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Leyendas Mexicanas Época Colonial

Juan Garrido siembra el trigo. Leyenda Colonial

El 30 de junio de 1520, tuvo lugar una batalla entre españoles y mexicas que se conoce con el nombre de la Noche Triste. Asesinado Moctezuma a manos de Hernán Cortés y después de múltiples victorias sobre los aztecas, el Capitán encontrábase instalado en Tenochtitlan como amo y señor, pero no por ello muy confiado militarmente. La sangre vertida había sido demasiada; los víveres y las municiones empezaban a escasear, por lo que Cortés decidió abandonar, por la noche y con todo sigilo, la ciudad. Mandó construir un puente de madera que le permitiera cruzar las acequias y los canales; hizo acopio del oro, la plata y las piedras preciosas obtenidos como botín, y emprendió la huída en una noche harto nublada.

A la vanguardia iba el capitán invicto Gonzalo de Sandoval con doscientos infantes, cinco caballos, los prisioneros de guerra, la gente de servicio y los portadores del bagaje. En la retaguardia estaba el pelirrojo y sangriento Pedro de Alvarado y el resto de los soldados. La primera acequia la pasaron sin dificultades, pero en la segunda los sacerdotes guardianes de los templos se apercibieron y dieron aviso a la población que, alertada y valiente, emprendió el ataque contra los enemigos por agua y tierra. La batalla fue cruenta y desfavorable para los españoles. Cortés, al ver perdida su riqueza y a algunos de sus capitanes, púsose a llorar sentado en una piedra en Popotla, población cercana a Tacuba.
Juan Garrido, soldado de Cortés, se encontraba en la batalla. Sobrecogido por tal tragedia, se dio a la tarea de recoger los cadáveres de los españoles para darles sepultura en un solar situado en la Calzada de Tlacopan.
Gracias a sus méritos en la batalla, le fue otorgado un terreno que estaba en esa misma calzada y que le fuera otorgado al Capitán por el Ayuntamiento, y que a su vez donara a Garrido, con carácter oficial, con fecha 15 de marzo de 1521. En este solar Juan Garrido plantó el primer trigo que conoció la Nueva España, en el número 66 de la actual Rivera de San Cosme, en la Ciudad de México.

Francisco López de Gómara en su Historia de la Indias, nos proporciona otra versión del lugar en donde tuvo su origen el trigo en México. Para el cronista, su inicial aclimatación se inicio en Coyoacán, cuando al marqués le fueron llevados, desde el Puerto de Veracruz, unos sacos de arroz entre cuyos granos venían tres de trigo, mismos que el conquistador ordenó a Garrido que los sembrase inmediatamente. De los tres granos de trigo dos no se dieron, sólo uno fructicó y proporcionó cuarenta y siete espigas que, con el andar del tiempo, dieron múltiples cosechas.
Cualquiera que fuese el lugar donde se sembró el primer trigo mexicano, el hecho es que cabe la gloria al negro Juan Garrido el haberlo cultivado.

Garrido había sido un negro esclavo que los españoles compraron a los traficantes holandeses. Procedía del Continente Africano, y debió ser sudanés o bantú, tribus que eran las más apreciadas para la rapiña de los europeos. Era robusto, de gran estatura y muy joven, de aproximadamente dieciocho años cuando lo raptaron. Se dice que su inteligencia e ingenio eran fuera de lo común. Antes de llegar a México, había vivido como esclavo en Santo Domingo y en algunas otras islas del Caribe. Habitó en Puerto Rico durante mucho tiempo, hasta que fue enviado a Cuba y destinado a Hernán Cortés para su servicio doméstico, para, posteriormente, entrar en la milicia.

Cuando llegó a la Nueva España, y gracias a su inteligencia y buen comportamiento, se le concedió la libertad y abrazó la condición de horro; es decir, de liberto. En México se casó, no se sabe con quién, si con una negra o con una india, y tuvo tres hijos. Al final de su vida padeció mucho y murió en la más completa miseria.

Juan Garrido perteneció a los seis primeros negros llegados al iniciar el año de la penetración hispana. En su condición de liberto escapó a muchas, aunque no a todas, las restricciones y castigos a que estaba sujetos los negros en la incipiente sociedad novo hispana. Sus posibilidades de trabajo se vieron muy restringidas, pues nunca pudo ejercer un cargo en la administración gubernamental, ni ser dueño de hacienda, ya que les estaba prohibido tanto a los indios como a los negros. Hasta su muerte continuó siendo un pequeño labrador de trigo el cual molía en su pequeño molino, para hacer su pan. Se dice que murió en la miseria, pero se convirtió en leyenda.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Tradiciones

El saká, la bebida sagrada. Tradición maya

El saká ha sido por siglos una bebida sagrada de los mayas, pues recordemos que el hombre fue creado a partir de la masa de maíz molido; con maíz amarillo y blanco los dioses formaron su cuerpo y nueve bebidas que le otorgarían fuerza y vigor. Así, hombre y maíz han formado un todo indivisible desde su aparición en la Tierra.

Para fabricar saká -vocablo que viene de la raíz maya sak que significa maíz-, los mayas utilizan el proceso de nixtamalización, consistente en hervir el maíz en agua de cal, sólo hasta la mitad de su cocimiento, y agregarle la sabrosa miel. Esta bebida tiene como función principal el de ser ofrececida a los dioses del monte, conocidos como los yumil k’axob, “soberanos de los montes boscosos”, durante los procesos de la medición de la milpa, la tumba, la siembra, el deshierbe y la recolección que llevan a cabo los campesinos mayas.

En la ceremonia dedicada a Chaac, Dios de la Lluvia, el saká se coloca en las ofrendas del altar, caanché, dedicadas a la divinidad, para que les conceda a los campesinos una buena cosecha de maíz. Una vez ofrecida la bebida al dios, todos la saborean durante tres días, lapso que dura la ceremonia.

En los rituales que se efectúan de abril a mayo, los mayas les piden a los dioses de los vientos encabezados por Ik, que les ayuden a lograr una buena cosecha. Se preparan alimentos sagrados y aparece el saká y el balché, otra bebida ceremonial que se prepara con corteza del árbol llamado balché, agua virgen y miel, porque el árbol simboliza la vida, la sabiduría y la inmortalidad. El balché, a la vez que purifica, produce estados de conciencia alterados.

En el pueblo maya de Polyuc, Quintana Roo, cuando el campesino realiza el brechado –abrir surcos para sembrar-, reza durante quince minutos al dios Chaac y  le ofrece saká. El mismo ritual se repite cuando la milpa está creciendo y cuando llega el momento de cosechar. Durante tales rituales, se rocía saká en la tierra, junto con tizne y carbón del horno donde se preparan los alimentos ceremoniales. Se debe tener cuidado de no pisar el saká, porque entonces se podría “agarrar el mal viento”.  Las mujeres nunca participan en los rituales  deben quedarse en la cocina, ya que si acuden a la milpa y pisan el saká, Chaac se enojaría, lo cual sería fatal para la cosecha y para las mujeres.

