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Tomás, el judio

El judío Tomás Treviño y Sobremonte vivió en el siglo XVII en una casa localizada en la Calle de San Pablo Núm. 35, calle conocida también como Cacahuatal. Este hombre que llevó asimismo el nombre de Jerónimo de Represa, nació en Medina del Río Seco en Castilla la Vieja, España.

Al llegar a la Nueva España a principios del mencionado siglo, adoptó el nombre de Tomás Treviño, y a poco de llegar fue apresado por la Inquisición acusado de practicar la religión judía. Sin embargo, logró probar que no era judaizante y fue puesto en libertad. Al salir libre se casó con doña María Gómez, también judía, y con la cual procreó a Leonor Martínez y a Rafael de Sobremonte.

Don Tomás decidió establecerse en Guadalajara, Nueva Galicia y se dedicó al comercio. Tenía una tienda de dos entradas. Bajo una de las puertas de una de ellas enterró un Santo Cristo, y a los que entraban por ésta les vendía lo que deseaban a precio rebajado. ¡A saber por qué! Tal vez porque la pisaban y era para él un gozo. Por la noche, dicen las crónicas, solía azotar una imagen de madera del Santo Niño, la cual después llegó a la iglesia de Santo Domingo, no se sabe las causas, y fue muy milagrosa y adorada.

La Estrella de David

Decidió regresar a México y el Santo Oficio lo volvió a apresar el 15 de junio de 1648 bajo cargos muy delicados tales como el de practicar los ritos de la religión judía, haberse casado empleando dichos ritos, de estar circuncidado y de haber circuncidado a su hijo, y de responder a los “buenos días” y a las “buenas noches” de sus vecinos no con el necesario “Alabado sea el Santísimo Sacramento” sino con las palabras “Beso las manos de vuestras mercedes”, lo cual consideraban como una herejía.

Por tales acusaciones, y por declararse abiertamente judío, el 11 de abril de 1649 fue condenado a ser quemado vivo en la Plaza del Volador, sita a un costado de la Alameda. Se le llevó a dicha plaza vestido con el consabido sambenito y montado en burro; o más bien en varios que se iban turnando, y al final le pusieron en un caballo mientras un indio lo exhortaba a creer en Dios, mientras le golpeaba tremendamente.

Al llegar al Volador se le amarró a un garrote y, frente a la multitud que observaba en las calles, las ventanas y las torres de los templos de San Diego y San Hipólito, se prendió fuego a la hoguera.

Cuenta la leyenda que don Tomás no gritó ni se quejó del martirio. Solamente exclamó en medio de su sofocación al recordar que todos sus bienes habían sido confiscados: – ¡Malditos, echen más leña que mi dinero que me han robado me cuesta!

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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La Niña de la Pelota Roja

La ciudad de México cuenta con un aeropuerto cuyo nombre completo es Aeropuerto Internacional Benito Juárez que se encuentra localizado en la zona metropolitana del Valle de México, situado en el pueblo de Peñón de los Baños y rodeado de zonas urbanizadas.

Este aeropuerto cuya historia se inicia en el muy antiguo Aeródromo de Balbuena en 1911, cuenta con una leyenda que ha corrido de boca en boca por la ciudad y otros lares más alejados.

Hace ya muchos años, en el aeropuerto de la Ciudad de México tuvo lugar un nefasto accidente cuando un avión comercial, debido a la terrible neblina que había, efectuó un aterrizaje en una pista equivocada, que por cierto se encontraba cerrada debido a que la estaban arreglando. Había en ella maquinaria pesada y un enorme camión de volteo, contra el cual el avión se estrelló. En el horrible accidente murieron setenta y dos personas que iban en al aparato.

A partir de entonces, trabajadores del aeropuerto, visitantes y viajeros aseguran que se ven los fantasmas de las personas muertas en el accidente, las cuales deambulan por la famosa pista y aun por otros sitios del aeropuerto. Se les ve pálidos, perdidos, andrajosos, llenos de sangre y con partes del cuerpo amputadas y purulentas. Caminan entre las personas y de repente desaparecen dejando aterrados a quienes los ven.

