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Mitos Mexicanos

K’acoch y la flor tsaknikté. Mito lacandón.

Antes de que el universo se formara  sólo existía un dios: K’akoch, el Supremo Creador, Padre de Todos los Dioses, único habitante de un mundo de tierra y agua. Para no sentirse tan solo, el dios creó un Sol y una Luna. Pero el Sol era muy débil, escasamente iluminaba y calentaba muy poco. Un día, el dios K’akoch decidió crear una flor: la tsaknikté. De tal flor nacieron tres dioses y sus esposas. El primero que nació fue Zukunkyum,  cuyo nombre significa El Hermano Mayor de Nuestro Señor, dios del Inframundo que juzgaba a las almas de los muertos y fungía como guardián del Sol, que se debilitaba conforme transcurría su recorrido diurno, hasta que morir al llegar al Inframundo. En el Más Allá, Zukunkyum  se encargaba de alimentarlo y de llevarlo en sus espaldas hasta el este, para que pudiera renacer. Durante el día, el dios se encargaba de cuidar a la Luna de manera similar a como lo hacía con el Sol. El segundo hermano fue Ah Kyantho, dios del comercio y de los extranjeros. Su imagen era como una extraña luz hechicera; usaba un sombrero y una pistola. Era, asimismo, el dios responsable de la medicina. El tercero en nacer fue Hach Ak Yum, Nuestro Verdadero Señor, quien hizo posible la creación de la Tierra y de los humanos. Tiempo después del triple alumbramiento, nacieron todos los demás dioses de la misma flor tsaknikté.

K’akoch creó el maíz y se lo obsequió a Hach Ak Yum, para que su esposa hiciera atole y tortillas y los dioses pudieran alimentarse. Cuando los dioses estuvieron satisfechos,   tuvieron descendencia y formaron familias con las mismas características que las humanas, salvo por el hecho de que eran inmortales. Cuando el dios K’akoch hubo llevado a término el ordenamiento del universo, dio a los dioses como morada la Tierra, Lu’um K’uh: les dio los lagos, las cavernas, las grutas, y las ruinas arqueológicas que se encuentran en la selva, para que vivieran y llevaran una vida de tranquilidad,  armonía y felicidad. Fue entonces cuando los tres hermanos sagrados decidieron visitar el mundo. En su periplo se dieron cuenta de que la Tierra no estaba bien hecha, pues le faltaba fuerza,  no era sólida. Hach Ak Yum arrojó arena sobre la tierra lodosa y con ello consiguió que se endureciera. Así pudo crear la selva, llena de plantas, animales y árboles.

Hach Ak Yum pensó que la Tierra debía estar poblada, y decidió crear a los hombres utilizando barro mezclado con arena y con granos de maíz, pues consideraba que era necesario que hubiese  personas que venerasen a los dioses. Por dientes les puso granos de dicho cereal, que reprodujo tirando piedrecillas en el suelo de la selva. Cuando terminó de modelar  las figurillas las puso recargadas en el tronco del cedro llamado K’uh Che, Árbol de Dios, y al otro día les dio vida haciendo que la savia del árbol fluyera hacia los cuerpos de los hombres. 

Kisin, uno de los dioses, quiso hacer lo mismo y, en un arranque de envidia, intento destruir las figuras para crear otras con sus propias manos. Hach Ak Yum se dio cuenta de lo sucedido y montó en cólera; despertó rápidamente a sus criaturas y  transformó a los seres hechos por Kisin en animales de madera. Kisin, siempre celoso del dios creador,  planeó matarlo para quedarse con sus creaciones. Sin embargo, nunca lo logró porque Hach Ak Yum siempre pudo salvarse ayudado por su hijo T’uub. Así por ejemplo, el dios escapó de la muerte porque al enterarse que Kisin lo iba a matar, hizo su propia imagen de palma. Kisin, confundido por el engaño del creador, le dio muerte al monigote. Enojado por este intento de asesinato, Hach Ak Yum envió a Kisin a vivir en el Metlan, el Inframundo.

Ak Na, Nuestra Madre, la esposa del dios Creador, fue la encargada de dar vida a las mujeres. La pareja creadora no creo solamente a los lacandones, sino también a otras tribus. Por ejemplo, encargaron a Ah Metzabac crear a los mexicanos, los tzeltales y los guatemaltecos. Ah Kyanto, Nuestro Auxiliar, fue el designado para  crear a los norteamericanos. Todos fabricados con barro, pero cada pueblo era de un barro diferente.

Hach Ak Yum fue muy hostigado por sus hijos, los Chak Xib, Muchachos Rojos, quienes lo amenazaban con la muerte. El dios se enojó y les condenó a vivir eternamente sobre la Tierra, en la selva, en donde viven los hombres, porque fueron groseros y se atrevieron a retarlo. Como castigo, el dios les dio atributos femeninos, lunares, y perdieron sus atributos solares que eran masculinos. Cuando los Muchachos Rojos quieren visitar a su padre  forman varios arcoíris y suben por ellos hasta el Cielo. Les gusta permanecer junto a su madre Ak Na’, pues los Muchachos Rojos simbolizan al granizo, los truenos, la tormenta, los rayos y los vientos, y su madre las aguas fecundadoras. 

Ak Na’, la Luna, Madre de todas las Madres, la engendradora universal, simbolizaba la noche, la oscuridad, y fue la  protectora de las mujeres. En su telar de cintura tejía la materia prima de la vida humana. A veces, debía preservar a los seres humanos de las repentinas cóleras que sofocaban al Creador, su esposo, o de sus deseos malsanos de destruir al mundo. En contraparte. Los dioses-esposos tuvieron muchos hijos e hijas: los primeros formaron el Linaje Solar, y las segundas, el Linaje Lunar.

Hach Ak Yum, Nuestro Verdadero Señor, creador de la selva, el Sol y de los humanos vivía en Yaxchilán, lugar que se encontraba en la Tierra. Pero un día decidió irse a vivir al Cielo y se fue con toda su familia. Desde entonces, Yaxchilán se convirtió en un espacio sagrado, en donde por medio de la celebración de ritos, se logra la comunicación con el dios. Yaxchilán es el centro del mundo en el cual existe una ceiba sagrada, cuya copa llega al Cielo y cuyas raíces conducen al Inframundo. Tal árbol recibe el nombre de Yaax Che; es decir, el Árbol Verde, encargado de sostener al mundo. Alimenta y hospeda a los que no tienen padres. Dicha ceiba simboliza la fecundidad y la fertilidad. A más de este árbol central, la Tierra se encuentra sostenida por otras cuatro ceibas situadas en cada uno de los puntos cardinales. Estas direcciones sagradas  tienen su color y su significado: el este es rojo: sangre y vida; el oeste es negro: muerte; el norte  es blanco: el cenit; y el sur es amarillo: la medianoche. El mito aún vive.
                               
Sonia iglesias y Cabrera 

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Xipe Tótec, Nuestro Señor el Desollado

Yo soy Xipe Tótec, El Desollado, habito en el espacio sagrado del Este, en la región donde todos los días nace Tonatiuh, el omnipresente Sol. Yo, el Bebedor Nocturno, simbolizo la parte masculina del universo, la juventud, y la aurora. Soy la representación de la fertilidad, y el patrono de los orfebres. Como soy de condición magnánima, un día decidí quitarme la piel de mi divino cuerpo -símbolo de la cascarilla que recubre la semilla del maíz  que se pierde antes de geminar-, para hacer brotar el maíz y alimentar a los hombres de mi raza, mis fieles súbditos. Quitarme la piel fue un gesto de infinita bondad, desde entonces se me conoce con el nombre de Xipe Tótec, Nuestro Señor el Desollado. Por esta razón  cubro mi cuerpo con una piel recién desollada, connotación de  fertilidad y de  nueva vegetación que nace en la primavera. Es mi vestimenta del renacimiento de la naturaleza, del eterno ciclo de vida, muerte y resurrección del que nadie escapa, solamente nosotros, los dioses, que seguiremos viviendo por la eternidad.

