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Longinos y el abanico

En el Callejón de las Golosas de la colonial Ciudad de México, vivía Longinos Peñuelas, un hombre muy rico y todo un contumaz Don Juan, dedicado a seducir mujeres para luego abandonarlas, sin importarle el daño que hacía. Una noche que regresaba a su casa después de haber dormido con una bella mujer casada, pasó por una casona en uno de cuyos balcones se encontraba una hermosa chica con vestido blanco, que llevaba en una mano un abanico de encajes con el cual se abanicaba coquetamente. Al pasar Longinos se le cayó un pañuelo a la bella y éste se apresuró a devolvérselo a la damisela. Al verla tan bonita se puso a platicar con ella y quedaron en verse las siguientes noches a escondidas de su padre a la medianoche.

Una de esas noches, Longinos trató de besar a la joven y ella puso el abanico entre los dos, el cual se rompió por la mitad. Pasadas unas noches, el galán le propuso que se escapara con él; ella aceptó, pero con la condición de llevarse a su pequeño hijo, un lindo nene. El Don Juan aceptó y al día siguiente acudió a la casa de su dama con varias horas de anticipación. Al llegar a la casona se percató de que se veía muy vieja y como si estuviera abandonada de tiempo atrás. Desconcertado, llamó a la puerta, pero nadie le abrió por mucho que insistió con la sonora aldaba. Entonces, Longinos decidió preguntarles a unas mujeres que pasaban por ahí si sabían por qué ningún criado le abría la puerta.

El abanico de encaje blanco

Ellas le respondieron que esa casa estaba cerrada desde hacía diez años, y que había pertenecido a Hermenegildo Alcérreca y a su hija Rosaura, y que ya nadie vivía ahí. Le dijeron que después de haberla habitado por tan solo unos meses, los moradores se habían marchado y que desde entonces se escuchaban terribles y desgarradores gritos a la medianoche.

Longinos trajo a un cura y a un cerrajero que abrió el portón. La casa estaba en completas ruinas, Cuando el frustrado enamorado subió al cuarto desde cuyo balcón vio por primera vez a su amada, descubrió que estaba completamente a oscuras. Al prender una vela vio en la cama los esqueletos: el de una mujer y el de un bebé. En la mano descarnada de la mujer podía verse la mitad de un abanico de encajes. El sacerdote que acompañaba a Longinos echó agua bendita sobre los esqueletos y rezó por el descanso eterno de esas dos almas.

Al salir de la casa, destrozado y llorando por la pena de haber perdido a su amada, Longinos se topó con el esposo de la última mujer casada a la que había seducido. El marido, loco de furia, sacó su espada y se la clavó en el pecho al pecador, quien al instante murió.

Sonia Iglesias y Cabrera