La niña fantasma del aeropuerto de la Ciudad de México.

Entre estos horripilantes fantasmas puede verse el de una niña de alrededor de siete años de edad. Siempre lleva consigo una pelota roja con la que juega haciéndola rebotar. A diferencia de los otros fantasmas que no le dirigen la palabra a nadie. Esta pequeña se suele comunicar con las personas que la ven. Se acerca a ellas y les pide que le aten las agujetas de sus zapatos. Cuando alguien empieza a amarrárselas, la niña súbitamente desaparece sin dejar rastro, hecho que ocasiona un terrible susto al solicitado, del cual tarda cierto tiempo en reponerse, si es que lo logra.

A la niña le gusta aparecerse en el cementerio de aviones, en los pasillos de acceso a las salas de espera, en las tiendas donde los viajantes suelen comprar recuerdos de última hora. En fin, la niña de la pelota roja anda por todo el aeropuerto. Nadie sabe cómo se llama ni con quién se encontraba en el avión. Sólo se sabe que está muerta.

Los videos del aeropuerto han logrado captarla en muchos de los sitios mencionados, y se les puede ver accediendo a internet.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Una rica moronga

En las fiestas dedicadas a San Pedro Oztotepec, que se celebran en el Barrio de la Asunción en Xochimilco, hace ya mucho tiempo un grupo de amigos se encontraba festejando muy contento. Ya por la madrugada decidieron regresar a sus casas, cansados de tanta pachanga. Cada quien tomó el camino correspondiente hacia su respectiva casa. Una de las participantes se llamaba Felipa Sánchez y emprendió el camino bastante agotada, junto con algunos compañeros que vivían en el mismo pueblo que ella.

Cuando llegaron cerca de la orilla del lago de Xaltocan, Felipa escuchó un llanto que le llamó la atención, y les pidió a sus amigos que revisaran el lugar porque tal vez alguien se encontraba en peligro y necesitaba ayuda. Uno de los acompañantes de nombre Jacinto se percató que en la copa de un gran árbol se encontraba una mujer atorada  y se dispuso a bajarla. Ya que lo logró, la depositó sobre el pasto y se dio cuenta que la mujer estaba muy pálida. Todos la observaban y notaban que le causaba trabajo respirar. Se llamaba Inés.

Asustados, se dieron cuenta que a Inés le faltaba la mitad de sus piernas y que su cuerpo estaba tinto en sangre. No sabían qué le había pasado ni porqué se encontraba en lo alto de un árbol. La mujer les sonrió para agradecerle a Jacinto que la hubiese bajado, pero su sonrisa tenía algo raro, como malévolo. La señora, que en realidad era una bruja, se arrastró hasta la base del árbol. Tomó en sus manos una olla y una escoba de varas, al tiempo que les suplicaba a los hombres que la pusiesen en pie y que la llevaran hasta su casa, pues había sufrido un accidente y su marido la estaba esperando en su casa en Xaltocan.Plato con rebanas de moronga

Dos de los hombres del grupo se ofrecieron a ir hasta la casa de la mujer a cumplir un encargo, pues la mujer no podía moverse. Tocaron a la puerta y les abrió la puerta un señor. Le dijeron que habían encontrado a su esposa en el camino hacia Xochimilco y que necesitaban que los dejara pasar a recoger las piernas de la mujer que se encontraban en la cocina. Azorado, el hombre los condujo hasta la cocina, en donde encontraron las piernas de la bruja colocadas en forma de cruz.

La mujer bruja les había advertido a los hombres que cuando encontraran sus piernas no le fueran a quitar la ceniza que se encontraba en sus muñones, y que las envolvieran con mucho cuidado en una manta para llevarlas camino a Xochimilco donde se encontraba. Cuando el marido y los dos ofrecidos llegaron a Xochimilco, vieron con estupefacción como la bruja les quitaba la ceniza a los muñones de sus piernas y se los colocaba en los cercenados muslos.

Jacinto le preguntó al esposo si no sabía que su esposa era una bruja, pero éste alegó por completo que lo supiese. No sabia nada de las actividades nocturnas de su cónyuge. Solamente se había dado cuenta que por las noches se quedaba profundamente dormido y nada lo despertaba.