En otro pueblo maya del Municipio de Carrillo Puerto, también en Quintana Roo, para propiciar una buena  siembra los campesinos emplean cinco jicaritas llenas de saká. Mojan una hoja de planta en el líquido y bendicen los cuatro puntos cardinales. En el mes de agosto, cuando es el tiempo de medir el terreno, se hace una ofrenda de saká, que tiene como objetivo alejar a los animales peligrosos y matarlos. En este mismo mes, se lleva a cabo el brechado y se vuelve a ofrendar la sagrada bebida. La tumba se efectúa en octubre, noviembre, diciembre y enero, meses en los cuales se ofrenda el saká, a fin de que los campesinos estén protegidos de las picaduras venenosas, de las cuales las más frecuentes son las mordeduras de víbora. En marzo y abril tiene lugar la quema, cuando se llevan a cabo rezos y se ofrenda la misma bebida. Mayo y junio corresponden a los meses de siembra; se coloca la bebida en un determinado lugar de la milpa; transcurrida una hora se quita y se bebe. Para realizar el chapeo -limpiar la tierra de maleza- se ofrece saká para alejar a las víboras del monte. Llegada la cosecha en septiembre, se reza y se repite muchas veces el nombre del dios Chaac, al tiempo que aparece la bebida sagrada. Para la dobla de octubre y noviembre no se ofrece bebida alguna.

Esta ceremonia del maíz va acompañada de alimentos sagrados, consistentes en tortillas de maíz a las que se agrega saká, elaboradas de trece, diez o nueve capas superpuestas. Cada capa representa una nube. Una tortilla de capas de masa forma el noh-wah. La tortilla de hasta arriba lleva orificios hechos con el dedo que representan los ojos del dios Chaac. En cada hoyito se ponen tres gotitas de saká, que se ofrecen a los dioses de la naturaleza y que simbolizan las lágrimas del Dios de la Lluvia. Los pequeños orificios se tapan con masa de pepita de calabaza, planta cucurbitácea que crece junto al maíz en las milpas, lo cual connota al cielo nublado por su color parduzco. En el centro del noh-wah se dibuja con el dedo en bajorrelieve un crucifijo que se llena de saká y se tapa con masa de pepita.
El saká se emplea con fines rituales en otras celebraciones como la Semana Santa. A esta bebida se la conoce también como el Pozol Sagrado.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Leyendas Mexicanas Prehispanicas

La fundación de Mexico-Tenochtitlan. Leyenda prehispánica.

Los mexicas no fueron el primer grupo nahua que llegó a poblar la meseta central de México, muy por el contrario, pues fueron los últimos. Cuando llegaron ya se encontraban asentados otros grupos de habla náhuatl emparentados con ellos, lingüística y étnicamente, desde muy antiguo. Nos referimos a los tepanecas, “los que se encuentran sobre la piedra”, situados hacia el sureste del Valle de México; los acolhuas, asentados al este del lago Texcoco; los chinanpanecas, “los que viven en las chinampas”, sitos hacia el suroeste y los chalcas, “moradores de chalco”, establecidos en el sureste de Valle. Además, se encontraban los grupos de tlatepotzcas, “los que viven a espaldas de los montes”, habitantes de Tlaxcala y Huexotzingo; y los tlahuicas, “gente de tierra”, que ocupaban los valles sureños, justamente en las ciudades de Cuernavaca, Oaxtepec y Tepoztlán.

Según nos cuenta la leyenda, todas estas tribus habían surgido de la tierra y emergieron en Chicomoztoc o “lugar de las siete cuevas”. Naturalmente, el número siete hace referencia a las tribus que comprendía el grupo nahua contando, por supuesto, a  los aztecas o mexicas. Por otra parte, dicho número siempre tuvo un carácter sagrado para ellos, al igual que  para los mayas, para quienes el dios agrario era el Dios-Siete ligado al fenómeno astronómico que determina la estación de las lluvias.

Los aztecas afirmaban que provenían de una ciudad que denominaban Aztlán, “el país del color blanco”, concebido como una isla en medio de un lago rodeado de carrizos y pleno de chinampas –podemos notar fácilmente la similitud con la posterior Tenochtitlan-, en una de cuyas orillas se levantaba el cerro de Colhuacan, “lugar de los nietos-sobrinos”, provisto de las famosas siete cuevas. De la palabra aztlán, derivó el nombre de aztecas; es decir, “la gente de Aztlán”, aun cuando ellos mismos se denominaban mexicas, vocablo proveniente del nombre de su héroe Mexitli, o Mecitli; aunque también usaban el término tenochcas, en referencia a su caudillo Tenoch.

Los aztecas salieron de Aztlán posiblemente en el año de 1168, y llegaron por el norte al Valle de México, para establecerse en la orilla occidental del lago de Texcoco. Otra versión nos cuenta que arribaron, en el año 1256, a un bosque de ahuehuetes que tenía un manantial que brotaba de una fuente. Este bosque se llamaba Chapultepec, o “cerro del chapulín”. En este lugar se asentaron y tuvieron que soportar los continuos ataques de que fueron víctimas por parte de los otros grupos nahuas cercanos a ellos, hasta que éstos consiguieron arrojarlos del cerro. Entonces, vencidos y apesadumbrados, debieron someterse al príncipe de Colhuacan, quien ordenó asesinar a su caudillo. Sin embargo, aun débiles y pobres, los aztecas lograron escapar a esta sumisión y se refugiaron en unas islas situadas en el occidente del lago de Texcoco. Fue en este preciso lugar donde fundaron la Ciudad de Mexico-Tenochtitlan en 1370, y no en 1325, como se ha creído erróneamente.

Durante los primeros tiempos de la colonización de las islas, los aztecas fueron comandados por el gran Tenoch, a quien debió su nombre la ciudad, que viene a significar “el lugar de Tenoch”. Sin embargo, la etimología de la palabra también se presta para que se la pueda interpretar como “el lugar donde el nochtli (nopal), crece sobre la piedra (tetl).
El mito sobre la población de Tenochtitlan nos refiere que durante el peregrinaje que tuvieron que padecer los aztecas para asentarse definitivamente, dos de sus sacerdotes descubrieron en una isla un manantial de aguas cristalinas, en una de cuyas rocas cercanas se encontraba posada un águila devorando una serpiente, portento que según los sacerdotes constituía una señal inequívoca de que ahí se debía construir un templo a Huitzilopochtli, “Colibrí Zurdo”, y máxima deidad del panteón mexica. Por cierto que, ya construido el gran teocalli, aprisionó entre sus muros al mencionado manantial. Desde el punto de vista simbólico, el águila representaba al sol y al cielo diurno; y la serpiente al cielo nocturno.

Ya fundada la Ciudad de Tenochtitlan, en sus inicios estuvo gobernada por caudillos, para más adelante dar lugar a una etapa monárquica que fuera conformada por once tlatoanis, o jefes supremos, encabezada, en 1376, por Acamapixtli; y finalizada, en 1521, por Cuauhtémoc, último baluarte heroico quien fuera torturado y ahorcado por el capitán Hernán Cortés en las selvas del Petén, Guatemala, el 28 de febrero de 1525, acusado, injustamente, de conjurar en contra del corrupto español.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Mitos Mexicanos

Chamán de la Tierra y Hermano Mayor cantan. Mito pápago.

Hace miles de años en el universo solamente había una persona: Dios. Carecía de materia y forma, era sólo espíritu. Un día, decidió formar el Cielo, Damkatchin, para que en él descansara su alma. En el Cielo creó a una persona que era la Luz y a Chamán de la Tierra que descendió y creó al mundo. Entonces el Dios cantó:
¡Chamán de la Tierra, chamán de la Tierra,
Tú creas la Tierra ahora, 
La pones en movimiento!

