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«¡Sigue tu camino, animalito del Señor!»

Durante la época colonial, en el año de 1776, vivía en la Ciudad de México un hombre llamado Lorenzo de Baena. Se trataba de un hombre muy rico, pero sencillo y lleno de bondad. Sin embargo, fue atrapado por la mala suerte que se ensañó con él sin piedad: uno de sus barcos que regresaba de la China cargado de finas sedas, fue asaltado por los piratas, un convoy que se dirigía a Veracruz para llevar a España mercancías valiosas para su venta fue robado por indios, y don Lorenzo perdió un enorme capital y a su hijo, a quien le quitaron la cabellera y murió. Su esposa cayó enferma de la pena y al poco tiempo pasó a mejor vida. Muchas más calamidades llevaron a Lorenzo a la ruina, cuando quedó sin un céntimo todos sus amigos lo abandonaron, nadie lo buscaba ni lo ayudaba.

En un momento dado recordó que en el Convento de San Diego vivía un fraile amigo suyo, muy bondadoso de nombre Anselmo, y con el propósito de aliviar sus penas se dirigió al santo recinto para hablar con el cura. Fray Anselmo era muy pobre y muy caritativo. Ocupaba una pobre celda y vestía una andrajosa túnica. Al ver a don Lorenzo lo recibió muy contento. El hombre le contó todo lo que le había sucedido en este tiempo, le narró la pérdida de sus seres queridos y de toda su fortuna. Le dijo al fraile que un barco cargado de joyas, sedas y finas porcelanas estaba por llegar a la Nueva España, y que si pudiera conseguir quinientos pesos, podría invertirlos para poder salir de su precaria situación, y volver a forjar su fortuna. El fraile le escuchaba apenado, comunicándole que nada tenía para darle al buen hombre puesto que nada poseía.

El Alacrán del fraile Anselmo

De pronto, Anselmo vio que por la pared se paseaba un alacrán de gran tamaño, lo tomó y lo envolvió en un trapo blanco. El envoltorio se lo entregó a don Lorenzo, al tiempo que le indicaba que fuese al Monte de Piedad para ver cuánto le daban por el bicho. Extrañado Lorenzo dejó el convento y dirigió sus pasos hasta la Plaza Mayor para dirigirse al Montepío, como le hubo ordenado el religioso. Avergonzado y con temor de hacer el ridículo, el hombre se acercó a la ventanilla de empeños, y abrió el trapo donde se encontraba el alacrán. Cuando lo hubo abierto, cuál no sería su sorpresa al ver que sobre la tela había en efecto un alacrán ¡pero de oro puro y cubierto de diamantes, esmeraldas y rubíes! Se trataba de una joya de filigrana de lo más valioso por la cual obtuvo tres mil pesos.

Inmediatamente, se dirigió al Puerto de Acapulco, compró muchas mercancías, reanudó sus negocios y recuperó todo el capital que había perdido. Los amigos que lo habían abandonado volvieron. Entonces, don Lorenzo recordó a su amigo Anselmo y se dirigió al Monte de Piedad para adquirir el alacrán de oro y devolvérselo a su dueño.

Cuando llegó a la celda del fraile le entregó el paquete conteniendo la hermosa joya. Don Anselmo lo recibió, lo desenvolvió y tomando al alacrán vuelto a su condición de animal con mucho cariño, le puso en la pared y le dijo: – ¡Sigue tu camino, animalito del Señor! A lo que el alacrán continuó su camino hasta perderse.

Sonia Iglesias y Cabrera

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