Nací muchos siglos atrás. Mis padres fueron los dioses creadores Ometecuhtli, Dos Señor, ‒la esencia masculina de la creación‒ y Omecíhuatl, Dos Mujer, su contraparte femenina; dioses de la dualidad universal integrados en el poderoso dios Ometéotl. Pero no fui el único hijo, pues tuve cuatro divinos hermanos concebidos cuando en el universo solamente existía el Cielo y nada más. Tuve la gloria de ser el primogénito. Yo soy el Tlatlauhqui-Tezcatlipoca, el Rojo, el Desollado. El segundo hijo fue Yayauhqui-Tezcatlipoca, el Negro, conocido como Tezcatlipoca a secas. A Iztauhqui-Tezcatlipoca correspondió ser el tercer hijo, su color fue el Blanco y pasó a la fama por ser nada menos que el esperado Quetzalcóatl. El cuarto hijo recibió el nombre de Imitéotl-Inaquizcóatl-Tezcatlipoca, el Azul, transformado en Huitzilopochtli, a quienes los aguerridos mexicas adoran como la deidad más importante de su trayectoria trashumante. Desde nuestro nacimiento nos dedicamos a no hacer nada, a gozar del Cielo en que vivíamos. Sin embargo, pasados seiscientos años, un buen día decidimos que había llegado la hora de dar inicio a la Creación. Nos reunimos en el centro de nuestros cuatro espacios cósmicos, en Teotihuacan, a fin de discutir la estructura del mundo, las leyes y las normas que debían regir a los hombres, tanto en el plano vertical como en el horizontal. Cada uno de nosotros tomó su rumbo y asumió sus funciones que se volvieron leyendas, pues me enorgullezco en decir que fuimos los creadores de los Cinco Soles.

Una vez concluida la Creación, Yo, Xipe Tótec, devine para los mortales Nuestro Señor el Desollado, y fui adorado por muchas naciones de indios en mis diferentes advocaciones. Debido a ello tuve muchos nombres: Tezcatlipoca Rojo, o lo que es igual, Espejo Humeante Rojo; Xipe Tótec, el nombre con el que mejor me identifico; el Bebedor Nocturno, Camaxtli, El que tiene Taparrabos y Calzado; y Mixcóatl, Serpiente de Nubes. Como Camaxtli me adoraron los tlaxcaltecas y los huexotzincas, quienes me convirtieron en dios de la caza, la guerra, la esperanza y el fuego, y me dedicaban una gran fiesta en el decimo cuarto mes llamado Quecholli. Poco después tomé el nombre de Mixcóatl y me convertí en dios de las tempestades, la guerra y la cacería.

Los hombres me veneraron en piedra y en barro. En una de mis tantas representaciones me vistieron con mi famosa piel humana desollada que me cubría todo el cuerpo; bajo esta piel me colocaron una falda de hojas de zapote y muchos cascabeles de oro macizo. Mi cabeza la tocaron con hermosas plumas de quetzal y con una corona puntiaguda de colores y borlas con listones que me caían por la espalda. Mi cara la decoraron con pintura facial de índole simbólica, y a mis labios los llenaron  del sagrado hule derretido. En mis lóbulos perforados colocaron bellas orejeras de oro macizo, y completaron mi atuendo con un escudo decorado con círculos concéntricos, más una larga vara con una sonaja en uno de sus extremos. Tal como siglos después constataría un famoso cronista de los blancos vencedores.

Como es de suponer, siendo  uno de los cuatro dioses fundamentales de la Creación, yo, Xipe Tótec, el jaguar que devora, exigí de mis fieles mexicas una fiesta en la cual se exaltaran mis cualidades, me alimentaran de corazones humanos y sangre, y alegraran mis ojos con bellas danzas y mis oídos con cantares acompañados de música. Los sacrificios que me dedicaron se realizaban el segundo mes del año llamado Tlacaxipehualiztli, Desollamiento de Hombres. Aunque más complicada de lo que relataré, la fiesta se iniciaba con un juego ritual en el cual se formaban dos bandos: uno de ellos estaba integrado por jóvenes vestidos con pieles desolladas de hombres sacrificados especialmente para la fiesta; el otro bando lo integraban valientes y belicosos guerreros Águila y Jaguar. Ambos bandos entraban en combate y corrían de un lado a otro peleando y luchando. Cuando el juego terminaba, los hombres vestidos imitando mi atuendo, se iban por la ciudad y pedían en las casas que les diesen alguna limosna en mi nombre, ¡Vaya vergüenza que me hacían pasar! Se les introducía en las casas, se les ofrecían asientos de hojas de zapote, y se les colocaba al cuello sartas de elotes y de diversas y fragantes flores; se les daba de beber octli blanco y, si en la casa en cuestión había mujeres enfermas, colocaban altares con ofrendas de comida y bebida para alagarme y tuviera a bien curarlas, pues he olvidado decir que se me atribuía ser el causante de varias enfermedades como la sarna, las llagas, las pústulas, y todos los padecimiento que suelen atacar a los ojos.

La víspera de la fiesta, y después de numerosos sacrificios con púas de maguey con las cuales sangraban varias partes de su cuerpo, los sacerdotes llevaban a los prisioneros y esclavos que iban a sacrificarme -llamados xipeme, desollados- hasta el templo de Huitzilopochtli, donde los sacrificaban sobre la piedra de sacrificios. Cada víctima era arrojada por las escaleras del templo hasta el suelo, donde era recibido por unos viejos sacerdotes nombrados cuacuacuilti, quienes llevaban el cuerpo al calpulli para desollarlo, quitarle el corazón  y el cuero cabelludo de la coronilla que se guardaba como reliquia. Las pieles así obtenidas se pintaban de amarillo y se las ponían en sus propios cuerpos. Esta especial vestimenta recibía el nombre de teocuitlaquémitl, vestidura dorada. Después de haber sido utilizadas, las pieles se arrojaban al interior de un cuarto del templo, donde se encontraba la Piedra del Sol. Tales eran las fiestas que se me dedicaban y que yo disfrutaba mientras escuchaba los cánticos que  me ofrecían en la dulce lengua náhuatl. 

Sonia Iglesias y Cabrera

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Los hijos de los árboles. Mito mixteco

En aquellos los primeros y lejanos tiempos, la Tierra se encontraba en un absoluto caos. Todo era  desorden, no existían los días ni los años, pues el tiempo flotaba en la nada. El agua y la lama lo cubrían todo; sólo había  oscuridad y tinieblas. No existían ni los animales ni las plantas. No se conocían las montañas ni las cuevas y, por supuesto, no había gente. Solamente las divinidades creadoras vivían en esa oscuridad, volando por los aires. Ahí estaban Uno Venado Serpiente de Jaguar y Uno Venado Serpiente de Puma, los dos espíritus que simbolizaban el principio dual del cosmos. Serpiente de Jaguar llegó a este caos adoptando la forma humana y haciéndose visible. Después apareció Serpiente de Puma, en forma de una mujer muy bella. Vivía esta pareja en el noveno Cielo representación dual de un dios superior y mucho más poderoso: el Dios del Centro por quien “vive todo ser viviente”.

Los dos dioses Serpiente habían nacido en un lugar llamado Stinu, muy próximo a la peña de Cawacandivi, Donde Descansa el Cielo. De esta pareja surgieron todos los dioses que integraban el panteón mixteco. Uno Venado Serpiente de Jaguar y Uno Venado Serpiente de Puma crearon a los primeros seres divinos, los ñuhu. Estos ñuhu fueron las deidades Ñuhu Tachi, Dios del Aire; Ñuhu Nde’yu, Dios de la Tierra; Ñuhu Nchikanchii, Dios del Sol y el Fuego; Ñuhu Yoo, Dios de la Luna y de las Predicciones; Ñuhu Savi (Dzahui) Dios de la Lluvia; y Ñuhu Ndoso, Dios de los Montes y los animales. Todos ellos fueron los primeros habitantes de la Tierra que ayudaron a ordenar el mundo con sus fantásticos poderes divinos, otorgados por el Ser Supremo.

En ese mundo de oscuridad inicial, los dioses-primeros-pobladores de la Tierra, vivieron muchos siglos. Hasta que un día las divinidades decidieron separar la oscuridad de la luz, lo de arriba de lo de abajo, y la tierra  del agua. Cuando Ndicahndíi, el Sol, se creó, los ñuhu se asustaron y se escondieron en las cavernas y en las barrancas, aunque fueron alcanzados por la luz del Sol y quedaron petrificados. Desde entonces, las cavernas y las barrancas fueron sagradas. Algunos de ellos son conocidos todavía con los nombres de Señores Árbol, Señor Frijolón, Señor Frijolito, y los catorce Señores Serpiente.