Chamán de la Tierra creó a  Siuuhu, Hermano Mayor, al tiempo que cantaba:
¡Hermano Mayor chamán!
Has creado las montañas a nuestro alrededor.
¡Has puesto todo en movimiento!

Así, cuando la Tierra y el Cielo se tocaron  nació el Hermano Mayor, su hijo.
Chamán de la Tierra y Hermano Mayor decidieron crear un Hombre utilizando barro. Dejaron a la figura en el suelo y se sentaron junto a ella. Le soplaron su aliento y la figura cobró vida. Enseguida, procedieron a crear una Mujer. De esta pareja nacieron los indios pápagos. Como todo estaba oscuro, la pareja se puso a dormir. Los tres espíritus sagrados decidieron crear el Amanecer, el cual surgió por el Este. Fue entonces cuando la pareja despertó, y los dioses cantaron:
¡He creado la mañana,
La he colocado en el Este.
Ha comenzado a iluminar la Tierra!

Siguiendo al Amanecer crearon al Sol que iluminó a la Tierra. Y cantaron:
¡He creado al Sol.
 Lo he colocado en el Este.
Está surgiendo y alumbrando al mundo!

Al ver a la pareja despierta, los tres espíritus decidieron darle alimento para vivir. Entonces crearon al Venado. Y cantaron:
Este Venado gris lo hice para ustedes.
En las montañas se ve.
Se ve una nube de polvo.
Parece una montaña de arena.
Tras ella el Venado aparecerá.

Poco después hicieron una Liebre que también les serviría de alimento. Y cantaron:
La gris Liebre
Es para ustedes.
La Tierra parece un espejismo: agua por todas partes.

Al poco tiempo crearon el Viento, las Nubes y la Lluvia. Surgió la Malva que sirvió de alimento a las personas, y les dio fuerza para ir a cazar el Venado con el arco y la flecha. Cayó la noche, volvió a oscurecer: había transcurrido el primer día de la humanidad. Cuando oscureció, los dioses hicieron a la Luna que alumbró la Tierra un poquito, y luego se escondió por el Oeste. Como el Sol y la Luna estaban muy cercanos, se rozaron, y de ese roce nació Coyote, su hijo. Para alumbrar un poquito más la oscuridad de la noche, los dioses creadores hicieron las Estrellas. Y cantaron:
¡Vamos a hacer las estrellas! Las vamos a colocar en los cielos.
Vamos a crearlo todo, colocarlo en los cielos para iluminar la Tierra.

Como las Estrellas no daban suficiente luz, y para que los hombres se pudiesen guiar en sus viajes, pensaron en crear la Vía Láctea. Y cantaron:
¡Vamos a hacer la Vía Láctea! ¡Está hecha!
Se está extendiendo en el Cielo, de un extremo a otro.
El gris Coyote, nuestro primo, le sopla a la Vía Láctea.

Terminada la Vía Láctea, aventaron a la Oscuridad hacia el Este, por donde comienza la noche. Y cantaron:
Estoy trabajando como un gran chamán de la Tierra. He arrojado la noche hacia el Este.
Abarca y recorre desde arriba, a toda la Tierra.
Abarca y recorre desde abajo, hacia el Sol poniente, en el Oeste.

Hermano Mayor se dio cuenta que la Tierra temblaba. Se quito la cinta dorada de su sombrero y la rompió. El oro que se desprendió lo colocó sobre las montañas para afianzar a la Tierra. Empujó a la Tierra con su mano hacia abajo, hacia el Este; su pie derecho, extendido hacia el Oeste, lo apoyó sobre la Tierra y la empujó para abajo. Y cantó:
Él  ha alcanzado lejos en el Oeste
Él ha sentido que la Tierra estaba temblando, por allá.
Lejos, abajo en el oeste, posé mi pie.
Descubrí que las montañas estaban temblando. Yo lo he descubierto.

La Tierra se aquietó. Como la Tierra era plana Chamán de la Tierra tomó un poco de la luz que salía de sus ojos e hizo al Zopilote que con su vuelo creó las montañas y los valles. Y cantó junto con el Hermano:
Ave Zopilote, has hecho la Tierra perfectamente bien.
Ave Zopilote, haz hecho las montañas perfectamente bien. Ahora la Tierra está quieta.
Sobre ella todo aparenta estar bien. Todo ha sido creado de una manera perfecta.
Las montañas estaban temblando, ahora están quietas. Sobre ellas todo es perfecto.

Enseguida, Chamán de la Tierra tomó a la Mujer con la mano izquierda y al Hombre con la derecha, y vivieron muy felices siguiendo las enseñanzas recibidas de Chamán. De repente, un espíritu maligno atacó a la Mujer, la sedujo, y Chamán de la Tierra la castigó por portarse mal: le dijo que a partir de los doce años cada mes menstruaría, y tendría a sus hijos con mucho dolor. Y así fue. A pesar de todo, los seres humanos se multiplicaron. Poco después, los dioses hicieron el Fuego frotando dos maderas, a fin de que los indios pudieran cocer sus alimentos. La Creación había concluido.
                                                                                                                                Sonia Iglesias y Cabrera

NOTA: Los cantos incluidos en el texto son una traducción de los cantos que ejecutan los narradores pápagos al relatar el mito.

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Mitos Mexicanos

El Chikón Tokosho. Mito mazateco.

En el principio de los tiempos sólo existía el Padre Eterno, El Padre que está en el Cielo, el Supremo Padre Celeste, especie de dios dual a la vez hembra y macho, dios y diosa, quien vive sentado en el Cielo sobre una espléndida mesa de oro y plata. Un buen día, el Padre Eterno decidió crear al mundo y a los seres humanos. Dio manos a la obra, y cuando terminó todos los hombres se apresuraron a pedirle tierras en donde vivir: bien cerca de los ríos, los mares, o en los hospitalarios llanos. En cambio, los indios mazatecos, encabezados por Chikón Tokosho, semidiós y famoso héroe cultural, le solicitaron al Padre Eterno que les diese tierras en las montañas, pues consideraron que ahí serían completamente libres. El Eterno Padre aceptó con la condición de que le obsequiasen una ofrenda de flores y la cabeza de cada uno de ellos. Como los mazatecos aceptaron tal condición, el dios les cortó las cabezas. Sin embargo, los mazatecos de Huautla no aceptaron el trato y Chikón se apresuró a ofrecerle mucho oro al Creador, quien a cambio les concedió las tierras montañosas que pedían. El inconveniente de la montaña consistía en que estaba llena de fabulosas y agresivas águilas que atacaban a los indios y les picoteaban la cabeza hasta matarlos. Ante tal dificultad, los huautlecos se pusieron unos chiquihuites en la cabeza y el problema quedó solucionado, pues las águilas se fueron a otros sitios a seguir con su maldad de picotear cabezas.

Una vez asentados en las montañas, Chikón Tokosho se convirtió en el dueño absoluto de ellas y de los mazatecos. Tomó como morada el Nido Tokosho, “la montaña donde se adora”, que se encuentra a un lado de Huautla. Al Chikón lo auxiliaban unos coyotes,  cuya misión consistía en vigilar la entrada de su casa, recibir las ofrendas, y observar los sacrificios de animales que se le ofrecían a este héroe mitológico, encargado de proteger la cultura mazateca y la integridad física de sus adoradores. Desde esos tiempos remotos, donde quiera que se encuentren los mazatecos reciben la protección de Chikón Tokosho, quien, en caso de apuro, nunca los abandona a su suerte. Cuando el héroe requiere comunicarse con su pueblo, recurre a los shutá shiné, los yerberos-curanderos mazatecos que ingieren hongos alucinógenos para poder establecer el divino contacto.

