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El cerro sagrado del Cempoaltépetl

Al llegar a la cúspide del Cempoaltépetl y a su rústico altar para los sacrificios, sentimos que nos encontrábamos más cerca del cielo que de la tierra.

De mis épocas de estudiante de secundaria recordaba con especial interés la región conocida como el “nudo del Cempoaltépetl”, que es la unión de la Sierra Madre Occidental con la Oriental, el Oaxaca, donde nuestro mapa nacional se hace angosto, como embudo, antes de llegar a las planicies del Istmo de Tehuantepec. Aunque el concepto orográfico de nudo es hoy obsoleto, en todo caso esa montaña (cuyo nombre náhuatl significa “veinte cerros”) es una elevación sorprendente.

Cuando el cielo está despejado, desde su cumbre se puede ver el Pico de Orizaba hacia el noroeste y el Golfo de México hacia el noroeste, pasando la vista sobre el estado de Veracruz.

Mi relación con los indios mixes de Santa María Tlahuitoltepec, Oaxaca, vecinos de los zapotecas de la Sierra de Juárez, me permitió enterarme de que esa elevación es mucho más que una referencia geográfica: e el cerro sagrado de los mixes. (Por cierto, este pueblo tenía un sistema aritmético bidecimal, lo cual quizá se relaciona con el número 20 de la toponimia.) Paralelamente a sus prácticas cristianas, que celebran con devotas regularidad, los mixes tienen creencias religiosas de raigambre ancestral, relacionadas estrechamente con la naturaleza, a la que veneran como la mayoría de los pueblos indígenas vinculados a la tierra, al agua y al clima por medio de la agricultura y otras actividades. Las prácticas rituales relacionadas con el Cempoaltéptl presentan pocos elementos de origen cristiano, por lo que yo no hablaría de sincretismo, sino más bien de ritos prehispánicos que se han prolongado durante siglos, destacando el sacrificio de animales.

Justo en la cúspide del cerro –mirador cósmico natural– los mixes han formado un rústico altar con piedras, tras del cual se abre profundo el abismo, hasta la planicie costera del Golfo. Cuando participé en un ascenso ritual, en lugar de alcanzarse a ver el horizonte marino, lo que teníamos a nuestros pies era un océano de blancas nubes, de interminable extensión. Tales expediciones se realizan para invocar la buena fortuna y a veces para plantear peticiones específicas (como sanar a los enfermos); aunque tienen lugar todos los meses, son más frecuentes durante diciembre y enero, ante la perspectiva del año que inicia.

El viaje comienza en la ciudad de Oaxaca. Se recorren 42 km por la carretera Panamericana hasta Mitla, la ciudad de los palacios zapotecas con grecas de piedra que forman verdaderos encajes. De allí se continúa hacia el norte durante 77 km hasta Tlahuitoltepec, con el siguiente itinerario: en el km 18 está una desviación a la derecha hacia Hierve el Agua, zona de termas que han formado una cascada estática de sal, donde hay restos de obras hidráulicas prehispánicas; en el km 26 se encuentran San Bartolo Albarradas y poco después una ranchería llamada Matagallina (quizás el nombre recuerda los sacrificios de animales); en el km 56 se localiza Ayutla, ya dentro del territorio de los mixes; en el km 63 se ubica Tamazulapan, pueblo de la misma etnia, donde las mujeres aún conservan su vestimenta ancestral; por último, en el km 73 se abandona el pavimento para desviarse a la izquierda, por cuatro kilómetros de terracería, hasta “Tlahui”, como le dicen los lugareños. De la ciudad de Oaxaca a este pueblo de unos tres mil habitantes, se hacen cerca de dos horas y media de recorrido, pues a pesar de que el camino está pavimentado casi en su totalidad, predominan las curvas durante todo el trayecto desde Mitla.

Para ir al cerro del Cempoaltépetl debe conseguirse alguna persona en el pueblo que haga las veces de guía; se ocupan de cuatro a cinco horas para ascender desde Tlahuitoltepec, o bien una hora en vehículo desde ese poblado y luego dos horas y media a pie.

En Tlahui opera ya hace más de una década el Centro de Capacitación Musical Mixe –CECAM-, institución modelo a nivel nacional. Allí estudian música poco más de cien niños y jóvenes internados, y cerca de treinta externos, además de recibir clases de educación básica, primaria y secundaria. Los alumnos son indígenas mixes y de otras etnias oaxaqueñas, principalmente zapotecos y mixtecos, aunque también hay algunos indígenas de otros estados. El centro tiene huertas, parcelas agrícolas, animales de corral y talleres de artesanías, sobre todo textiles, que completan la preparación de los muchachos.

La tradición de las “bandas de pueblo”, o sea de las bandas de música de viento, está arraigada en el centro del país (aunque no excluye a otros estados) desde hace más de un siglo; se atribuye a la intervención francesa y al imperio de Maximiliano la introducción de este atractivo género. Sin duda, Oaxaca es la entidad federativa con mayor número de estos grupos musicales, constituidos a veces hasta por cuarenta personas. Se estima que sólo en ese estado hay cerca de 400 bandas. En el CECAM hay dos, formadas por niños y jóvenes: la de avanzados y la de principiantes; todos sus integrantes leen música, nadie toca “de oído”, y es sorprendente su alta calidad.