Cuando le enseñaron la olla de la bruja vieron que estaba llena de sangre. Entonces, empavorecido el marido exclamó: – ¡Con razón siempre me quiere dar moronga de almuerzo! Cuya sangre procedía de las heridas de sus piernas y de la que obtenía hiriendo a sus víctimas.

La bruja de Xaltocan salió libre, por uno de esos misterios de la ley. Pero como los habitantes de su pueblo la querían quemar, la pareja tuvo que huir a vivir a otro poblado. ¿Será acaso donde tú vives?

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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Longinos y el abanico

En el Callejón de las Golosas de la colonial Ciudad de México, vivía Longinos Peñuelas, un hombre muy rico y todo un contumaz Don Juan, dedicado a seducir mujeres para luego abandonarlas, sin importarle el daño que hacía. Una noche que regresaba a su casa después de haber dormido con una bella mujer casada, pasó por una casona en uno de cuyos balcones se encontraba una hermosa chica con vestido blanco, que llevaba en una mano un abanico de encajes con el cual se abanicaba coquetamente. Al pasar Longinos se le cayó un pañuelo a la bella y éste se apresuró a devolvérselo a la damisela. Al verla tan bonita se puso a platicar con ella y quedaron en verse las siguientes noches a escondidas de su padre a la medianoche.

Una de esas noches, Longinos trató de besar a la joven y ella puso el abanico entre los dos, el cual se rompió por la mitad. Pasadas unas noches, el galán le propuso que se escapara con él; ella aceptó, pero con la condición de llevarse a su pequeño hijo, un lindo nene. El Don Juan aceptó y al día siguiente acudió a la casa de su dama con varias horas de anticipación. Al llegar a la casona se percató de que se veía muy vieja y como si estuviera abandonada de tiempo atrás. Desconcertado, llamó a la puerta, pero nadie le abrió por mucho que insistió con la sonora aldaba. Entonces, Longinos decidió preguntarles a unas mujeres que pasaban por ahí si sabían por qué ningún criado le abría la puerta.

El abanico de encaje blanco

Ellas le respondieron que esa casa estaba cerrada desde hacía diez años, y que había pertenecido a Hermenegildo Alcérreca y a su hija Rosaura, y que ya nadie vivía ahí. Le dijeron que después de haberla habitado por tan solo unos meses, los moradores se habían marchado y que desde entonces se escuchaban terribles y desgarradores gritos a la medianoche.

Longinos trajo a un cura y a un cerrajero que abrió el portón. La casa estaba en completas ruinas, Cuando el frustrado enamorado subió al cuarto desde cuyo balcón vio por primera vez a su amada, descubrió que estaba completamente a oscuras. Al prender una vela vio en la cama los esqueletos: el de una mujer y el de un bebé. En la mano descarnada de la mujer podía verse la mitad de un abanico de encajes. El sacerdote que acompañaba a Longinos echó agua bendita sobre los esqueletos y rezó por el descanso eterno de esas dos almas.

Al salir de la casa, destrozado y llorando por la pena de haber perdido a su amada, Longinos se topó con el esposo de la última mujer casada a la que había seducido. El marido, loco de furia, sacó su espada y se la clavó en el pecho al pecador, quien al instante murió.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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La Tía Lola

Por el Bosque de Chapultepec, cerca del Panteón de Dolores en la Calle de Constituyentes de la Ciudad de México, existe una casona en la que vivía una señora a la que llamaban la Tía Lola. Como vivía muy sola y no tenía parientes, decidió recoger niños pobres y cuidarlos. Y así lo hizo, hecho por el cual los vecinos la admiraban y la consideraban un alma caritativa.

Corría el rumor por el barrio de que la Tía Lola tenía mucho dinero, herencia de su rico marido comerciante. Tal dinero lo empleaba para mantener a los niños y jovencitos que recibía en su casa-asilo, y cuyos gastos eran elevados.

