta el amanecer.

El Teatro de Santa Anna, situado en la Calle de Vergara, decorado y transformado en salón de baile para la ocasión, acogía a la mejor sociedad de la ciudad que se daba cita con la única intención de divertirse de lo lindo comiendo finos bocadillos y bebiendo vinos importados, entre una y otra polca o rigodón. De más está decir que este día los bailarines ocultaban su identidad tras el anonimato  de una sugestiva máscara.

En la calle del Puente de Monzón (Isabel la Católica), el general Manuel Andrade organizaba él mismo los festejos en su suntuosa residencia, solamente para gente importante.

Mientras los sirvientes circulan ofreciendo en platones canapés, helados y bebidas a los invitados, los enmascarados daban rienda suelta a la diversión. Al son del piano había gritos, persecuciones y bailes. Una dama atrae la atención de todos por su elegancia: hermoso traje de terciopelo bordado en oro, magnífica cabellera y tez mate. Bromea con mucha gracia, se pone al piano y cautiva a la concurrencia por la seguridad de su arte. Después desaparece. Algunos curiosos logran seguirla hasta el establecimiento de Gabino Medina, el peinador de la Calle del Coliseo Nº 11. Por la puerta entreabierta, ven a la bella dama quitarse la máscara y la peluca, y comprueban, estupefactos, que Centroni, el gran pianista, los ha engañado. Hasta aquí el testimonio de Duclas.

 En estas ocasiones era fácil que se entablaran romances, mas había que andarse con cuidado, no fuera a ocurrir una equivocación como la anterior, ya que en esos días las mujeres se disfrazaban de hombres y viceversa. A eso de las dos de la mañana, las personas importantes se retiraban a sus hogares, pero el que lo deseara podía quedarse de farra hasta el amanecer.

A diferencia de lo acontecido con otras fiestas tradicionales, el paso del tiempo no terminó con el Carnaval, sino que lo enriqueció, pues los desfiles de carros alegóricos, de comparsas, disfrazados, los combates de flores, los bailes, la elección de una reina de la belleza y de un rey feo, las máscaras, las sátiras y las bromas, el tirarse a la cabeza huevos rellenos de confeti o agua perfumada, son algunos de los elementos que caracterizan a los carnavales urbanos y mestizos que se llevan a cabo en Veracruz, Mazatlán, Acapulco, Mérida y Villahermosa. Acerca de ellos Sebastián Verti opina:
El evento más importante es el desfile de comparsas y carros alegóricos para el cual se han preparado con meses de anticipación- los vecinos de los diferentes barrios.
La fiesta tiene lugar a todas horas del día y de la noche. Son continuos el bullicio, el encuentro inesperado y la amistad espontánea, la cálida sensación de celebrar en compañía de toda la ciudad, una misma alegría.

Al parejo de estos carnavales internacionalmente conocidos, en pequeñas ciudades, pueblos y barrios mestizos e indígenas se efectúan otros de igual o de mayor importancia, pero de los que escasamente tenemos noticias. Así por ejemplo, en Huexotzingo, Puebla, se dramatiza la captura y muerte de Agustín Lorenzo, un bandolero que asaltaba los trenes que iban de la ciudad de México a Veracruz, y el rapto de la hija de un rico hacendado, a la cual desposa para después morir ejecutado por las tropas federales. Esta representación se lleva a cabo el Martes de Carnaval. Otro ejemplo lo tenemos en  el pueblo de San Juan Totolac, Tlaxcala. Durante el Carnaval se cuelga al “ahorcado”. Este pelele simboliza los pecados de toda la comunidad. Después de apresarlo por pecador, enjuiciarlo y declararlo culpable, se le sentencia a morir. Ante tan fatal castigo, el ahorcado deja todas sus posesiones a sus hijos y a su viuda. Para matarlo, le atan una cuerda a la cintura y lo cuelgan entre dos postes de madera. Ejecutada la sentencia, el monigote se lleva a enterrar, pero resucita y levantándose empieza a repartir azotes entre los concurrentes. Valgan solamente estos dos ejemplos para ilustrar nuestro artículo.

Sonia Iglesias y Cabrera


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