De una peña, la pareja Venado hizo brotar el líquido vital, para después construir sobre aquélla un hermoso palacio en el cual vivirían y en donde quedó asentada la Tierra. Dicha peña se encontraba en Apoala, palabra de origen nahua que significa “agua que destruye” o el Lugar del Nacimiento de los Linajes. Apoala se encuentra en el noroeste de la actual ciudad de Oaxaca. En la parte más alta del palacio, se encontraba un hacha de cobre con el filo hacia arriba, en donde se asentaba el Cielo. Ya establecidos en su palacio, la pareja divina tuvo dos hijos: uno se llamó Viento Nueve Serpientes, porque ese día había nacido; y al otro lo denominaron Viento Nueve Cavernas, sin duda por la misma razón. El primero, tenía la facultad de volverse águila y volar a donde su voluntad lo llevara; el segundo, podíase convertir en una serpiente con alas, y volar con tanta maestría que podía meterse por las grietas y paredes, y aun volverse invisible. Los dos pequeños dioses fueron creados con mucho cariño y, por lo tanto, eran muy felices. Con el fin de honrar a sus padres, estos hermanos elaboraron una ofrenda consistente en incensarios de barro en los cuales quemaron beleño molido. Esta fue la primera ofrenda que el mundo conoció. Al entregar la ofrenda, los dos Viento les pidieron a sus padres que crearan la luz, el Cielo, las aguas y la Tierra. Entonces, procedieron a pincharse las orejas y la lengua con astillas de pedernal, y la sangre que brotó la esparcieron con una rama de árbol de sauce, sobre todos los árboles y plantas. Los dos hermanos les rogaron a sus padres que el mundo se poblara. Los dioses accedieron y juntaron la Tierra desde abajo, para que saliera el agua que todo lo cubría. El mundo se fue poblando con los hijos de ellos, la primera generación de mixtecos.

Más tarde, los dioses padres crearon dos hermosos jardines: uno para el placer de deleitarse, y otro para que contuviera todas las cosas que fuesen indispensables para efectuar las ofrendas a los dioses. Los jardines estaban repletos de árboles, plantas y flores de suma belleza; además, había en ellos frutas de excelso sabor, y hierbas olorosas y coloridas.  Pero sucedió que llovió durante muchos días hasta que la Tierra se inundó. Muchos dioses y muchos hombres sucumbieron. Los dioses se refugiaron en las nubes, y los hombres en las profundidades de la Tierra. Con el paso del tiempo, el Sol secó la tierra y renacieron las plantas. Los dioses decidieron que la Tierra debía poblarse otra vez. Así pues, las deidades superiores: Añau Nallihui, Corazón del Mundo; Iya Nicandi, Creador de Todas las Cosas y Yoco Situayuta, Dios de la Generación, que vivían en la cueva sagrada Cahuadzandanah, crearon el Río Yutatnoho, Río de Donde Salieron los Señores, para que fecundaran las semillas de dos árboles sagrados, Yuthu-ji, que habían plantado los mismos dioses en la riberas del río, muy cerca de la cueva sagrada de los tiempos primarios. Los árboles, que al principio podían confundirse con arbustos, fueron cuidados con mucho esmero por los dioses hasta que se convirtieron en hermosos y grandes. De ellos surgieron, gracias al aliento de Yoco Situayuta, un hombre y una mujer -desnudos y friolentos por el viento y la lluvia, y deslumbrados por los relámpagos- que fueron los antepasados de esta segunda generación de mixtecos. Del apareamiento de la pareja nacieron los nobles, los sacerdotes, los guerreros y los artífices; de las hojas de los árboles surgieron los quiadachiñosa,  campesinos; los quiadabasha,  artesanos; los iyosidacosa, mercaderes; y los quiadabasha-béé, los constructores.

Cuatro Pie, conocido también como Nácxitl, hijo de esta pareja, decidió hacer un agujero en un árbol que se encontraba en las nubes para ejecutar el acto sexual. De esta unión el árbol quedó preñado y, al poco tiempo, nació El Flechador del Sol, quien habría de retar al astro rey disparándole flechas, a las que el astro respondía enviándole sus poderosos rayos solares. Un atardecer, el Sol cayó herido de muerte y su sangre tornó rojiza la tarde y, por ende, a todos los futuros atardeceres. El Flechador tuvo miedo de que el Sol renaciera y quisiese recuperar  las tierras que su asesino le había arrebatado; así pues, llevó con él a todas las personas y  les ordenó que cultivaran milpas, aunque era ya de noche. Al otro día, cuando el Sol volvió a nacer, la Tierra estaba poblada y sembrada y ya no pudo hacer nada. Entonces, los mixtecos quedaron como dueños absolutos del lugar, porque así lo quiso el dios Nácxitl.

Sonia Iglesias y Cabrera

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El Mictlan, el Inframundo mexica

Cuentan los abuelos que los mexicas llamaban Mictlan al Inframundo, al lugar donde iban las almas de los muertos. En el Mictlan reinaban el dios Mictlantecuhtli y su esposa Mictlancíhuatl. Ambas deidades llevaban máscaras hechas de cráneos humanos. El dios tenía el pelo encrespado, los ojos en forma de estrella, adornos cónicos de papel en la frente y la nuca, en las manos enarbolaba una bandera y una estola de papel amate blanco, y orejeras hechas con huesos humanos. El alimento de Mictlantecuhtli y su esposa, consistía en pies y manos crudos, pinacates (escarabajo de la peste), atole, y pus que bebían en una calota. También gustaban de comer tamales pedorros, cuyos flatos provenían de los pinacates.

Mictlantecuhtli contaba con varios fieles servidores llamados mictecah. Ellos se encargaban de recibir al Sol de manos de las mocihuaquetque -mujeres muertas en su primer parto- para conducirlo en su camino por el Inframundo cuando caía la noche en la Tierra. Los mictecah eran almas que habían adoptado la forma de alacranes y arañas, animales temidos por los mexicas ya que anunciaban fatales enfermedades.

Al Mictlan llegaban las almas de aquellos que habían tenido una muerte común y corriente como la causada por alguna enfermedad, sin distinción de rango ni fortuna, y las almas de los esclavos aunque hubiesen muerto sacrificados en la fiesta dedicada a Huitzilopochtli, Dios de la Guerra y patrono de la Ciudad de México-Tenochtitlan. Solamente los guerreros muertos en batalla, las mujeres que perdían la vida durante el trabajo de parto, y aquellos muertos a causa de una enfermedad relacionada con el agua, estaban exentos de terminar en el Mictlan.
A los difuntos se les dedicaba un largo discurso en su lecho de muerte. Una vez finalizado, se procedía a arreglar al cadáver. Estas tareas correspondías a los ancianos  sacerdotes, quienes prestos a ejecutar sus deberes, le envolvían con papeles, le ataban con sogas, y derramaban agua sobre su cabeza. Al terminar el embalsamamiento, los familiares montaban un altar doméstico para colocar la ofrenda mortuoria.

El fuego de la ofrenda al alma del difunto el camino que debía seguir para llegar al Mictlan. El aroma de las ofrendas y las oraciones de los deudos y sacerdotes, le ayudaban a fortalecerse para arribar con bien a su destino; ya que el viaje hacia el Mictlan duraba cuatro largos años. El viaje era agotador y agobiante, por eso el alma debía prepararse desde el momento mismo en que el futuro muerto entraba en agonía. Para darle fuerzas se le daba al agonizante una tonificante bebida llamada cuauhnexatolli, una especie de atole hecho con tequixquitl –la piedra mineral sazonadora- que proporcionaba fuerzas al alma. Cuando el agonizante moría y se le amortajaba y se le preparaba la ofrenda que había de llevar en su mortuorio viaje.

Consistía la ofrenda en vasos, ollas, cazuelas, contendedores de alimentos, vertederas, urnas funerarias, collares de cuentas de cristal, jadeíta, serpentina, piedras preciosas o semipreciosas, figurillas de dioses y hombres, títeres de barro articulados, sellos, maquetas de recintos sagrados y escenas de la vida cotidiana, papeles, manojos de teas, cañas de perfume, hilo flojo de algodón, hilo colorado, ropas de hombre y mujer, y muchos objetos más destinados a soportar el largo viaje de cuatro años al Mictlan. Pero sobre todo, era importantísimo llevar los obsequios para el dios Mictlantecuhtli, una vez que se hubiese llegado al más allá.
   

Un ser pequeñito e imprescindible debía ser agregado a la ofrenda mortuoria. Sin él  los muertos nunca podrían llegar a su destino. Se trataba de un perro de pelaje rojizo que llevaba atado al cuello un collar de hilo de algodón, y que respondía al nombre de Xólotl,  dios de los espíritus y señor de la Estrella de la Tarde, Venus. Sólo montado encima del can el muerto podía cruzar el río Chiconahuapan.