Cierto día, tres de los jóvenes que vivían en el asilo decidieron robarle el dinero y huir con él. Una noche, cuando todos dormían los ingratos jovenzuelos recorrieron, sigilosamente, la casa en busca del dinero deseado. La Tía Lola escuchó ruidos que la despertaron, y salió de su cuarto con el fin de averiguar qué era lo que sucedía. Cuando vio a los muchachos robando el dinero, les amonestó por su mala acción. Al verse descubiertos y temerosos de ir a para a prisión, los ladronzuelos tomaron sendos objetos de metal y arremetieron contra la caritativa mujer. La golpearon sin piedad hasta matarla. Inmediatamente, los jóvenes huyeron por esas calles de Dios.

La bondadosa Tía Lola

Con la muerte de la Tía Lola, la casa quedó vacía. Al poco tiempo del truculento hecho, empezaron a ocurrir sucesos extraños y sobrenaturales en la casona. Por las ventanas los vecinos veían claramente la silueta de la Tía. Cuando algunas personas se interesaban en comprar la casa, se escuchaban puertas que se cerraban ruidosamente, gritos angustiantes de mujer que pedían auxilio, y llantos desgarradores que, por supuesto, desanimaban al comprador.

Por tal razón, la casona nunca se ha podido vender y continúa deshabitada, gracias a la ingratitud de unos jovenzuelos ambiciosos y asesinos.

Sonia Iglesias y Cabrera

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La asesina de la Colonia Roma

Felícitas Sánchez Aguillón nació en Cerro Azul, Veracruz en el siglo XIX. Tuvo varios apodos, se la conoció como La Espanta Cigüeñas, La Descuartizadora de la Colonia Roma, La Trituradora de Angelitos y La Ogresa de la Colonia Roma. Se trataba de una mujer enfermera y partera que cometió muchísimos asesinatos de infantes en el ejercicio de su profesión. En su casa de la Colonia Roma se dedicaba a practicar abortos clandestinos, a la vez que traficaba con niños.  

Se dice que desde pequeña fue muy mala y perversa; gustaba de asesinar con lujo de crueldad a los perros y los gatos que lograba atrapar. Siempre tuvo muchos problemas con su madre por su extraña conducta. En 1900 se graduó como enfermera en Veracruz y se casó con un hombre de carácter muy débil llamado Carlos Conde, con el que tuvo un par de hijas gemelas, a las cuales vendió, alegando que su estado económico era desastroso.  Felicitas era una repugnante mujer gorda y grosera, siempre enojada y mal encarada. Nadie la quería. 

En 1910, la horrenda Felícitas decidió irse a vivir a la Ciudad de México y separarse de su marido. Alquiló un departamento en la calle de Salamanca Núm. 9, y empezó a ejercer como partera. A dicho departamento acudían mujeres de dinero para atenderse, lo cual resultaba muy extraño para los vecinos, quienes también se habían dado cuenta de que los caños del edificio se tapaban muy frecuentemente. Cuando esto sucedía la fea mujer llamaba a un plomero llamado Roberto Sánchez Salazar, quien destapaba los caños y mantenía la boca cerrada. De su departamento a veces salía un pestilente humo negro que preocupaba a los vecinos. 

Felìcitas, la Asesina de la Colonia Roma

Con los abortos que practicaba empezó a ganar mucho dinero. Su fama se extendió entre las mujeres que querían abortar. Felícitas las sacaba del problema sin importarle cuanto tiempo tuvieran de embarazo. Muchas veces se robaba a los recién abortados cuando ya estaban de muchos meses de gestación, y los vendía a personas que ansiaban tener hijos. En ocasiones las madres recién paridas le vendían a la mujer sus hijos, para que esta a su vez los vendiera a precios altos. En 1910, fue aprendida dos veces, pero salió pagando multas de poca monta.  

Como a veces no lograba vender a los niños, los mataba sin piedad. Con los niños fue muy cruel, pues los torturaba bañándolos con agua fría, dándoles comida podrida o dejándoles sin comer varios días. Cuando se trataba de matarlos, los inmolaba, los ahogaba, o bien los apuñalaba o los envenenaba. Una vez muertos, los descuartizaba, y se deshacía de ellos tirándolos en las coladeras de la calle, en el drenaje del edificio, en la basura, o los quemaba en una caldera. 