A pesar de los siglos transcurridos, Chikón Tokosho sigue viviendo y rigiendo a los mazatecos. Se trata  un personaje ambivalente que monta en cólera si no se le adora como es debido, y si no le ponen ofrendas con obsequios. Tiene esposa e hijos, y los problemas familiares abundan en su hogar. Por ejemplo, se vio obligado a botar de la casa a su nuera, pues Shonda Ve’, Mujer-Agua-Rastrera, era una joven sumamente casquivana que no respetaba a su marido. Desde su partida, nunca más se supo nada de Shonda Ve’, aunque se sabe que pasó por muchas vicisitudes en su solitario peregrinaje, para ponerse a salvo de su encolerizado suegro.

El Chikón suele aparecerse a las personas cerca de los manantiales y en los viejos caminos de herradura. Les hace propuestas de compra, venta o trueque, pero es peligroso aceptar cualquier trato con él, ya que el Chikón puede cobrarse llevándose al ingenuo que acepta participar en el trato. Se lleva a las personas –vivas o muertas-  para que le sirvan en sus ciudades, pues hay que decir que en sus tierras subterráneas el Chikón tiene ciudades que son réplicas de las que existen en la tierra mazateca. Tales ciudades están vigiladas y mantenidas por sus súbditos y sus familiares. Es factible acceder a las ciudades del Chikón por medio de las cuevas, las grutas o los sumideros;  por esta razón, es sumamente peligroso acercarse a ellos sin las debidas precauciones. Otra maldad conocida del Chikón Tokosho consiste en raptase a las personas. Pasado un cierto tiempo las regresa a la Tierra sin memoria, sin sentido del tiempo, y medio locas.

Quienes lo han visto aseguran que Chikón Tokosho está siempre vestido de charro y monta un hermoso caballo blanco. Su aspecto es el de una persona próspera, blanca, rubia y elegante. Chikón es también el dueño del Agua y, como todo el mundo sabe, el Agua está viva; por lo tanto, los mazatecos consideran que ensuciarla, moverla hasta enlodarla, y ser irrespetuoso con ella son ofensas que el Chikón no soporta, máxime si estas acciones se ejecutan a la hora en que nuestro personaje acostumbra comer, algo así como alrededor de medio día.

Chikón Tokosho es el amo de varios personajes fantásticos a quienes tiene a su cargo: los Chikón Nangui, Dueños de la Tierra; los Chikón Nandá, Dueños del Agua; y los Chikón Nashii, Dueños de los Cerros. Los Chikón Nangui son pequeñitos, tienen el cabello negro o completamente blanco, visten de rojo, y suelen vivir en las orillas de los arroyos, en el monte, o bajo las pochotas (especie de ceiba). Como son invisibles no se les puede ver, a excepción de aquellas personas cuya vida no será larga; es decir, que van a morir pronto. Trabajan pastoreando rebaños montados sobre mazates, venados de montaña. Suelen llevarse a los niños por varios días, para luego devolverlos muy enfermos y asustados a los padres, quienes se apresuran a llevarlos con el chamán-curandero. Ya restablecidos, los niños relatan que una bella señora vestida con un maravilloso huipil, se los llevó a un hermoso lugar donde siempre hay comida y bebida en abundancia.

A los Chikón Nandá les fascina espantar a las personas que se encuentran pescando o nadando en los ríos. Como sus primos los Chikón Nangui también son invisibles, y suelen vivir en las profundidades de los ríos. Si alguna persona cae al agua lo despojan del alma, se vuelve el esclavo de los chikones, se torna amarillo, apático, deja de comer la comida acostumbrada y le da por ingerir ceniza y tierra.

Los Chikón Nashii, dueños de los cerros, son pelirrojos, altos, y visten solamente un pequeño taparrabos. Como dignos súbditos que son de Chikón Tokosho, les gusta hacer travesuras que no son muy diferentes a las de sus otros primitos.
Otros seres fantásticos de los que Chikón Tokosho es el amo y señor, son los La’a, enanos de la montaña, dueños de la tierra,  que tienen apariencia de pequeños viejecitos con cara de niño. Sus maldades consisten en esconder los objetos de las personas y en asustarlas cuando caminan por el monte. Les gusta cantar y platicar mientras montan mazates y pastorean a sus venados. Cuando ven a una persona, se le suben encima para espantarla, lo que requiere de una rápida consulta con el chaman para sacarse el “susto”, enfermedad grave que puede llegar a causar la muerte del asustado.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Mitos Mexicanos

Los sacos embrionarios. Mito cahuila.

Actualmente, existen 1,600 indios cahuilas ubicados en ocho reservaciones en California, Estados Unidos. Hasta el siglo XIX, los cahuilas habitaban la República Mexicana, y no fue sino hasta la firma del Tratado de Guadalupe-Hidalgo que pasaron a formar parte de los EEUU, cuando México perdió gran parte de su territorio.

En el principio no existía la Tierra ni el Cielo, no había nada ni nadie, sólo una densa y viva Oscuridad  interrumpida, de vez en vez, por una energía primaria que tomaba la forma de un Relámpago. Esta energía propició la creación de dos especies de sacos embrionarios, parecidos a dos huevos. Como al principio el universo era frágil, por dos veces se echaron a perder los sacos embrionarios; solamente la tercera vez tuvieron éxito y se dieron bien. Dichos sacos contenían a los dioses gemelos creadores de los indios cahuilas, quienes emergieron de los sacos poco a poco y con mucha cautela; primero surgieron las cabezas, después los hombros, las caderas, las rodillas, los tobillos y, finalmente, salieron los pies de los dos muchachos dioses. Primero fue Mukat y luego Tamaioit. Nacieron ya adultos y con la capacidad de hablar perfectamente. Mientras yacían desfallecidos por el esfuerzo de haber nacido, se oyó un zumbido muy tenue como el de una avispa… era la canción que les enviaba su madre la Oscuridad.

Los dioses gemelos representaban la dualidad universal, pues nada puede ser perfecto en el cosmos, todo está determinado por el conflicto de los contrarios. Así pues, los dioses conformaban la dualidad de todas las cosas existentes: hombre-mujer, blanco-negro, vida-muerte, amor y odio… Después de disputarse el privilegio de ser el primero en haber nacido, pues el mayorazgo otorgaba mayor poder y sabiduría, Tamaioit le dijo a Mukat: ‒¡Ya que te consideras el primero, decide que es lo que hemos de crear! Mukat hurgó dentro de su boca y saco un grillo, Shilim Shilim; un insecto llamado Papavonot, un lagarto, Takmeyatineyawet; y una persona, Whatwhatwet. Los dioses gemelos trataban de quitar la Oscuridad y de crear la luz dando vida a estas extrañas criaturas; el lagarto que era blanco y negro, trató de tragarse y empujar a la Oscuridad. Pero falló. Entonces, decidieron los hermanos que todos los animales debían empujar desde  el este a la Oscuridad; pusieron manos a la obra y apareció un poco de claridad. Sin embargo, cuando los animalitos regresaron junto a los dioses, la Oscuridad retornó. Afanosos, los dioses gemelos intentaron quitar la Oscuridad con humo, a la manera en que los chamanes quitan la enfermedad. Así pues, decidieron crear el Tabaco. Mukat tomó de su corazón tabaco negro, y Tamaioit una luz para aclararlo. Ahora que el Tabaco estaba creado debían encontrar el modo de poder fumarlo. Cada uno tomó de su corazón una sustancia: la de Mukat fue oscura y la de Tamaioit luminosa: con ellas hicieron una Pipa. Como el tubo de las Pipa no estaba agujerado, lo perforaron empleando una espina. Mukat tomó de su corazón un carbón encendido para encender la Pipa que previamente llenaron con Tabaco. De ahí que el Fuego, el Tabaco, la Pipa y el fumar sean sagrados para los cahuilas. El corazón de los dioses poseía la energía del fuego que era pura. Por eso la energía humana se centra en el corazón, pero nunca podrá ser tan grande como la de los dioses creadores.