Antes de llegar al Mictlan, los muertos debían pasar por nueve lugares de muy difícil tránsito, los cuales se encontraban en niveles subterráneos situados hacia el lado norte de la Tierra, en los que siempre había un viento frío que arrastraba piedras y plantas espinosas. El primer nivel al que llegaba el difunto se llamaba Itzcuintlan, El Lugar de los Perros, ahí  el muerto debía cruzar el río Apanohuayan, El Pasadero del Agua, con la ayuda del perro Xólotl. El alma continuaba su camino hasta llegar a Tépetl Monamicyan, El Lugar Donde Los Cerros Se Juntan, donde dos cerros  se movían separándose uno del otro, y se cerraban continuamente para triturar al caminante en caso de no tener el suficiente cuidado. A continuación  llegaba al Itztépetl, El Cerro De Obsidiana, cubierto de pedernales filosos a los que había que sortear. Luego el difunto accedía al Itzehecáyan, El Lugar del Viento de Obsidiana, lleno de nieve con aristas muy cortantes y peligrosas. El siguiente sitio a salvar era el Pancuecuetlacáyan, El Lugar Donde Tremolan Las Banderas, en el cual ocho páramos helados cortaban al viandante con terribles y filosos pedernales. Pasado satisfactoriamente tal sitio, llegaba al Temiminalóyan, El Lugar Donde La Gente Es Flechada, pues manos invisibles lanzaban flechas al infeliz difunto. Más adelante, el difunto encontraba el Teyollocualóyan, El Lugar Donde Se Come El Corazón De La Gente, pleno de animales salvajes que abrían el pecho del muerto para comerse su corazón, sin el cual caería en un río de profundas aguas negras. Cansado ya de tan terrible viaje, el caminante llegaba al Itzmictlan Apochcalocan, El Lugar De La Muerte Por Obsidiana y Del Templo Que Humea Con Agua, donde podía cegarse con una gris neblina y perder el camino correcto. Por fin, después de hablar pasado por tantos peligros, llegaba al último lugar, al Mictlan, donde el muerto se liberaba de su alma y lograba el descanso deseado y merecido, siempre y cuando hubiera llevado las ofrendas correspondientes para agradar y honrar a Mictlantecuhtli y Mictlancíhuatl.

l Mictlan era un sitio espacioso, oscuro, del cual no se podía salir nunca más. A veces se le consideraba como un páramo infértil, yermo, donde nunca podía encenderse el fuego, pleno de dolor, sufrimiento, e insoportablemente hediondo.  En otras ocasiones se  le concebía como lugar  que se iluminaba por las noches, cuando el Sol recorría su camino por el Inframundo y en la Tierra empezaba el crepúsculo.

Sonia Iglesias y Cabrera


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Baja California Mitos Mexicanos

Coyote crea el mundo. Mito kiliwa.

En un principio no existía nada. No había Tierra ni Cielo ni nada, todo eran sombras y oscuridad. De la oscuridad surgió Coyote-Gente-Luna, dios de la sabiduría, la magia y la muerte. Divinidad lunar masculina estrechamente ligada a Topo, luminosa y amarilla como la región de donde proviene, el sur. Llegó con un gran bastón sagrado. Durante mucho tiempo aulló en la oscuridad sin que nadie lo oyera afirmar que venía de donde todo era redondo y cóncavo, como su misma casa,  que su luminosidad provenía de los pedernales que llevaba atados a las rodillas y que al caminar producían múltiples y maravillosas chispas. Lo que dijo no fue oído por nadie, porque nada existía y todo era silencio y oscuridad. Nadie oyó a la deidad del sur. Con nadie pudo compartir su luminosidad. Sintiéndose muy solo, cantó:

-¡Qué triste está aquí el Coyote!/¡El Coyote, la luz y la negrura!/ ¡La oscuridad sobrecoge!¡Aulla el Coyote-Gente-Luna!

Fue entonces cuando se soñó como el padre del mundo de los kiliwas y de todas las cosas. Tan solitario estaba que temió enfermar, así que tomó la decisión de crear al mundo. Del sitio donde se encontraba el Ombligo del Sur, tomó un buche de agua salada y escupió, todo el sur se volvió amarillo. Tomó otro buche de agua y lo escupió hacia el norte que se volvió rojo. Como le gustó tanto lo que hacía, tomó un gran buche y lo escupió hacia el oeste, como el trago fue demasiado grande la región se inundó y se formó un profundo y picado mar; la región se tiñó de negro. Tomó un pequeño buche de agua fresca del Ombligo del Sur y lo arrojó hacia el este, donde se creó un chiquito y blanco mar. Coyote-Gente-Luna había creado los cuatro rumbos del universo.

Coyote quiso poner un nombre a cada región, pero no pudo porque el mundo no tenía fondo. Por lo cual pensó que era necesario cubrir al Centro-Ombligo-de-Arriba y al Centro-Ombligo-de-Abajo. Se quitó la piel del cuerpo y la extendió sobre el Ombligo de Abajo y la Tierra ya no estuvo desfondada. Como quedó sin piel, Coyote tuvo frío; tomó los seis colores del universo inventados por él, más el color negro y se vistió con ellos. Su costado derecho se pintó de rojo y blanco, el izquierdo de amarillo y negro. La parte superior de su cuerpo se coloreó con franjas azules, la parte inferior ostentaba franjas color café. Al lado izquierdo de la cara le tiñó de verde; al derecho, de rojo y blanco. Finalmente, en su cráneo aplicó una capa de capa de ceniza.

Escupió hacia los aires para teñir de azul la oscuridad del Cielo y pisoteó la Tierra para que se endureciera, la cual cobró el color del amate. A la Tierra la llamó Ipá Mat, Tierra para la Gente Divina. Así, pudo poner nombre a cada rumbo y designarle un color. Al Ombligo de arriba le puso el nombre de Milsu, “color café”. Contento con su creación sacó hojas de tabaco de su pecho, las molió y se puso a fumar en su pipa sagrada. Se quedó dormido y el humo que salía de su pipa formó las veredas, los senderos y los caminos de la Tierra y el Cielo. Cuando Coyote se despertó y vio lo hermoso de su obra, cantó de felicidad; sin embargo se dio cuenta de que aún estaba muy solo: se arrancó el escroto, lo infló con aire de sus pulmones hasta que pudo meterse en él, y obtuvo su j’anal tai, su primer sonaja.

Poco después decidió crear el Cielo, Meltí Iipá Jalá,  cóncavo como su antigua casa amarilla para impedir que se saliesen el agua, el color, la luz y el aire. A las dos montañas hechas de tierra sagrada las llamó We y Ko-Masi, Cerro del Hombre, y Wey Ke-Masi, Cerro de los Chamanes. De sus pantorrillas formó cuatro borregos cimarrones que colocó en cuatro montañas a fin de que sostuvieran el Cielo con sus cuernos. Cada montaña estaba asociada con un color y un rumbo espacial. Como los conejos estaban solos en sus esquinas, Coyote quiso darles compañía. Fue a la casa de su abuela que era artesana y trabajaba el barro, construyó cuatro hornos y modeló un venado, un pez, una codorniz y un gato y los metió en sendos hornos. Cuando estuvieron cosidos, los llevó a las montañas, pero los animales no se llevaban bien, y Coyote decidió quedárselos y crear otros que hicieran compañía a los borregos.

Trajo barro del sur que le preparó la abuela, y en un horno gigantesco metió muchas figuras de animales: arañas, moscos, zorrillos, todo lo que se le ocurrió, y ya cocidos los llevó a las montañas. Pero sucedió lo mismo, los animalitos no congeniaron. Descorazonado, Coyote decidió crear al hombre. Hizo un nuevo horno y fue por arcilla al Valle de San Matías, la amasó con semen, y forjó cuatro figuras tan grandes que no cupieron en el horno, razón por la cual Coyote abrió un enorme hueco en la montaña, metió las figuras y procedió a incendiarla. Pasadas trece lunas, los hombres salieron y Coyote les ordenó que se fuesen a las montañas para hacerles compañía a los borregos. A cada uno de los hombres el dios le dio un nombre y una pluma roja.

El primero recibió el nombre de Sacerdote-Chamán; el segundo Cuervo-Chamán, el tercero Soldado-Chamán, y el cuarto se llamó Chamán-Gente-Común. Desgraciadamente, los hombres tampoco congeniaron con los borregos. Enojado, Coyote los regañó. Los hombres, molestos, decidieron casarse con sus primos Venado, Codorniz, Pez y Gato, para enfadar más al dios. Furioso, Coyote les preguntó a los hombres la razón de tal acción, ante su silencio Topo le dijo que se había olvidado de dar el habla a los hombres.

