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El Mordelón

En la época de la Colonia en México, allá por el año de 1578, corría por las calles de la Ciudad de México una leyenda que ha llegado hasta nuestros días. Cuenta dicha leyenda que Mauricio era un joven muy guapo y rico que vivía en la céntrica Calle de Moneda. Se trataba de un chico rubio, bastante formal aunque sus padres, españoles de pura cepa, le consentían mucho, pues era hijo único, heredero de la riqueza de padre que era Oidor, y dueño de una mina de plata en Guanajuato.

Mauricio tenía una novia llamada Leonor. Chica hermosa de familia noble y acaudalada, que vivía a unas cinco calles de su prometido, pues pronto se casarían. Una tarde en el muchacho iba a ver a Leonor, se topó con un niño muy pequeño, como de seis años, zarrapastroso, feo y sucio, que estiró su manita pidiendo le pusiera una monedita para comprar una rosquilla de canela. Mauricio, que era muy caritativo, sacó de su pantalón su monedero, y cuando estaba escogiendo una moneda, el mozalbete le pegó tremendo mordisco en el brazo y se echó a correr como alma que lleva el diablo.

Mauricio quedó muy enojado y adolorido, pues del mordisco brotaba mucha sangre. Se sentía burlado por el malhechor. Presto regresó a su casa, y en seguida fue llamado el médico de familia para atenderlo y a aplicarle los remedios que eran frecuentes en esa época.

El Niño Mordelón

Pasó una semana y la herida del brazo no sanaba. Esta casi negra y de ella brotaba mucha pus. Entonces, la nana india de Mauricio se acercó a la cama donde éste descansaba, y le explicó que la mordida se la había dado un ser sobrenatural que tomaba la apariencia de un niño; un ser del más allá que gozaba dañando a quien por bondad le obsequiaba con una monedita. La llamaban el Niño Mordelón. Le dijo la nana que esas heridas eran muy difíciles de curar, y que casi siempre los mordidos moría a las dos semanas.

Sin embargo, le comentó que si Mauricio estaba dispuesto a recibir a un curandero que habitaba las afueras de la traza donde habitaban los blancos, con sus hierbas ancestrales era casi seguro que lo curaría. Como Mauricio estaba desesperado por el olor y el fétido olor que despedía, aceptó. Al otro día llegó el curandero, le puso en la herida un emplasto de hierbas, le dio a beber varias infusiones, con la recomendación a la nana de que siguiese las indicaciones del tratamiento para que resultase efectivo. Así lo hizo la mujer. Pasada otra semana, Mauricio estaba curado. Pudo casarse un mes después, y juró que nunca le daría una moneda a ningún mendigo que se le pusiese enfrente.

Sonia Iglesias y Cabrera

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La hija maldita

Cuenta una leyenda que en el  año de 1828, en el barrio de San Pablo de la Ciudad de México, en el antiguo barrio de Tenochtitlan conocido con el nombre de Teopan, Lugar de Dios, se forjó una leyenda que aún las abuelas cuentan a sus espantados nietos.

En esta época, pasada ya la guerra de Independencia, vivía en una casa colonial una viuda con su hija de diecisiete años. Vivían las dos solas, pues el marido de doña Catalina había muerto de unas fiebres que los doctores nunca pudieron curar ni determinar a qué se debían. Al morir don Pancracio había dejado una buena fortuna a su familia, razón por la cual las mujeres se encontraban en buena situación económica.

El horripilante monstruo del Barrio de San Pablo

La madre cumplía todos los caprichos de Delia, la hija, le compraba vestidos, zapatos, tápalos y chucherías para que adornara su arreglo personal. En una ocasión la chica vio en el Portal de Mercaderes un hermoso collar de rubíes, y como se acercaba la fiesta de su cumpleaños, deseó tenerlo para lucirlo ante su familia y amigos que acudirían a felicitarla. Así pues, acudió presurosa a la recámara de su madre, en la que se encontraba rezando, y le contó lo hermoso que era el collar y lo bien que le quedaría con su nuevo vestido rojo de satín. Al oírla doña Catalina le respondió que lo que pedía era exagerado. Por un lado el collar costaba demasiado dinero, y por otro, le dijo que era muy joven para llevar joyas de esa categoría. Delia armó un soberano berrinche: lloró, suplicó, se tiró al suelo y juró matarse si la madre no le cumplía el capricho. Pero Catalina se mostró inflexible y se negó rotundamente a comprarle el collar deseado. Al verse frustrada en sus deseos, Delia, se levantó del suelo donde se hallaba llorando, y le propinó dos fuertes cachetas a su madre que la hicieron sangrar y caer al suelo. Sentida y furiosa, doña Catalina le dijo a su hija: -¡Por estos golpes que me has dado, yo te maldigo, y lo pagarás con el primer hijo que tengas!