De su interior, los dos dioses tomaron la materia para crear a los animales, los semidioses y los espíritus. En seguida, decidieron crear a las personas. Cuando Mukat hizo al ser humano mostró su sabiduría y superioridad creando gente perfecta, se tomó el tiempo necesario y la hizo con cuidado. En cambio Tamaioit  hizo a los humanos rápidamente, con movimientos torpes, y los hombres le salieron con doble cara y con extraños miembros membranosos. Cuando terminaron, se pusieron a alabar su propia creación. Tamaioit, humillado al darse cuenta de su descuidada y mal hecha obra, huyó debajo de la Tierra y causó un terrible cataclismo, que Mukat apenas pudo contener. A partir de entonces, Mukat quedó solo con sus creaciones y con lo poco que Tamaioit dejó bien hecho como el coyote y el pato. Mukat y la primera gente creada por él, vivieron en una gran casa, que dio lugar a la tradición cahuila de que el jefe de la comunidad habite en la gran casa ceremonial.

Un hecho importante de este período se relaciona con la Doncella Luna, Menily, una joven muy hermosa e inteligente que transmitió a los cahuilas muchos de sus conocimientos, como los juegos y la capacidad de curar por medio de las plantas. Además, Menily ayudó a fundar las instituciones como el matrimonio, y a establecer los roles que cada sexo debe tener dentro de él. Ella es, en realidad, la creadora de la sociedad. También les enseñó a los indios las prácticas de higiene, y cómo reír y ser feliz. Mukat la ofendió cuando pretendió hacerla su mujer, pues constituiría el rompimiento del tabú del incesto, ya que Doncella Luna era su hermana. Entonces, Doncella Luna se vio obligada a irse. Se fue por tres días, que es el tiempo en que la Luna no puede verse. Luego, apareció por el lado oeste del Cielo como la Nueva Luna, para iniciar su período mensual, que se conecta con el ciclo menstrual de las mujeres.

Mukat, aparte de ser responsable de la ofensa a la Luna, también lo fue de darle a la víbora de cascabel colmillos venenosos, y a la gente arcos y flechas con los que se mataron unos a otros. Por esas razones, el pueblo decidió que Mukat debía ser destruido envenenándolo. Esa muerte constituía una tragedia, porque con ella se interrumpía el poder seminal directo que protegía a los hombres, y la gente tendría que hacerse responsable de sí misma. Como el dios moría poco a poco, Coyote estaba constantemente al acecho, y Mukat temía que obtuviera su energía comiéndose su cuerpo. Por esta razón, el dios ordenó que alejaran a Coyote y que quemaran su cuerpo en una pira funeraria. Sin embargo, cuando Coyote vio el humo corrió, saltó encima de las cabezas de la gente y logró atrapar el corazón del dios. Así el poder espiritual de éste pasó a Coyote.

Como el dios sabía que dejaba a su pueblo a su arbitrio, antes de morir les enseñó cómo utilizar las plantas, obtener recursos minerales, y cómo cremar a sus muertos. Les dio el contenido espiritual del paquete embrionario sagrado, que fue guardado en la casa Grande y que se utiliza en la celebración anual llamada Nukil. Posteriormente, el pueblo emprendió una larga caminata por el sur de California buscando un buen lugar donde morar. Cuando lo encontraron se convirtieron en los actuales cahuilas.
                                    Sonia Iglesias y Cabrera


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Mitos Mexicanos

Los espacios verticales del cosmos. Mito lacandón.

Mi nombre es Pedro K’in. Nací en Lacanjá Chansayab, en la selva chiapaneca, en donde vivimos los indios hach winik, los lacandones. Tengo ocho años de edad. Todos los días ayudo a mi padre en los trabajos del acahual, donde crece el maíz que nos permite sobrevivir.  Por las tardes, labramos dioses de barro para nuestros rituales y para vender a los turistas que llegan a visitar nuestra aldea. Después del trabajo, cuando el Sol empieza a ponerse, todos los chiquillos vamos con el abuelo más anciano del pueblo, para oírle relatar las historias y los mitos de nuestros antepasados. Ayer, Hatz’k’uh, Rayo de Sol, nos platicó acerca del universo y de los mundos anteriores al actual. Nos dijo que el mundo está constituido por tres espacios verticales:

En la parte media se encuentra la Tierra, donde vivimos los indios en comunidad para llevar una vida organizada socialmente. Aquí, en la Tierra, nacemos y morimos; aquí, en la Tierra, adoramos a nuestros dioses y les celebramos fiestas y rituales, porque sin ellos no subsistiríamos; aquí, en la Tierra, sembramos nuestro sagrado maíz.

En la parte baja, hacia el oeste, se encuentra el Inframundo, Yalam Lu’um, habitado por el perverso y malvado Kisin, el Dios de la Muerte y de los Terremotos, quien fuera expulsado del Cielo por querer equipararse con el Creador. Cuando Kisin se enoja  patea la ceiba central del universo y se producen terribles temblores. Al Inframundo llegan las almas de los muertos para ser juzgados por Sukunkyum; divinidad que mira fijamente a los ojos de los muertos para saber los pecados que han cometido durante su estancia en la Tierra. Si en los ojos el dios ve que el muerto cometió incesto, mintió, robó o asesinó a alguien, envía el alma a  Kisin para que lo castigue como corresponde. Sukunkyum, cuyo nombre significa Hermano Mayor de Nuestro Señor, aparte de ser uno de los dioses del Inframundo, también es el guardián del Sol. Cuando al atardecer el Sol desciende, débil y torpe, al mundo subterráneo para morir, el Hermano Mayor le alimenta y le proporciona descanso para que pueda volver a resurgir al día siguiente.

En el Inframundo también reina el dios Menzabak, dios de la lluvia, quien cuida las almas de los muertos y crea las nubes negras que traen la lluvia; por eso se le llama El Hacedor de Polvo, porque las nubes las hace con un polvo negro que entrega a sus ayudantes, los hanakak’uh, los dioses de la casa del agua, quienes con una pluma de guacamaya esparcen el polvo en las nubes, para que se ennegrezcan y brote la lluvia. Los hanakak’uh representan los rumbos sagrados: Bulha’kilutalk’in, “aguas que inundan desde donde viene el Sol”, se encuentra en el este; Ch’ik’ink ‘uh, “el dios que se come al Sol”, está en  el oeste; Xamán, vive en el norte; Nohol, en el sur; Tseltsel Xamán, mora en el noreste; y Tseltsel Nohol, en el sureste. Cuando Kisin monta en cólera, insulta a estos responsables de la lluvia y de los truenos; levanta su blanca túnica y les enseña el trasero; todos sabemos que es muy grosero e irrespetuoso. Dice Hatz’k’uh, el narrador, que aparte de los dioses principales, en el Inframundo viven otras deidades menores que cultivan las milpas  para  abastecer de alimento a las deidades.