Se remedió tal olvido cuando Coyote enseñó la lengua kiliwa a los cuatro chamanes. Los hombres le explicaron al dios que ya habían formado una familia con sus primos. De Sacerdote-Chamán y Venado nacieron el topo, el caballo, la liebre, y el oso; de Cuervo-Chamán y Pez, surgieron la estrella de mar, el caballo de mar, y la serpiente; de Soldado-Chamán y Codorniz, el correcaminos, el águila, el cuervo y el pájaro; y de Chamán-Gente-Común y Gato, nacieron el león, el oso, la cigarra y la zorra. De estos padres hombre-animales nacieron todos los indios kiliwas.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Mitos Mexicanos

Ya’axché, el Árbol Sagrado de los mayas

En un principio fue la cruz: la representación simbólica de los cuatro vientos, de los cuatro rumbos sagrados. Al centro de la cruz cósmica, el Gran Árbol de la Vida y de la Fertilidad: Ya’áxché, el Árbol Sagrado…

Cuentan los abuelos que en el año 3,114 a.C. nació el dios Hun Nal Ye, Uno Maíz, el Primer Padre, quien un buen día decidió construir una casa en un lugar llamado Cielo Levantado. Dividió la casa en ocho partes: cuatro rumbos cósmicos y cuatro espacios intercardinales. Tres piedras le sirvieron para indicar el centro del cosmos, en donde colocó a Ya’axché Imich, el Árbol Sagrado. En cada rumbo sagrado sembró un árbol. Así, surgieron El Primer Árbol Blanco, Sac Imix Che, en el norte; el Primer Árbol Negro, Ek Imix Che, en el oeste; el Primer Árbol Amarrillo, Kan Imix Che, en el sur; y el Primer Árbol Rojo, Imix Che, en el este. Hun Nal Ye decidió que Ya’axché relacionara los tres planos verticales del cosmos: el Cielo, la Tierra y el Inframundo.

En la copa del árbol, en el plano celeste -azul e inalcanzable- está el mundo de lo sagrado, pleno de fuerzas creadoras, de existencia pre cósmica, y morada de las deidades eternas. En el Cielo habitan sagradas aves psicopompes: el Pájaro-Serpiente, de larga cola de quetzal y collares de jade; Yaxcocahmut, el ave oracular; y Kinich Kak Mo, la guacamaya de fuego de rostro solar. Las aves comparten el espacio celeste con monos que se destacan por su sabiduría y por sus enormes saltos de rama en rama. El Cielo cuenta con trece estratos dispuestos en capas sobre la Tierra. En el más alto vive Itzamná, El Lagarto de la Casa, el dios del Sol y la sabiduría, supremo creador del universo, del fuego y del corazón, representante de la muerte y del renacimiento de la naturaleza. Itzamná, sentado sobre una cauda de estrellas, dirige el orden del cosmos desde las alturas celestiales, para beneficio de los humanos. Cuatro jaguares, los bacaboob, hijos de la diosa lunar Ixchel y de Itzamná,  sostienen el Cielo en cada una de las esquinas de las cuatro direcciones sagradas; así, el Cielo nunca caerá. Los cuatro sostenes se nombran: Balam Quitzé, Jaguar de Fuego; Balam Acab, Tigre Tierra; Mahucutah, Tigre Luna; e Iqui Balam, Tigre Viento. Solamente cuando el mundo dio fin en una de sus eras a causa de un diluvio que todo destruyó, los bacaboob se libraron de tan pesada carga.  A cada uno corresponde  un punto cardinal y un color: el bacab del norte es blanco; el del sur, amarillo; el del este, rojo; y el del oeste negro. Despojados de su penosa tarea, los bacaboob habitan las entrañas de la Tierra, y los lugares acuosos de la naturaleza. Cada uno de los bacaboob se identifica con un amuleto: una tela de araña, un caparazón de tortuga y dos clases de concha.

En las raíces de Ya’axche se sitúa el plano terrenal, Cab, la Madre Tierra, la morada de los hombres, el espacio donde tiene lugar el ciclo vital y el acontecer del continuum humano. En Cab se produce y se reproduce la naturaleza en todas sus expresiones; en Cab se encuentran las montañas, los ríos, los valles, las flores, los animales; y sobre todo, en Cab crece el sagrado maíz, el regalo más preciado de los dioses a los humildes mortales. Bajo la superficie de Cab, donde se surgen las aguas vitales, flota el divino cocodrilo, Itzam Cab, Cocodrilo de la Tierra, por otro nombre Chac Mumul Ain, Gran Cocodrilo Lodoso, con rugosa piel que connota los accidentes naturales. Sobre el fuerte tórax del Cocodrilo sagrado, encarnación de la fertilidad cósmica y terrenal, descansa la Tierra, mientras que su cuerpo flota sobre una inmensa laguna. Dios Cocodrilo sacralizado de representación tripartita, pues en él se unen los conceptos celestiales, terrenales e infernales; es decir: Cielo-Tierra-Inframundo.

Más abajo de Cab, se encuentra el Inframundo, Xibalbá, el reducto de los muertos, el mundo subterráneo donde reinan los malignos Señores de Xibalbá, dioses de la enfermedad y de la muerte: Xiquiripat, Chuchumaquic, Ahalpuh, Ahalcaná, Chamiabac, Chamiaholom, Quicxic, Patán, Quicré y Quicrixcac, comandados por Hun Camé y por Vucub Camé, los jueces supremos del concejo fúnebre. Para acceder a Xibalbá es necesario transitar por pendientes muy acusadas, cruzar el Barranco Cantante y el Barranco Cantante Resonante, esquivar árboles espinosos y ríos de sangre, hasta llegar a un cruce de cuatro caminos de colores rojo, blanco, amarillo y negro. Llegar a Xibalbá requiere soportar horribles tormentos en la Casa Oscura, llena de tinieblas; en la casa del Frío, donde sopla un viento gélido; en la Casa de los Jaguares, plena de bestias que se revuelcan, gruñen y se burlan de los caminantes; en la Casa de los Murciélagos, que revolotean y chillan sin cesar; y en la Casa del Calor, envuelta en eternas llamas y brasas ardientes.

A pesar del paso del tiempo, Yaáxché no ha sido olvidada. Los lacandones cuentan que Hach Ak Yum, Nuestro Verdadero Señor, creador de la selva, el Sol y de los humanos vivía en Yaxchilán, lugar que se encontraba en la Tierra. Un día decidió irse a vivir al Cielo y se fue con toda su familia. Desde entonces, Yaxchilán se convirtió en un espacio sagrado, en donde por medio de la celebración de ritos, se logra la comunicación con el dios. Yaxchilan es el centro del mundo en el cual existe una ceiba sagrada, cuya copa llega al Cielo y cuyas raíces conducen al Inframundo. Tal árbol recibe el nombre de Ya’axché; es decir, el Árbol Verde, encargado de sostener al mundo. Alimenta y hospeda a los que no tienen padres. Dicho árbol simboliza la fecundidad, la fertilidad y a la temible Xtabay, la diosa asesina y seductora de hombres,. A más de este árbol central, la Tierra se encuentra sostenida por otros cuatro situados en cada uno de los puntos cardinales. Estas direcciones sagradas  tiene su color y su significado: el este es rojo: sangre y vida; el oeste es negro: muerte; el norte es blanco: el cenit; y el sur es amarillo: la medianoche.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Homshuk, el dios del maíz olmeca

Soy Homshuk, dios olmeca del maíz, dios de “la gente de hule”, “el que brota de las rodillas”. Me representan como una mazorca estilizada elaborada de jade verde, símbolo de mi capacidad reproductora. Mi cabeza tiene forma de elote, mis son ojos rasgados, y mi boca semeja el morro del jaguar. De la parte trasera de mi cabeza, de la hendidura sagrada, sale una mazorca con verdes hojas, rasgo indicador de mi condición divina. En un lugar llamado La Venta, los hombres me  construyeron una pirámide que simboliza la montaña surgida de las aguas primordiales, durante el momento de la Creación. En la sima de la pirámide, colocaron estelas con mi figura grabada, pues soy una deidad protectora, y a quien los hombres deben el saber cultivar el maíz en la superficie de la amada Madre Tierra, la Serpiente que cubre su piel con esplendorosas hojas de maíz. Los hombres de mi pueblo divinizaron cada parte de esa maravillosa planta: las raíces, las hojas, y el grano, así como las distintas fases del crecimiento del sagrado cereal, donde se encuentran simbolizados los cinco puntos cardinales, cuyo punto central  ocupo yo, Homshuk, el dios del maíz, el Hombre de la Cosecha. En mi representación cruciforme quise que estuvieran simbolizados  el Cielo, la Tierra, y el Inframundo; es decir, el universo en su totalidad.

Después de tantos siglos de existencia, los hombres no me han olvidado, me siguen venerando y aún existo en sus relatos, como consta en el mito que cuenta que nací de un huevo, yo, el Gran Benefactor de la humanidad, hijo del dios Sol y de la Madre Tierra.