Pasaron dos años, hija y madre nunca más se volvieron a dirigir la palabra. Delia se casó y se fue a vivir a una gran casa que se encontraba en el mismo barrio de San Pablo. Un año después de su matrimonio, dio a luz a su primer hijo, pero ¡Oh, desgracia! El hijo era un monstruo. En el periódico El Iris, con fecha 3 de junio de 1828, se pudo leer la siguiente noticia. …en el barrio de San Pablo, una mujer parió a un monstruo de figura de marrano, liso y sin pelo, de color tostado, cabeza grande, redonda, cerdas en la frente, boca grande rasgada, dos dientes, nariz chata, orejas de mono, rabo corto, los pies con pezuñas, la mano ferecha con cinco dedos y la izquierda con cuatro, su tamaño regular de marranillo… ¡La maldición materna se había cumplido!

Sonia Iglesias y Cabrera

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Beatriz, La Quemada

En la Calle de Jesús María de la Ciudad de México, en la época colonial, vivía una joven llamada Beatriz de veinte años de edad. Su padre, Gonzalo Espinoza de Guevara, hombre rico y de buena posición, estaba orgulloso de su pequeña. Beatriz era bella, simpática, muy alegre, y sobresalía porque tenía un alma muy noble que todos alababan por sus bondades. Siendo como era siempre estaba rodeada de muchos jóvenes que la pretendían, y ponían a su disposición la riqueza con que contaban. La chica se portaba amable con sus pretendientes, sin nunca aceptar a ninguno.

Cierto día, Beatriz conoció a Martín de Seópolli, noble italiano que se impresionó con la belleza y el alma de la joven, y empezó a pretenderla. Cada noche acudía a la casa de Beatriz, esperaba que llegara algún pretendiente, provocaba camorra, se batían los enamorados con sus sendas espadas, y siempre ganaba el conde. Cada mañana en la puerta de la casa de la bella niña aparecía un cadáver.

Esta situación tenía muy afligida a Beatriz, ya que se sentía responsable de la trágica muerte de sus pretendientes. Una mañana en que se padre no se encontraba en casa, la mujer acudió a la cocina, y tomó unos carbones encendidos del anafre, los llevó con ella hasta su recámara y, llorando de pena y miedo, se quemó con ellos su hermosa cara. Pensaba que así pondría fin a tanta muerte por causa de su belleza.

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El terrible dolor hizo que Beatriz lanzara tremendos gritos que se escucharon en toda la casa. Los sirvientes acudieron en tropel hasta la habitación de la infeliz, con el fin de ayudarla. El padre, puesto al corriente de lo que pasaba por uno de los criados, acudió presto a la casa, para ayudar a su pobre hija en tan terrible trance.

Enterado Martín de Seópoli de lo que había sucedido a su amada, acudió a la casa y le dijo: -¡Querida Beatriz, yo te amo mucho, y no por tu belleza, sino por tus cualidades espirituales! Al darse cuenta la chica de que Martín la amaba verdaderamente, cayó rendida de amor por él. Al poco tiempo contrajeron matrimonio. A la boda Beatriz acudió con un espeso velo blanco que tapaba su pobre cara quemada. Y cuando salía por la Ciudad de México, siempre llevaba un velo negro que la cubría discretamente.

Sonia Iglesias y Cabrera.

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La Llorona

 

Hace mucho tiempo, cuando los soldados españoles conquistaron la Ciudad de México,  existió una bonita muchacha india que se enamoró de uno de esos soldados. Se amaban tanto que tuvieron tres hijitos muy bonitos.

La mamá quería mucho a sus niños y los cuidaba muy bien. El papá no quería casarse con la mamá, porque le avergonzaba que fuera una india. Y un día, el papá decidió casarse con una joven española. Cuando la mujer se enteró de la traición del padre de sus hijos se quitó la vida ahogándose en un río junto con los chicos, porque sufría mucho.

Así lo hizo, y desde entonces empezaron a escucharse por todo el centro de la ciudad, los gritos desesperados de una mujer muy delgada y toda vestida de blanco, y su voz que decía: -¡Ay, mis hijos! ¿Dónde están mis queridos hijos?

La Llorona
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Pasaron diez años, y un día la Virgen de los Remedios, a la que adoraban los españoles, se enteró de la desgracia de la pobre mujer y se apiadó de ella. La Virgen la buscó por la ciudad, y cuando la encontró le dijo que la iba a revivir, con la condición de que tenía que ir al campo y plantar un rosal, y esperar a que crecieran las primeras rosas. Así lo hizo la pobre mujer.

Pasado un tiempo, el rosal floreció y brotaron tres maravillosas rosas blancas. Junto a cada una de ellas apareció uno de sus hijos en perfecto estado de salud. La madre los abrazó, y los tres juntos se fueron a la capilla que estaba destinada a la Virgen de los Remedios para rezar y agradecerle que los hubiera vuelto a la vida. No se olvidaron de llevarle un hermoso y grande ramo de rosas blancas.

Cuando acabaron de rezar, los cuatro se fueron a vivir a una pequeña casa que estaba en la afueras de la ciudad y vivieron muy felices para siempre. ¡Nunca más se volvieron a escuchar los lamentos de La Llorona¡

Sonia Iglesias y Cabrera