El abuelo Hatz’k’uh nos contó que muy arriba de la Tierra se encuentra el espacio donde viven los dioses, el Ka’an, el Cielo, como le llaman ustedes los blancos. En este hermoso sitio reina el dios de todos los dioses: K’akoch, el supremo creador del mundo y del Sol, y se encuentra Akyantho’, el dios de los extranjeros y del comercio, a quien debemos la existencia de la medicina, las bebidas alcohólicas, y la enfermedad. Akyantho’ les dio la vida a los hombres blancos; vive al oriente de la selva y está casado, por segunda vez, con una mujer blanca, lo que no le impide mantener relaciones sexuales con la mujer de Hachakyum, su hermano.
Todos los dioses están acompañados de sus esposas, que son como un reflejo de ellos. Llevan el mismo nombre, pero con el prefijo –u na’il antepuesto, como por ejemplo la diosa U Na’il Hachakyum, esposa de Hachakyum, Nuestro Verdadero Señor, creador de los lacandones, y hermano de Sukunkyum. Aclaro que las diosas hembras tienen tanta importancia en nuestra religión como los dioses machos.

Es importante que mencione que el orden riguroso de estos tres niveles mantiene la armonía del universo, sin la cual toda nuestra existencia se transformaría en un absoluto y total caos. Por cierto que antes de este mundo existieron cuatro. Como los hombres no le rezaban lo suficiente a Hachakyum el dios se enfadó y, en su ira, envió a los Muchachos Rojos a la Tierra para que produjeran un viento fortísimo, así como grandes lluvias que inundaron la selva. Todos los lacandones encontraron la muerte; solamente unos cuantos, a quienes el yerno del dios ayudó a hacer un cayuco, se salvaron junto con algunos animales y plantas. Hachakyum envió un Sol nuevo cuando cesó de llover. Este astro incendió la Tierra, la secó y creó una nueva selva donde los indios se reprodujeron por segunda vez. Sin embargo, los humanos volvieron a fallar en los rezos y en los ritos que le debían hacer al Creador y, en castigo, el dios provocó un eclipse que ocasionó que los monstruos terrestres y los celestiales devoraran a los hombres. Los pocos humanos que sobrevivieron fueron llevados a Yaxchilán, y degollados en los sitios en donde los dioses vivían. El dios Ts’ibatnah,  El que Pinta la Casa, decoró las divinas moradas pintándolas con la sangre de los muertos. Entonces, Hachakyum decidió crear el cuarto Sol, fue entonces cuando las almas de los muertos recibieron la orden de despertar y volver a poblar el mundo. Actualmente vivimos en este cuarto Sol.

Todas las veces que el mundo se destruyó, el  creador, muy enojado, cubría al Sol con su túnica y los jaguares cósmicos bajaban a la selva y devoraban a los hombres. Cuando el dios se calmaba, gracias a algún miembro apaciguador de su familia, todo volvía a la normalidad: las almas de los dioses resucitaban, el dios encerraba  a los jaguares bajo la Tierra, y colocaba un nuevo Sol. Pero un día se producirá el último cataclismo llevado a cabo por el Sol y los jaguares cósmicos; sólo las plegarias a la diosa Luna podrán, tal vez, detener tal destrucción. Pero aún antes de que se produzca dicha destrucción,  los dioses ya no habitan la selva, huyeron de ella; por eso, los hombres viven sin protectores; lo que los ha llevado a aprender a morir solos, a luchar contra las enfermedades, la sequía y las inundaciones, sin el consuelo de la ayuda divina.
Sonia Iglesias y Cabrera

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El Tlalocan y el Tonatiuh Ilhuícatl

El Paraíso de Tláloc, dios de la lluvia, recibía el nombre de Tlalocan. A él arribaban las almas de las personas que habían encontrado la muerte por causas relacionadas con el agua; por ejemplo, aquéllos que habían muerto ahogados o los que sufrían de los pulmones. Las almas se convertían en diosecillos  servidores de Tláloc; recibían el nombre de ahuequetin y de ehecatotontin, dueños del agua y de los vientecillos, respectivamente. Lucían una negra y larga cabellera, y taparrabos con una franja bordada cayendo por el frente. Estos diosecitos vivían en un monte hueco del cual brotaban los ríos y los vientos que cubrían la faz de la tierra. Era el Tlalocan un sitio paradisíaco de clima perpetuamente agradable, donde se gozaba de una eterna felicidad y de placeres fuera de lo común; nunca faltaban el maíz, las calabazas, los frijoles, los chile, y los jitomates. Los niñitos que habían encontrado la muerte al ser sacrificados a los tlaloques, también iban al Tlalocan y se les concedía el privilegio de regresar a la Tierra, para asistir a la fiesta de Mixcóatl, dios de las tempestades y la cacería, y tomar parte en los rituales. Al Tlalocan también iban a morar los espíritus de todos los que habían encontrado la muerte al ser sacrificados a los dos dioses del agua y, en general, todos aquellos que en vida siguieron una conducta ejemplar, valiente y devota.

Tláloc, El Que Hace Brotar, y su esposa Chalchiuhtlicue, la de la Falda de Jade, auxiliados por sus ayudantes Ahuízotl y Ateponaztli, designaban quienes debían morir y acceder al Tlalocan. Ahuízotl era un mamífero acuático que poseía en la cola una mano con la que ahogaba a las personas que se acercaban a los ríos sin tomar las debidas precauciones. Ateponaztli  era un ave acuática tan maligna y traicionera como el Ahuízotl, ya que cumplía las mismas funciones que aquél.
Cuando las almas se convertían en ahuequetin o en ehecatotontin, su tarea principal consistía en provocar las lluvias, tormentas y granizadas, y en arrojar tremendos rayos cuando el comportamiento de las personas había sido impropio e incorrecto a los ojos de los dioses tutelares.

Al dios Tláloc se le distinguía por su máscara de anteojeras y bigote, simulados por dos serpientes que formaban un torzal en la nariz. Sus cuerpos enroscados daban vida a sus ojos y las colas de los ofidios hacían las veces de bigotes. El color de Tláloc era el azul, pues es el color de las aguas. Esta divinidad contaba con cuatro tlaloques principales que le servían de ayudantes, a la vez que simbolizaban las nubes. Cada uno estaba situado en un punto cardinal. Llevaban en las manos una vasija y un bastón. Cuando luchaban entre sí, rompían las ollas con sus bastones y entonces se producían los truenos, los rayos y la lluvia.
Chalchiuhtlicue, la amada esposa de Tláloc, era la diosa de los lagos, los ríos y los mares, a más de ser la patrona de los nacimientos. Se ataviaba con un huipil y una falda de color verde agua, pintaba su rostro con negras líneas verticales en la parte inferior, y llevaba como adornos tiras de papel de amate pintadas de azul y blanco con hule derretido. En la frente portaba una diadema con dos borlas que caían, graciosamente, a los lados de la cara. Sus fervientes adoradores eran los pescadores y los que ejercían oficios relacionados con el agua.