Hace cientos de años, mi madre verdadera quedó preñada de un músico, quien murió antes de que yo naciera, y desapareció en Tagatawatsaloyan, “el lugar donde se secan los hombres”, el temido Inframundo. Cuando nací madre me encontraba molesto, y decidió molerme en un metate y tirarme a orillas de un arroyo, bajo unas plantas, donde me convertí en huevo. Tiempo después, mi Abuela Caníbal, conocedora de las artes de la brujería, me vio flotar sobre el agua del riachuelo. Entusiasmada, acudió a comunicarle el hallazgo a su esposo, el Serpiente, y al otro día fueron a sacarlo. No pudieron hacerlo porque en realidad se trataba de un reflejo, ya que el huevo se encontraba en una roca. Lo tomaron, lo llevaron a su casa, lo arroparon, y lo cuidaron en espera de podérselo comer. Siete días después, oyeron el llanto de un nene. Prestos acudieron y vieron un hermoso niño de carnes blancas como la masa del maíz molido y de cabello dorado, justamente como los cabellitos del elote. Había nacido yo: Homshuk. A los siete días ya hablaba, era grande y muy sabio. Todos los días mis benefactores me enviaban al río a traer agua, y yo sufría las burlas de los pescaditos que me decían. – ¡Eres un elotito de cabellos rojos, nacido de un huevo sacado del agua! Ante las burlas, un día me enojé, y saqué a los pescaditos del río, quienes fatalmente murieron. Pero mis abuelos me obligaron a revivirlos, porque dijeron que se trataba de mis tíos. Así pues, los reviví brincando siete veces, pero los condené a ser alimento de los hombres. Cuando iba con mi padre a la milpa, los tordos me gritaban: -¡Elotito rojo, orejas mochas, naciste de un huevito! Por supuesto que esta burla me irritaba, y les di muerte con flechas. Pero resultaron ser aves de mi madre, razón por la que tuve que resucitarlos brincando siete veces, pero los condené a vivir siempre en los árboles y a anunciar el comienzo de las lluvias. Cuando iba al manantial a recoger agua para la milpa, las iguanas me gritaban: -¡Orejas mochas, orejas mochas, elotito rojo, tu padre se encuentra en Tagatawatsaloyan, el País de los Rayos! Indignado les grité que si seguían con sus burlas los metería en una trampa de la cual no saldrían jamás. Cansados de lo que consideraban mis fechorías, mis abuelos brujos decidieron matarme para comerme, pero yo me adelanté a sus intenciones y envié al murciélago a que degollara al Abuelo. Así lo hizo, su sangre derramada la bebió mi madre creyendo que era la mía. Yo huí inmediatamente, pero cuando la Abuela Caníbal se dio cuenta de que era la sangre del Abuelo, me persiguió; entonces  la mandé quemar con el Tlacuache. Guardé sus cenizas en un saco, le dije al Sapo que las arrojara al río, y seguí mi camino para buscar a mi verdadera madre. Cuando la encontré, no me reconoció hasta que le dije que ella me había molido y tirado al río. Madre me dijo que mi padre había muerto y decidí ir a buscar sus restos hasta el País de los Rayos. Al llegar, me puse a tocar el tambor, el Rey Rayo se enojó con el alboroto que armé y me encerró en un cuarto oscuro; pero yo logré escapar, y lo reté para ver quién arrojaba más lejos una piedra en el océano. Como fui el ganador, el Rey Rayo prometió enviar la lluvia todos los años para regarme y poder reproducirme sobre la Tierra para que nunca les faltase a los humanos el alimento. Además, me entregó los restos de mi padre verdadero, al cual resucité y llevé ante mi madre, quien al verle vivo echó a llorar, motivo por el cual mi padre se convirtió en venado, pues ella no debía ni llorar, ni verle de frente, ni sonreírle, so pena de causar una desgracia, como efectivamente ocurrió.
   

Esta es la historia de mi nacimiento y del encuentro con mis padres verdaderos. Mi destino está trazado, mi padre el Sol me lo dijo: -¡Hijo mío, tú eres el espíritu del maíz, tú eres el dios de la sagrada planta. Nunca morirás, porque eres el alimento de todos los hombres de la Tierra, en tanto que el mundo existe!

Sonia Iglesias y Cabrera

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El dios Peyote: Hiculi Tamatsi Maxa Yuawi

Hiculi, el divino cactus alucinógeno, forma parte indisoluble de la cosmovisión de los  wixárikas, los huicholes. En lengua náhuatl se le conoce como peyote, “capullo”. Desde hace miles de años, los mara’akáme-chamanes la emplean como parte indispensable de sus funciones curativas, y para obtener la capacidad de fungir como los intermediarios entre las divinidades celestiales y los humildes humanos. Al conjuro de las plegarias de los mara’akáme, Hiculi-Venado Azul comunica los deseos y las peticiones a los dioses. Simbólicamente, al hiculi se le representa como un venado gigante: Nuestro Hermano Mayor Venado Azul,  Tamatsi Maxa Yuawi, capaz de convertir las huellas de sus plantas en cactus de peyote, pues Hiculi-Venado fertiliza con su sangre todo aquello que pisa. Hiculi-Venado es una de las deidades supremas del panteón huichol, junto con el maíz y el águila, descendientes del dios Sol, Tatewari. Cabe la gloria a Nuestro Hermano Mayor Venado Azul de haber participado en la creación del mundo, y de ser el guía de los recolectores de hiculi, los peyoteros, a quienes con su cornamenta señala el camino a seguir durante la ritual peregrinación a Real de Catorce, San Luis Potosí

Wixarika, el mundo creado por los dioses-venado, comprende cinco direcciones sagradas: El oeste, Haramara, donde se encuentra  Tatei Haramara, la Madre del Maíz de los Cinco Colores, y la puerta de entrada al quinto mundo, representada por dos piedras blancas: Tatei Waxieve y Tatei Cuca Wima, en el Océano Pacífico. Cada día, el dios Sol tiene que luchar en este sitio para ocultarse y volver a renacer por Wirikuta, lugar de los ancestros. A  Haramara llegaron por primera vez los dioses. Aquí mora la Diosa del Mar, la Diosa de los Venados, la Patrona de los Labradores, y la Madre de la Naturaleza. El color del oeste es el guinda oscuro.

El centro, Tee’kata, el Lugar del Fuego Primigenio, llamado así porque en este rumbo divino nació el Abuelo Padre Sol, Tatewari. Se localiza en el corazón de la tierra Wixarika, en Santa Catarina Cuexcomatitlán, su color es el blanco.

El sur se denomina Xapawiyemeta. A este sagrado espacio arribó Watakame, el primer hombre, enviado por la diosa creadora Takutsi Naakawe, cuando el gran diluvio que destruyó la Tierra hubo terminado. Watakame salvó a la humanidad proporcionándole tierra seca donde vivir. Aquí habitan la Madre de la Lluvia y la Diosa de la Fecundidad. Su color es el azul. Se localiza en la Tierra de los Alacranes, en el Lago de Chapala, Jalisco.

Huaxamanaka, el norte, es el espacio donde Watakame dejó los restos de su canoa y donde quedó lo que el diluvio arrastró. Ahí se localizan las cuevas sagradas Tawita. Se ubica en Jaitsi Kipurita, Cerro Gordo. En este lugar apareció por primera vez el maíz. El color de Tatéi Huaxamanaka es el amarillo.

Wirikuta, al este, es el desierto  divino por donde sale el Dios Sol,  situado en San Luís Potosí. Aquí se encuentra Xa’unar, el lugar donde nació la Luna, y donde vive Hiculi, el Peyote Sagrado, maestro y trasmisor de conocimiento. Su color es el rojo.