Cabe destacar que el pueblo mixe conserva el uso de su idioma autóctono, una de las 62 lenguas que sobreviven en nuestro país. (En todo el planeta sólo la India tiene más lenguas autóctonas (72) que México). El idioma mixe emplea las vocales con variantes tonales, es decir con diferentes tonos, lo que implica que para hablar mixe hay que dominar las notas, por decirlo de alguna manera. Quizás este dato explique la vocación musical de ese pueblo.

El ascenso ritual al Cempoaltépetl en el cual participé fue organizado por el CECAM, y por ello nuestro grupo era numeroso, más de lo habitual. Por lo común suben familias de entre cinco y diez individuos, siempre con un gallo y un guajolote sacrificarlos en la cúspide. Nosotros éramos alrededor de setenta personas, en su mayoría alumnos, todos cargando sus instrumentos musicales; desde luego, encabezaban nuestra procesión las autoridades del propio centro (maestros jóvenes y brillantes) y nos acompañaba un buen número de mujeres, incluidas algunas señoras mayores, con diversos vínculos con esa institución. La participación femenina, además de agradable, garantizaba el buen desarrollo del desayuno y la comida que se sirvieron durante la expedición.

En efecto, habiendo salido muy de mañana de Tlahui, hacia las nueve hicimos un alto, se encendió una enorme fogata para hervir agua y compartimos unas grandes tortillas, gruesas, untadas con frijoles, a las cuales se añadía un puño de charales salados, todo más bien frío. Se acompañó el sencillo y rico almuerzo con pocillos de café de olla. Los jóvenes, vigorosos, además de cargas sus instrumentos en la empinada subida, también portaban utensilios de cocina, bastimentos, botes con agua y otras bebidas, así como los animales sacrificiales.

Reemprendimos el ascenso y mucho nos ayudaron para llegar a la cima las dos o tres escalas que hicimos para tomar (los adultos) un vasito de extraordinario tepache: en vez de agua los mixes lo hacen con pulque y le agregan fermentación con piloncillo; además, encima del líquido le ponen un poco de pinole con axiote, lo que aumenta el exotismo de la bebida.

Desde que se inició el ascenso había un mar de nubes a nuestros pies; conforme ascendíamos se alejaba hacia abajo el manto blanco; al llegar a la cúspide del Cempoaltépetl y a su rústico altar para los sacrificios, no encontrábamos más cerca del cielo que de la tierra.

Cuando arribamos debimos esperar un cuarto de hora para que una familia desocupara el altar, donde celebraban su propio rito. Me acerqué a observar con discreción y, lejos de desairarme, me convidaron un traguito de mezcal, bebida que acompaña a la singular liturgia. Los mixes utilizan tres tipos de mezcales: de maguey pulquero, de maguey de San Pedro y de espadín –una especie de agave como el de henequén–.

El ara está rodeada de numerosos matorrales casi cubiertos de plumas. El lugar para la ofrenda tiene restos de innumerables ofrecimientos anteriores: cenizas, velas, patas de aves, sangre seca. Para nuestra propia ofrenda las mujeres colocaron en el altar unos tamalitos delgados y largos, como un dedo índice, atados con listones, tiras de masa con yerba santa, puños de harina de maíz, velas encendidas, ramitos de alcatraces y siemprevivas, vasitos con mezcal y con tepache, y copal o incienso, del cual emanaba un humo de aroma embriagante.

La máxima autoridad del CECAM ofreció un hermoso gallo (al que siempre manipuló con cuidado y hasta con cariño) hacia los cuatro puntos cardinales, y después de una serie de oraciones en mixe, que todos escuchamos hincados, procedió a degollar al animal, de un solo tajo de machete, sobre un pequeño tronco colocado ex profeso. La cabeza quedó como parte de la ofrenda (y en ocasiones se dejan también las patas, atadas con un listón). El cuerpo acéfalo, aún aleteando, lo cargó para regar el altar con su sangre, que expulsaba a chorros por el muñón del cuello cortado.

Se repitió un rito similar para sacrificar al guajolote, y precisamente al término del ofrecimiento empezó a escucharse el silbido de los cohetones y su trueno inmediato. Luego inició la música en aquel anfiteatro descomunal, interpretada por la banda principal del centro. La banda tocó fragmentos del Guillermo Tell de Rossini, de la Obertura 1812 de Tchaikovsky, de la Pequeña Serenata de Mozart y, por supuesto, el Himno Mixe.

Posteriormente dio comienza una frugal comida fría a base de grandes tortillas, similares a las del desayuno, pero con salsa roja untada y un huevo cocido (el color del aderezo no es casual, tiene implicaciones simbólicas).

Volvió la música después de comer (ahora con temas populares) y empezó, en la cima del Cempoaltépetl, un animado y respetuoso baile; además de las parejas habituales se formaron algunas sólo de mujeres y dos o tres de hombres (como esto último no dejó de sorprenderme, hice alguna pregunta discreta y me enteré de que no es raro el baile entre hombres, sobre todo en fiestas familiares).

Finalmente iniciamos el descenso de aquella montaña mágica, y durante el trayecto nos cruzamos en la vereda con varias familias que subían, provistas cada una, por supuesto, de un gallo y un guajolote.

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