Al Tonatiuh Ilhuícatl, Cielo del Sol,  iban las almas de los guerreros muertos en combate, un hermoso lugar de residencia obtenido como  premio por su valentía y coraje. Asimismo, accedían al Cielo del Sol los guerreros mexicas que habían muerto en poder de sus enemigos; los sacrificados al dios Sol, y las mujeres muertas en su primer parto; a más de los magníficos pochtecas, comerciantes, que hubiesen encontrado la muerte durante una de sus tantas misiones comerciales.

Las almas de los que iban hacia el Cielo del Sol necesitaban de ochenta días de viaje. Una vez que el tiempo requerido se había cumplido, los familiares cesaban las ofrendas con los que obsequiaban para que pudiesen llegar a buen fin. Los familiares de los guerreros muertos en combate podían ya lavarse la cara y la cabeza, y  peinarse los cabellos, acciones que les estaban prohibidas debido al luto que era preciso guardar.

El Tonatiuh Ilhuicac era una hermosa y grande planicie con muchos árboles que brindaban frescura. Estaba dividido en dos partes: la occidental y la oriental. Cada mañana los guerreros muertos recibían al Sol y le acompañaban hasta el centro del Cielo. Ahí lo entregaban a las mujeres muertas en su primer parto, quienes lo transportaban en bellas andas, adornadas con plumas de quetzal, hasta el occidente, espacio sagrado donde era recibido por los seres del Mictlan. Pasados cuatro años, los guerreros se convertían en mariposas y en aves que bajaban a la Tierra para alimentarse con el néctar de las flores. Las mujeres devenían las famosas cihuapipiltin que descendían a sus antiguos hogares a buscar los malacates y telares que utilizaron en vida.

Esas temibles diosas tenían la cara tan blanca que parecía que las habían pintado con tízatl,  gis. Sus brazos y piernas también eran blancos. Peinaban sus cabellos a la manera de cuernecillos laterales; en los lóbulos de las orejas llevaban orejeras de oro; vestían huipil pintado con grecas negras, bajo el cual se asomaba la enagua de ricos y variados colores. Las cihuatetéotin, su otro nombre, descendían a la Tierra volando por los aires y se les aparecían a los niños y a los adultos para hacerles maldades y causarles enfermedades. Asimismo, tenían la facultad de entrar en los cuerpos y poseerlos. No bajaban a la Tierra todos los días del año, sino nada más en determinadas fechas en las cuales los padres les prohibían a los niños pasearse por las encrucijadas de los caminos, lugares preferidos de las diosas para hacer daño.

Los niños de pecho que no habían llegado a probar el maíz, lo que implicaba haber tenido contacto con la tierra y, por ende, con la muerte, y que desconocían el significado de la actividad sexual, al morir iban a un lugar llamado Chichihualcuauhco o Tonacacuauhtitlan, en el cual permanecían hasta que les era dado retornar para vivir una segunda vida; es decir, tenían la posibilidad de reencarnar. Mientras esperaban el momento propicio de volver a nacer, se alimentaban de árboles cuyos frutos tenían formas de mamas de las que brotaba la sagrada leche.   

Sonia Iglesias y Cabrera


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Watakame y la mujer perro. Mito huichol.

En el inicio de los tiempos todo era oscuridad en el mundo. Un buen día, desde su morada subterránea, la diosa Tate’ Yuliana’ka, la Madre Tierra, -la diosa del suelo fértil y del barro para la alfarería-, trató se levantarse del suelo y se movió cinco veces. Cuando ejecutó el primer movimiento se vio en el horizonte una lumbrecita muy pequeña; con el segundo movimiento, se vio un sol oscuro; con el tercero, se sintió una sacudida y se aclaró un poco más el mundo; con el cuarto, hubo más luz todavía y los animales nocturnos que vivían en las cavernas y bajo las piedras, se asombraron muchísimo; con el último movimiento de la Madre Tierra, es decir,  el quinto, apareció Tatewari, Dios del Fuego, a quien también se le conoce como Tai, el Sol. Se materializó en el centro de la región Wixarika, en Teakata, cuyo color es el blanco, con una luminosidad extraordinaria. Entonces, todo fue luminosidad y éxtasis de las animales de la noche.

Después de miles de años de que la luz ya había sido creada, porque el Sol ya existía en lo alto del Cielo y la Luna se veía por la noche, existió en el mundo una persona-animal que conservó la forma humana: Watakame. Este hombre joven era un campesino que se dedicaba, todos los días, a trabajar su milpa. Cada día tiraba los árboles para poder sembrar; pero, cosa extraña, a la mañana siguiente los árboles estaban en el mismo lugar. Intrigado, decidió aclarar el misterio: al quinto día de que esto sucediera, se escondió entre los arbustos, y de pronto vio aparecer del suelo a una viejita que portaba una vara en la mano. Con su vara señaló hacia los cinco puntos cardinales. Entonces, los árboles que había tirado el joven el día anterior, se levantaron. Así supo Watakame, que la diosa Takutsi Nakaawe, Nuestra Bisabuela Crecimiento, la que dio orden al cosmos, era la que responsable. Él le preguntó a la diosa por qué lo hacía, a lo que ella le respondió que era porque estaba trabajando en balde, ya que llegaría una inundación en menos de cinco días, anticipada por un viento, amargo y picoso como el chile, que le haría toser, le aconsejó que se hiciese una caja de salate con tapa, y que se llevase con él cinco granos de maíz de cada color,  cinco semillas de frijoles de diferentes colores; además, debía llevarse cinco tallos de calabaza que nutrieran al fuego, y una perrita negra. Al quinto día, el joven campesino tenía todo listo dentro de la caja, tal y cual le había dicho la diosa Takutsi Nakaawe. Acto seguido, Watakame se metió en la caja, la diosa la tapó y calafateo las grietas de la madera, para después sentarse en la caja con una guacamaya al hombro. En el tiempo indicado dio comienzo el diluvio anunciado, y la caja flotó en el agua hacia el sur durante todo un año; otro año flotó hacia el norte; otro, hacia el oeste; y, finalmente,  el cuarto año flotó hacia el este. El quinto año la caja navegó hacia arriba, y entonces el mundo se inundó. En el sexto año, el agua empezó a descender, para detenerse en una montaña que se encontraba cerca de Toapu’li, en Santa Catarina, en donde se conservó para siempre.

Cuando Watakame quitó la tapa de la caja para ver qué sucedía afuera, se dio cuenta de que todavía el agua no se quitaba por completo y que unas guacamayas y unos pericos con sus picos trataban de separar las aguas, para formar cinco mares. Fue entonces cuando todo se empezó a secar y, gracias a Tate’Yulianana’ka, la Madre Tierra, brotaron árboles y plantas. En ese momento, la diosa Takutsi Nakawe se transformó en viento. El joven se puso a trabajar y limpió los campos para poder sembrar la tierra, mientras su perrita se quedaba, pacientemente, en la casa. Cuando el joven regresaba de su trabajo, siempre encontraba tortillas preparadas para que las comiera. Como no sabía quién hacía los panes de maíz, decidió no ir a la milpa y quedarse a vigilar para esclarecer el misterio. Para su sorpresa, Watakame vio el quinto día que su  perrita se despojaba de la piel y se convertía en una bellísima mujer, que iba al ojo de agua con su guaje a acarrear agua, molía el maíz en el metate, torteaba las tortillas, y las cocía en el comal de barro. Watakame, entre asombrado y asustado,  tomó la piel de la perra y la arrojó al fuego del hogar. La mujer se puso a aullar, porque mientras la piel se quemaba a ella le ardía tremendamente todo su hermoso cuerpo. Presto, el joven le cubrió el cuerpo con maíz molido al que roció con agua de nixtamal; inmediatamente a la mujer se le calmó el ardor, y ya no necesito de la piel de perra. Había aparecido la primera mujer en la Tierra.