Cuenta un mito que hace mucho tiempo los ancianos  se reunieron, a fin de dilucidar  lo que se podría hacer para solucionar la terrible situación  que estaban viviendo, a causa de la escasez de alimentos y de agua. Tan grave conflicto originaba la enfermedad y la muerte de las personas. Después de mucho discutir, los ancianos decidieron enviar a cuatro fuertes jóvenes a buscar alimentos que pudieran remediar tan desastrosa situación. Cada uno de estos jóvenes representaba a uno de los cuatro elementos: aire, agua, fuego y tierra. Armados con  arcos y flechas caminaron muchos días sin encontrar nada. Pero una tarde vieron a un Venado grande frente a ellos, y sin pensar en lo cansados y hambrientos que se encontraban, corrieron tras el bello animal. Cuando el Venado se dio cuenta que los jóvenes estaban agotados, aminoró la marcha y les dejó descansar por un tiempo. Al otro día, se reanudó la persecución de Venado. Pasados siete días llegaron a Wirikuta, el territorio sagrado de la creación del mundo, situado al lado del Cerro de las Narices, donde mora el Espíritu de la Tierra. Uno de los cazadores lanzó una flecha hacia Venado, pero erró el tiro; la flecha cayó a tierra en donde estaba formada una gran figura de un venado hecha con plantas de peyote. Los jóvenes recogieron los cactus y decidieron  llevarlos a su comunidad. Después de muchos días de fatigoso camino, llegaron a la sierra donde vivían. En seguida, los abuelos repartieron el peyote, el hiculi, que curó a los enfermos, y alimento a los hambrientos. Desde entonces, el Hiculi-Venado devino sagrado. Por esta razón, cada año los huicholes realizan una peregrinación a Wirikuta, guiados por el espíritu de Hiculi-Venado, con el fin de recolectar la divina y maravillosa planta que tantos beneficios aporta.

Entre los meses de octubre y marzo, los huicholes realizan dicha peregrinación hasta Wirikuta para obtener el hiculi, el Corazón del Dios Venado, a fin de que el ciclo de vida pueda continuar. Tatewari, Nuestro Abuelo el Fuego, fue el primer dios-chamán que dirigió el peregrinaje de los dioses a Wirikuta desde el oeste, Hamara, hasta el este, Wirikuta, el lugar donde nació el Sol, donde Venado-Maxa elevó el disco solar al Cielo, e iluminó el mundo. Desde entonces, los huicholes recorren cuatrocientos kilómetros, para recrear el mítico peregrinaje impuesto por Tatewari. Guiados por un mara’akáme  al que se denomina kawitero, emprenden el camino. Primero llegan a Tee’kata, el centro, lugar del nacimiento y  residencia de Tatewari, donde los xuxuricare, los guardianes de los templos, los jicareros, oran al Abuelo para obtener un buen viaje; le dejan ofrendas, y encienden una vara de palo de Brasil, símbolo del dios, que mantienen encendida durante todo el viaje. A continuación, se dirigen a Kalihuey, un templo de preparación para continuar el camino que les llevara hasta Wirikuta, siempre guiados por el mara’akáme. Dos niños con la cara cubierta acompañan a los peregrinos, requisito indispensable para los peregrinos primerizos. Todos caminan en silencio, sólo es permitido beber agua. Al llegar a Wirikuta, los peyoteros realizan arduos ritos de purificación, y confiesan sus pecados  a Tatewari, mientras que un chamán se encarga de golpearles las piernas con el propósito de que no olviden ninguno. Terminado el ritual, se recolecta el hiculi y se emprende el camino de retorno.
                           
Sonia Iglesias y Cabrera

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Chicomecóatl y el origen de las tortillas

Mi nombre es Iztacxóchitl, Flor Blanca. Nací en la ciudad de Mexico-Tenochtitlan el día Ce-Tochtli del mes Izcalli, del año de 1505. Tengo diez y seis años de edad, y dentro de poco tiempo amarraré la punta de mi huipil a la túnica de Tlahuis, mi prometido. Desde que nací he sido preparada para el matrimonio, como todas las mujeres mexicas. Cuando yo tenía ocho años, Citlali, mi madre, me enseñó a moler el maíz en el metate, a amasarlo con agua, y a formar las tlaxcalli, nuestras tortillas, para después cocerlas en el comalli.

Mi madre, conocedora de nuestras tradiciones, me decía que las tortillas eran un alimento sagrado, un don de los dioses. Me contó que fue Quetzalcóatl, llevado por su  infinita sabiduría y bondad, quien nos dio el maíz y el conocimiento para cultivarlo, ha muchos siglos atrás. Citlali decía que dada la importancia que el maíz tiene en nuestra alimentación, contamos con muchos dioses relacionados a él; por ejemplo, tenemos a Centéotl, el dios del maíz, hijo de Tlazoltéotl y de Piltzintecuhtli; a Xilonen, la Peluda, diosa del xilote, de la mazorca tierna; y a Ilamatecuhtli, la Princesa Vieja que simboliza el maíz seco y la tierra. Pero sobre todo tenemos a la maravillosa Chicomecóatl, Siete-Serpiente, la hermosa diosa que adorna su cabeza con una diadema de papel, viste huipil y falda pintados con flores acuáticas, y porta en una mano manojos de elotes; y en la otra, una rodela decorada con una flor. Chicomecóatl es nuestra diosa de los mantenimientos, patrona de la vegetación, y parte femenina del dios Centéotl, es la diosa de lo que se come y de lo que se bebe. Fue la primera divinidad que preparó exquisitos manjares para los dioses, y  elaboró la primera tortilla que conocimos los mexicas, nuestro venerado pan de maíz, que cuenta con una existencia de mucho más de dos mil años.

Cuando era pequeña, Citlali me platicaba que la bella Chicomecóatl, la de la cara pintada de rojo, habitaba en el Tlalocan, el paraíso de Tláloc, desde donde bajaba a esperar que germinara el maíz, y a donde regresaba una vez culminado el milagro de la cosecha. Mi madre afirma y jura que existe un llamado Árbol de Chicomecóatl, conocido como el árbol del fruto infinito. En una época lejana, cuando los mexicas pasaban por una fuerte hambruna, se encontraron con un árbol repleto de frutas verdes, todavía no maduras. Tres días y tres noches los hombres y las mujeres le rezaron a Chicomecóatl sentados alrededor del árbol. Al tercer día, el árbol movió sus ramas, y cayeron a tierra muchísimas frutas maduras que se repartieron entre pueblo, salvándose así de una muerte segura. Desde entonces, se sigue adorando al Árbol de Chicomecóatl,  y se le rinde pleitesía.

A nuestra querida diosa Chicomecóatl la festejamos en el mes Huey Tozoztli, Ayuno Prolongado. Para este tiempo, colocamos en nuestros altares caseros plantas de maíz verde, y llevamos los granos, que han de servir para la siembra, a bendecir a su templo, el Chicomecóatl Iteopan, situado frente al cu de Tezcatlipoca, en la Plaza Mayor de Tenochtitlan. En el templo, los sacerdotes le ofrecen en sacrificio a una muchacha cuya sangre, producto de su decapitación, se vierte sobre la imagen de piedra de la diosa, y cuya piel desollada viste el sacerdote ejecutor. En el mes Ochpaniztli efectuamos otra celebración dedicada a esta deidad. Los sacerdotes, vestidos con las pieles de los prisioneros cautivos sacrificados un día antes, arrojan desde lo alto del templo semillas a los participantes, mientras que  núbiles doncellas engalanados sus brazos con coloridas plumas de quetzal, y sus rostros con brillante marmaja, llevan en sus espaldas siete mazorcas manchadas con ulli, hule derretido, y envueltas en sagrado papel. La más bella de las doncellas encarna a la diosa. Se la adorna con una pluma verde de quetzal colocada en la frente, símbolo de la espiga del maíz, misma que al anochecer, y junto con su larga cabellera, le serán cortadas y ofrecidas a la diosa, una vez que la muchacha ha sido sacrificada sobre los elotes que portaban las doncellas, como tributo para obtener una buena cosecha.

Nuestras tlaxcaltin tienen un diámetro de veintitrés centímetros y están sujetas a racionamiento. Los niños de tres años solamente comen media tortilla; los de cuatro y cinco tienen derecho a comer una entera; y llegando a los seis años, los pequeños pueden comer  tortilla y media. Yo sé desde siempre que las tlaxcaltin se emplean en muchos ritos y ceremonias sagrados. Por ejemplo, nuestros sacerdotes efectúan un ayuno de carácter divino que dura cuatro años: comen a mediodía una tortilla chiquita y delgada, acompañada de un poquito de atole endulzado con aguamiel. Este ayuno se rompe los primeros días de cada mes, y los sacerdotes pueden comer lo que quieran, con el fin de agarrar fuerzas y continuar con el ayuno. También utilizamos las tortillas como parte de las ofrendas dedicadas a los muertos: se les entierra y se les ponen ofrendas de guisados, tortillas y tamales, a fin de que tengan con que abastecerse en su camino al más allá, al Inframundo; si el muerto es incinerado, sus cenizas se ponen en una vasija, y se le obsequia con ofrendas en los altares domésticos donde quedan depositadas.