Con el dinero que obtuvo de los abortos y el tráfico de niños, puso una miscelánea que se llamó La Quebrada, y estaba situada en la Calle de Guadalajara Núm. 69, la cual también le servía como “clínica” para llevar a cabo sus fechorías. 

En 1941, una alcantarilla del edifico de Salamanca se tapó. El señor Francisco Páez, que tenía una tienda de abarrotes en el primer piso, llamó a un plomero, quien auxiliado por varios albañiles procedió a quitar el piso de la tienda para destapar la cañería. Al levantarlo quedaron petrificados pues encontraron carne humana podrida, algodones con sangre y un cráneo de niño. Inmediatamente se llamó a la policía para que arrestaran a Felícitas. Al entrar al departamento en que vivía, en su cuarto encontraron un altar con velas, agujas, ropa de niño, fotografías de sus víctimas y un cráneo humano. 

Para cuando la policía acudió a la miscelánea, la mujer se había dado a la fuga. Poco después fue apresada y salió libre, por haber comprado o amenazado al juez que dictó su sentencia. Sin embargo, terminó suicidándose con nembutal cuando se dio cuenta que ya no podía seguir “trabajando” en lo suyo. 

 

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El Portugués

En el año de 1556, vivía en la Ciudad de México un matrimonio de españoles. Al poco tiempo de establecidos, tuvieron una hija sumamente hermosa. Era blanca y rubia. Un sacerdote, amigo íntimo de la familia, fue el encargado de bautizarla. La pequeña creció, y al llegar a la adolescencia su belleza se había incrementado. Pero la mala fortuna quiso que sus padres muriesen en un terrible accidente. El sacerdote que la había bautizado, al verla desamparada se hizo cargo de ella. La jovencita lo consideraba como a su padrino.

Al ir creciendo la joven se volvía cada vez más bella y deseada. Razón por la cual contaba con un gran número de pretendientes. Un joven portugués que llegó a la Nueva España huyendo de las deudas de juego y de los acreedores que lo acosaban, conoció a la muchacha y se enamoró de ella. La cortejó en seguida, pero el fraile que la cuidaba no estaba de acuerdo en ello, pues se había enterado que en Portugal el galán había dejado a su familia sin avisar a dónde se iba, y además, ya en la Ciudad de México solía frecuentar por la noche antros de mala reputación donde se emborrachaba, jugaba y se divertía con mujeres de la vida fácil. El sacerdote padrino le prohibió a la ahijada cual trato con ese rufián de mala muerte.

Al enterarse de la prohibición, el joven le pidió a la bella que se fugase con él. Ella aceptó. La noche en que iban a huir, llegó el padrino y empezó a discutir con el tarambana a la puerta de la casa. Entonces éste sacó un puñal y se lo clavó en la cabeza al clérigo, quien murió instantáneamente. Arrojó el cadáver al río y huyó para el Perú.

Tres años después, el asesino regresó a la Ciudad de México y quiso contactar a su antigua novia, más movido por sus riquezas que por amor. Pero para llegar a la casa de la mujer, debía pasar por un puente que estaba sobre el río donde había arrojado al fraile. Decidido a llegar a la casa subió al puente y cuando ya casi terminaba de cruzarlo, se le apareció un horrendo cadáver en estado de putrefacción y vestido con desgarrados hábitos de fraile. Asustadísimo, el jugador trató de quitarse la mano que le aferraba la garganta sin lograrlo.

Al día siguiente, los vecinos encontraron en el puente al cadáver del portugués y sobre de él el blanco esqueleto del sacerdote con un puñal incrustado en la cabeza y que tenía grabadas las iniciales de su asesino en el mango.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

 

 

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Dos Santos Niños legendarios

El Santo Niño de las Suertes: “Tú que estás lleno de benignidad y clemencia/ escúchame te lo ruego” (Oración)

Cuenta la leyenda que a principios del siglo XIX se les apareció a dos misioneros que vivían por el rumbo de Tlalpan, Distrito Federal, un bebé de escasos cuatro meses de edad. Al tomarlo en sus brazos se les convirtió en una escultura de gran belleza, de posición recostada, y con los bracitos apoyados sobre una calavera, en señal de su victoria sobre la muerte. En el mismo lugar donde apareció el Niño, brotó un manantial que llevó el nombre de Ojo del Niño.