Watakame se casó con la bella mujer y tuvieron muchos hijos e hijas. Todo el mundo se pobló con estas personas que vivieron en las cuevas y que son los antepasados de los huicholes. Después de estos primeros hombres surgieron las personas comunes y corrientes creados en Wirikuta por Tamatz Kauyumarie, el dios Venado Azul el patrón que guía y enseña a los mara’akáme, los sacerdotes-brujos de los indios huicholes en sus peregrinaciones para buscar el sagrado peyote, el hikuli.

Sonia Iglesias y Cabrera

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El Ahuízotl, el Ateponaztli, y la Mazacóatl

La mitología de nuestros abuelos mexicas nos cuenta que los dioses del agua estaban encargados de seleccionar a las personas que al morir accederían al Tlalocan, sitio paradisíaco de la región oriental del universo, adonde llegaban los ahogados, las mujeres muertas en trabajo de parto, o aquellos que hubiesen fenecido por alguna enfermedad relacionada con el agua. Tales dioses  fueron los famosos Tláloc, Néctar de la Tierra, y su esposa Chalchiuhtlicue, la de la Falda de Jade. Para llevar a cabo su trabajo contaban con dos ayudantes malévolos -aparte de los tlaloques de rigor- llamados  Ahuízotl y Ateponaztli, cuya tarea consistía en atrapar a los elegidos de los dioses. Tratábase el primero de un mamífero acuático que poseía en la cola una mano, justamente con la que ahogaba a las personas que se metían a las aguas del lago, o que se acercaban demasiado a la orilla de riachuelos. El Ahuízotl vivía cerca del agua, en lo profundo de una gruta subacuática a la que llevaba a su presa.

Las variadas descripciones de Ahuízotl, Espina de Agua, lo presentan como una especie de perro o coyote al que le gustaba mucho la carne de los humanos y  en especial los ojos, las uñas y los dientes que les arrancaba a los desafortunados y llevaba a su hogar, para disfrutar el botín tranquilamente. En el Códice Florentino, Libro 11, se le describe como un perro pequeño y suave, brillante, resbaladizo y de color negro, sus manos y sus pies eran como las de los monos; cuando salía del agua sus mechones de pelo gris, mojados y apelmazados, parecían espinas, de donde su nombre se justifica. La leyenda cuenta que el Ahuízotl podía llorar como un niño a fin de atraer la atención de las personas que, imprudentemente, se encontraran en las orillas de los ríos y las lagunas. Las víctimas desaparecían por tres días; cuando volvían, obviamente muertas,  sólo podían ser tocadas por los sacerdotes, pues ya eran sagradas, le pertenecían a Tláloc. Los sacerdotes las sepultaban en uno de los cuatro templos dedicados al dios. El Ahuízotl era capaz de provocar remolinos en las aguas para alejar a los sapos y las ranas, sólo por el puro placer de mortificarlas y asustar a los humanos con sus poderes.

El Ahuizotl transcendió los tiempos, y he ahí que la leyenda le fascino al conquistador Hernán Cortés quien relataba al rey de España Carlos V que se les había aparecido a unos marineros mientras arreglaban una galera. El Ahuízotl sacó su cola de repente y se llevó a uno de los marineros hasta el fondo del lago. Nunca más se supo de él, a pesar de los esfuerzos que se hicieron por encontrarle.

El Ateponaztli, Tambor de Agua, hermoso pájaro acuático, debe su nombre al hecho de que cuando cantaba metía su pico en el agua y producía un sonido similar al tambor de dos tonos llamado teponaztle. Tenía la cabeza negra, las plumas y el pico de color amarillo. Vivía cerca de de los ríos y los lagos y, como su amigo el Ahuízotl, ayudaba a los dioses Tláloc y Chalchiuhtlicue a conseguir  sus víctimas mortales, para conducirlas al paraíso de los mexicas. Al Tlalocan, Lugar de Tláloc, Dios de la Lluvia, llegaban las almas de todos aquellos que habían encontrado la muerte, o habían enfermado hasta morir, por causas relacionadas con el agua. Por ejemplo, los que habían muerto ahogados, a causa de un rayo producido por una tormenta, los hidrópicos, los que sufrían de los pulmones. Su destino era convertirse en dioses y servidores de Tláloc. Recibían el nombre de ahuaque y de ehecatotontin, dueños del agua y de los vientecillos.

Por su voz gruesa que retumbaba se le llamaba también Tolcomóctli; su canto servía a los pescadores de la laguna para saber si llovería y si la lluvia sería abundante o liviana. Si cantaba toda la noche, era señal de que llovería muchísimo y habría muchos peces, en cambio si el pájaro cantaba poco, la lluvia y los peces serían escasos.

La Mazacóatl, la Serpiente Venado, animal fantástico de cuerpo de serpiente y cornezuelos de venado en la cabeza, vivía en el Mictlan, el Inframundo de donde solía ausentarse para llevar a cabo sus maldades, que no eran pocas. Esta hermosa serpiente tenía la capacidad de convertirse en mujer para poder seducir a los hombres que se acercaban demasiado a la laguna de Tenochtitlan. Una vez que había logrado su seductor propósito, les mataba despiadadamente, sin el menor remordimiento. Con las mujeres procedía de otra manera: las inducía a subirse sobre su lomo y ya que se encontraban montadas, se complacía en quemar sus entrañas, lo que les obligaba a retorcerse de dolor, razón por la cual era sumamente temida por las hembras. Se dice que su carne, blanca y suave, tenía la facultad de otorgar a los hombres gran potencia viril, aunque por supuesto era impensable llegar a comerse a la Mazacóatl, pues era imposible matarla. Debido a esta cualidad, se la consideró el símbolo por excelencia de las relaciones sexuales y, por ende, se la relacionaba con la fertilidad de la tierra.

La Mazacóatl, como muchos otros seres fantásticos, sigue viviendo aún. En el pueblo de Xoxocotla, en el estado de Morelos, existe un cerro que le llaman de la Culebra. Debe su nombre a que en tal lugar vivió una serpiente, la Mazacóatl, quien era un poderoso hechicero que tenía la capacidad de transformarse en nahual que cada temporada de lluvias reclamaba un viejo para comérselo. Ningún pueblo aledaño se negaba a dar el humano tributo, pues temían que la serpiente-de-agua-nahual enfureciera y enviara terribles precipitaciones y fuertes tormentas eléctricas que causaran estropicios y muertes en la región. Solamente un temerario joven se enfrentó a la Mazacóatl, cuando su abuelo fue escogido como víctima. En una cruenta lucha contra la serpiente-venado, salió victorioso y liberó a las comunidades de tan terrible pesadilla. Pero, ¿En verdad mató a la Mazacóatl?…

Sonia Iglesias y Cabrera