He de precisar que hay muchos tipos y nombres para las tortillas que consumimos. Los señores importantes comen la llamada totonqui tlaxcalli tlacuelpacholli, que es una tortilla blanca, doblada y caliente; para el diario comemos la hueitlaxcalli, grande, blanca, suave y delgada, a diferencia de la quauhtlaxcalli, que es gruesa y áspera; la tlaxcalpacholli es una tortilla no tan blanca como las otras, sino cafecita; la tlaxcalmimilli, no es de forma redonda, sino alargada, en forma de memela; la tlacepoatli-ilaxtlaxcalli, tortilla muy fina hojaldrada, es la que más me gusta, pero sólo la comemos de vez en vez; la tortilla de bledos de masa amarilla, se emplea para colocar en las mejillas de la cara de las imágenes de los montes hechos con la masa llamada tzoalli, durante el décimo tercer mes Tepeilhuitl, es pues una tortilla ceremonial. Además, usamos muchos ingredientes para elaborar las tortillas. Citlali tortea unas muy sabrosas con xilote, la mazorca tierna; otras rellenas de chile molido, o de carne untada con chile; a veces hace tortillas con huevo de guajolote; de masa mezclada con miel; y una tortilla que cuece en el rescoldo. Hay otras tortillas que conozco se usan en ceremonias religiosas, como la ácima, de maíz seco no cocido con cal; y las tortillas que tienen forma de mariposa o de escudo, empleadas para las ofrendas de los guerreros muertos; y hasta hay una tortilla en forma de muñeca que me gusta mucho.

                                Sonia Iglesias y Cabrera

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Los Tlaloques

En el vasto panteón mexica existió un dios del agua llamado Tláloc, muy venerado y reverenciado por ser el agua el líquido imprescindible para la continuación de la vida de los indios. Este buen dios, de ojeras y bigoteras en forma de dos serpientes entrelazadas, tenía como color preferido el azul, el color de las aguas. Tláloc vivía en el Tlalocan, sitio paradisíaco de clima perpetuamente agradable, donde se gozaba de una felicidad eterna y de placeres exquisitos. Nuestro dios tenía una esposa, Chalchiuhtlicue, la de La falda de Jade, y algunos ayudantes imprescindibles a sus tareas. Entre ellos, estaba el Ahuízotl, mamífero acuático que poseía en la cola una mano, con la que ahogaba a las personas que se acercaban a las aguas de charcos y lagos. Tenía el tal monstruo las manos y los pies de mono, las orejas puntiagudas y el pelo oscuro, que cuando no estaba mojado simulaba espinas dorsales, de ahí su nombre, que en lengua náhuatl significa “espinas de agua”. Con el fin de atraer a los personas hacia el sagrado líquido, el Ahuízotl lloraba como un nene, y provocaba remolinos en las orillas de los lagos. Otro ayudante de Tláloc fue el Ateponaztli, ave acuática tan maligna y traicionera como su compañero, ya que cumplía las mismas funciones de ahogar a los incautos. Se le llamaba así debido a que con su pico pegaba en el agua y producía un sonido similar al tambor ceremonial llamado teponaztle. Pero de entre todos los ayudantes de Tláloc los más importantes fueron los cuatro Tlaloques, quienes vivían en el interior de los montes y los cerros cerca de donde había agua. Estos diosecillos enanos y de forma humana, castigaban a los impuros que se atrevían a lavarse en sus aguas o que acudían a los manantiales a las doce de la tarde. Según el Códice Chimalpopoca, los tlaloques habían ayudado a Quetzalcóatl en la noble tarea de procurar alimentos a los seres humanos, como consta en el relato: “Entonces bajaron los tlaloques (dioses de la lluvia), tlaloques azules (del sur), tlaloques blancos (del este), los tlaloques amarillos (del oeste), los tlaloques rojos (del norte). Nanáhuatl lanzó en seguida un rayo, entonces tuvo lugar el robo del maíz, nuestro sustento, por parte de los tlaloques. El maíz blanco, el obscuro (sic), el amarillo, el maíz rojo, los frijoles, la chía, los bledos, los bledos de pez, nuestro sustento, fueron robados para nosotros”

Desde el interior de los cerros, los Tlaloques enviaban a la Terra cuatro clases de agua. Para ello se valían de vasijas de barro, las cuales rompían causando pavorosos truenos y lluvia en abundancia. Estos Tlaloques principales, que a su vez eran ayudados por los ahuaque y los ehecatotontin, almas convertidas de aquellos que habían muerto por enfermedades o a causa de accidentes relacionados con el agua.

En el llamado mes Atlcahualo se celebraba la fiesta dedicada a los Tlaloques, a Chalchiuhtlicue, y a Quetzalcóatl. A los Tlaloques se les sacrificaban niños. Para ello, se   engalanaba a los niños escogidos y se les llevaba en procesión, sobre andas adornadas con bellas plumas, y con flores de mucha hermosura y maravillosa fragancia. Los dioses iban precedidos por músicos, por los mejores cantantes del templo, y por danzantes dirigidos por su capitán de cuadrilla. Los niños elegidos eran lactantes que hubiesen nacido en días considerados fastos, porque tal hecho satisfacía más a los dioses, quienes agradecerían el tributo enviando unas muy abundantes lluvias, tan necesarias para las buenas cosechas y la supervivencia de la comunidad. Además, los niñitos debían tener un remolino en el pelo, y si eran dos tanto mejor. El sacrificio tenía lugar en los cerros llamados Tepetzingo y Tepepulco, y en el remolino de la laguna Pantitlan, lo que explica el porqué de los remolinos capilares. La procesión se dirigía hacia los cerros; todos los fieles iban llorando, pero no de tristeza, sino como tributo, pues el llorar constituía un buen augurio para que lloviese lo suficiente.

El mito de los maravillosos Tlaloques no ha muerto, ha resistido los embates del tiempo, si bien es cierto que ha sufrido algunas modificaciones, como le sucede a toda tradición oral que se precie. En la actualidad, los Tlaloques devinieron chaneques, cuya apariencia varía según la región en que aparecen, pero en todas, sea cual fuere la cultura, estos seres fantásticos están estrechamente ligados al agua. Veamos algunos ejemplos.

En la tradición oral de Veracruz a los chaneques se les cree curiosos y traviesos. Son narigones, las orejas les crecen hacia delante, tienen los talones al revés, y usan sombrero de palma ancho y picudo. Se dice que pueden tomar la apariencia de puntitos rojos que se mueven. Viven en los árboles de amate, en las cuevas y en los ríos, de los que son sus guardianes. Son los amos de los venados, las chachalacas, los guajolotes, y los armadillos,   que utilizan como bancos para sentarse. Cuando alguna persona tiene la desgracia de caer en un manantial o en un río, los chaneques se apoderan de su alma, por lo que el desdichado sale pálido y muy frío; para curarlo se le chupa, a fin de que le salga el mal de aire. Pero no cualquiera puede llevar a cabo la curación, sino sólo los curanderos especializados y conocedores de las maldades de los chaneques. Se dice que si los cazadores de los bosques hieren a un animal, los chaneques, molestos, les roban  sus perros de caza, y sólo pueden recobrarlos bañándose varias veces en agua bendita, y persignándose después de cada baño. Así pues, para cazar, los cazadores deben pedir a los chaneques que les muestren en donde están los animales, y ofrecerles parte de la carne obtenida, más un buen aguardiente en agradecimiento a que les brindaron  animales de sus bosques a los cuales tienen el deber de cuidar. El permiso para cazar no se otorga si los cazadores han tenido un mal comportamiento en sus vidas o si no han pedido el debido permiso.
Del mismo estado de Veracruz tenemos otra versión que nos dice que los chaneques son monstruos, duendes del infierno, muy pequeños, sin genitales, con las cabezas enormes y calvas. Sus ojos son pequeños, sus narices muy arrugadas, y sus dientes están extremadamente afilados para poder dañar a los humanos. De carácter son infantiloides, bromistas, chocarreros y, a veces, hasta malvados. Su piedra favorita es el jade, y les encantan la pirita y los cuarzos. Su comida preferida es el copal blanco, que saborean con gula.

A orillas del río Papaloapan, a los chaneques se les conoce con el nombre de ohuican, son pequeñitos, de cincuenta centímetros de altura. Se roban las almas de las personas que atrapan y se las llevan a las profundidades de la tierra, al Inframundo, en donde viven y cuya entrada es el tronco de una ceiba seca. Estos duendes con cara de viejo arrugado, esconden a sus víctimas durante tres o siete días; después, las regresan a la Tierra, con una terrible laguna mental, pues nunca recuerdan nada de lo que pasó durante su cautiverio. Los chaneques, cuando les da por hacer maldades, cambian las cosas de lugar o las esconden, El único remedio es decirles groserías para que se alejen. A fin de defenderse de estos personajitos maloras, se debe llevar entre las ropas una cruz de palma o un “ojo de venado”.

Sonia Iglesias y Cabrera