Es sabido que cuando se va a visitar al Santo Niño de las Suertes al Convento de San Bernardo de monjas concepcionistas, donde vive, se le debe llevar un juguete, pues acostumbra por las noches bajarse de su nicho a jugar con sus obsequios. Sus regalos se multiplican el día de su fiesta el segundo domingo del mes de enero, cuando las monjas lo engalanan con esmero. Se le considera un Niño muy milagroso, siempre y cuando se le agasaje con juguetes.

El famoso Santo Niño de las Suertes

El Santo Niño Cieguito: “Niño cieguito, niño cieguito/¡Mi andarieguito!” (Oración)

La historia del Santo Niño Cieguito del Templo de la Capuchinas en la Puebla de los Ángeles data del siglo XVIII, cuando, durante una tormenta, un loco descreído, que se había introducido al templo con el propósito de robar,  arrebató al Niño Jesús de los brazos de su madre la Virgen María, que se encontraba por aquel entonces en el Convento de la Merced de Morelia, Michoacán. Enfurecido porque el Santo Niño empezó a llorar, el demente le arrancó los brazos y las piernas. Al observar que el Niño seguía llorando de pena por el ultraje y la miseria humana, furioso al escuchar el lastimero llanto, el loco le arrancó los ojos con un punzón.

Ya cegado,  abandonó al santo Niño en la cima del cerro de Punhuato, sito al poniente de la Ciudad de Morelia, entre espinosas breñas y animales ponzoñosos. Poco después, las autoridades apresaron al ladrón, quien confesó su crimen y señaló el lugar donde había abandonado al Niño. Éste fue en seguida rescatado y llevado a su convento de origen. Tiempo después se le trasladó a Puebla, donde empezó a realizar favores, cumplir peticiones, y obrar milagros. Y si no lo cree, vaya al Templo de las Capuchinas.

Sonia Iglesias y Cabrera

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La mujer sin piernas

Una vez una señora que vivía en el Barrio de la Asunción, perteneciente a la Alcaldía Xochimilco, fue con su familia a la fiesta del pueblo de San Pablo Oztotepec, uno de los pueblos originarios de Milpa Alta. Iban caminando por un camino de brecha en plena oscuridad, rodeados de enormes árboles, cuando de pronto escucharon los sollozos de una mujer. No hicieron caso, pues sabían que por esos lugares espantaban desde la época de la Revolución. Pero el llanto era tan triste que se apiadaron y decidieron ver de dónde provenía. Entonces se dieron cuenta que arriba de uno de los árboles había una mujer que les pidió que la bajaran. Los hombres de la familia subieron al árbol y la bajaron. Cuando llegaron al suelo se dieron cuenta de que la mujer no tenía piernas de la rodilla para abajo. En una mano llevaba una olla llena de sangre, y junto a ella se encontraba un brasero y una escoba de varas de jarilla. Arrastrándose por el suelo la mujer les pedía a los presentes que la llevaran a su casa. Sin embargo, decidieron llevarla a la presidencia municipal de Xochimilco, pues ya se habían dado cuenta que se trataba de una bruja.

El tlecuil donde la bruja dejaba sus piernas.

El prefecto le preguntó a la mujer lo que estaba haciendo por en ese camino, y la mujer contestó que por las noches se dedicaba a chuparles la sangre a los bebés, y que el amanecer la había sorprendido, razón por la cual ya no pudo volar para regresar a su pueblo y se quedó atrapada en la copa del árbol. Le suplicó al prefecto que fueran a su casa para traerle sus piernas que se habían quedado en la cocina. Varios hombres fueron. Cuando tocaron a la puerta les abrió su esposo, y le dijeron que les dejase pasar para recoger las piernas de su mujer. El hombre se quedó pasmado de asombro. Al llegar a la cocina vieron las dos piernas que formaban una cruz sobre las cenizas del tlecuil. La bruja les había advertido que por nada del mundo fueran a quitar las cenizas que estaban en los muñones de sus piernas, pues entonces no podría volvérselas a colocar, y que para llevarlas las envolvieran, con mucho cuidado, en una manta.

El prefecto le preguntó a su esposo si sabía que su mujer era una bruja que chupaba la sangre de los bebés; pero el esposo afirmó que no sabía nada. Solamente había notado que con mucha frecuencia comían moronga y que nada sabía de donde procedía la sangre.

La bruja salió libre -a falta de pruebas contundentes-, después de haberse colocado sus piernas. El matrimonio se vio forzado a abandonar el pueblo de Xochimilco, pues los pobladores estaban dispuestos a quemarla en una pira. Deseaban hacer justicia, pero no lo consiguieron y se quedaron con dos palmos de narices. La bruja vivió muchos años y siguió con su sanguinaria actividad, y el esposo continuó comiendo rica moronga guisada.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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Carlitos y la rata

En la Ciudad de México se encuentra ubicado un mercado muy famoso conocido con el nombre popular de Mercado de la Merced. Se ubica en el Centro Histórico de la Ciudad, en el Barrio de la Merced. Se fundó hacia 1860, y desde entonces abastece a la capital de alimentos que se venden en sus muy variados y surtidos puestos de fruta, verduras, carne, quesos, ropa, y mil cosas más para satisfacer las demandas de la población. El lugar cuenta con muchas bodegas que almacenan los productos para la venta.

De este tianguis y del barrio han surgido muchísimas leyendas, cuentos y anécdotas. Su tradición oral es fecunda e interesante. Una de tantas leyendas nos narra una historia escalofriante. En cierto momento del siglo XX, los comerciantes de la Merced observaron consternados que de las bodegas desaparecían demasiados alimentos. Asimismo, los perros y los gatos callejeros empezaron a disminuir notoriamente. Estaban intrigados, no se explicaban las razones de las pérdidas.

En una casa cercana al mercado vivía un muchacha muy joven, de tan sólo diez y seis años, en una casa humilde, junto con su madre que contaba con sesenta. Tenía un nene de unos cuantos meses de nacido, Carlitos. En una ocasión, por la noche, el pequeño estaba molesto y lloraba mucho; y como la madre estaba muy cansada, decidió dejar solo al bebé mientras ella llevaba a cabo ciertas diligencias. El niño se quedó en su camita y metió la cabeza bajo la almohada, aunque sin dejar de llorar.

La enorme rata de la Merced

Pasado un cierto tiempo, la abuela llegó a la casa, coincidiendo con el regreso de su hija. Al saber que ésta le había dejado solito, la vieja mujer la regañó por su irresponsabilidad. Ambas acudieron a la cama donde se encontraba el pequeño para ver si se encontraba bien, pero azoradas se dieron cuenta de que no estaba acostado, y vieron con horror que en la cunita había rastros de sangre.

Lo buscaron debajo de la cama y le encontraron ahí, con la cabeza medio metida en un agujero, lo jalaron del cuerpecito hasta sacarlo, y vieron a una enorme, pero muy enorme rata que le había devorado parte de la cabeza. El niño ya había muerto. Las dos mujeres nunca pudieron recobrarse de tan terrible suceso. Del dolor de ver a su hijo devorado por una rata que tenía el tamaño de un gran perro, la mujer se volvió completamente loca y fue internada en un hospital público, donde tardó dos años en morir. De su madre no se supo lo que pasó, algunos cuentan que se dio a la mendicidad para poder mantenerse. ¡quién lo sabe!

Los comerciantes al conocer el hecho se dieron cuenta que era el roedor el que robaba las bodegas para procurarse alimento, y decidieron darle caza. Pero fue inútil, la rata nunca fue atrapada. Hasta la fecha muchas personas le temen y creen verla en el mercado o cerca de sus casas.

Sonia Iglesias y Cabrera