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Amor eterno

Durante la época colonial llegó a la Ciudad de Valladolid, hoy Morelia, doña Martha Jimena de Montserrat, sobrina del virrey don Joaquín de Montserrat y Crüilles, para convalecer de una enfermedad larga y grave que había padecido. La condesa tenía fama de bondadosa y hermosa, y contaba con veinticinco años de edad. La recibieron en la Catedral de Morelia, y cuando el sacristán Pedro González y Domínguez la vio, se enamoró perdidamente de ella. Entonces, decidió escribirle una carta de amor. En una ocasión en que doña Martha fue a misa, el sacristán se cruzó con ella, la joven soltó su devocionario, Pedro la ayudó a recogerlo, e introdujo entre sus páginas la carta de amor que le había escrito.

La condesa leyó la carta con indiferencia. Cierto día en que la dama recibía la comunión en Catedral, vio al sacristán que lloraba de amor, y se conmovió ante la devoción que el muchacho sentía por ella. En ese momento Martha se dio cuenta que ella también le quería, y para indicarle a su enamorado que ella también lo amaba, depositó en el cesto de las limosnas un anillo de esmeraldas.

Pedro estaba feliz. Recibió una carta en donde la condesita le pedía que tuviera mucha prudencia en sus relaciones. Sus entrevistas amorosas tenían lugar en la Capilla de las Ánimas, siempre vigiladas por la dueña de Martha. Sus amores eran un secreto muy bien guardado, nadie se enteró de ellos. Ante la imposibilidad de realizar sus amores, la enamorada decidió ir a España para pedirle al rey que le diese un título al sacristán, que le permitiera casarse con él.

La Catedral de Morelia

Pasaron seis meses y la condesa no regresaba. Un día, el sacristán fue llamado al Puerto de Veracruz por un funcionario del rey. El joven acudió presto, suponiendo que le anunciarían el regreso de su novia. Pero en vez de ellos el servidor del rey le comunicó que Martha había muerto víctima de aquella antigua enfermedad, pero que él había sido nombrado intendente de Nueva Galicia. Pero Pedro no aceptó el cargo y regresó a Morelia, donde se pasaba los días llorando en la Capilla de las Ánimas de tanta tristeza que sentía por haber perdido lo que más amaba en el mundo.

El pobre enamorado enfermó y se envejeció rápidamente, según decían las personas a causa de una enfermedad que había contraído en Veracruz… pero la verdad es que Pedro murió de amor y desesperación por haber perdido a su dulce y bondadosa amada.

Desde entonces, la víspera del Día de Muertos se ve el fantasma de Pedro y de Martha abrazándose y jurándose amor eterno en la Capilla de las Ánimas.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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El Señor de Araró

Araró es un pueblo del estado de Michoacán, situado en el Municipio de Zinapécuaro. Su nombre completo es San Buenaventura de las Aguas Calientes de Araró. Este poblado es famoso, además de por aguas termales, porque en él se encuentra la imagen del Señor de Araró, cuya fiesta patronal se celebra el segundo viernes de cuaresma y el jueves de ascensión, cuyas fechas son variables. La imagen es muy bella, hecha de tamaño natural y muy ligera, pues está elaborada con una pasta llamada tatzingueni: una mezcla de caña de maíz pulverizada a la que se agregan los bulbos de una orquídea conocida como tatziqui. Esta pasta fue empleada por los antiguos purépecha para labrar muchas de las imágenes de sus dioses originales.

En el siglo XVI, el obispo don Vasco de Quiroga, hizo que viniese a tierras michoacanas  don Matías de la Cerda, para que aprendiese a realizar imágenes con dicha pasta, desconocida en España. Uno de sus descendientes, Luis de la Cerda, antes de comenzar a trabajar la pasta con la que daría vida a sus esculturas, se confesaba y rezaba para que todo saliese con esperaba, pues se trataba de un hombre muy devoto.

Hasta la fecha, el Señor de Araró sigue siendo muy venerado y querido. Una leyenda nos cuenta que a finales del siglo XIX, una joven muy bella que vivía en la Ciudad de Guanajuato, contrajo una enfermedad misteriosa que le empezó a carcomer la nariz. La niña de nombre Consuelo, estaba próxima a casarse con el hijo de una de los más ricos mineros de la región. Ambos se amaban mucho; sin embargo cuando Diego, el prometido, vio que su novia se iba quedando sin nariz, empezó a alejarse de la desgraciada Consuelo.

El Milagroso Señor de Araró

Ni que decir tiene que los padres de la chica trajeron a todos los médicos famosos del estado de Guanajuato con el fin de que curaran a su pequeña. Pero todo fue inútil.

Un cierto día, la tía María le dijo a la madre de Consuelo que en Araró existía una imagen de Jesucristo crucificado que era muy milagrosa, que llevase a la joven para que le pidiese un milagro que la salvara de su tragedia. Decidida, la familia emprendió el viaje al santuario de Araró. Al llegar Consuelo se postró inmediatamente ante el Cristo, y le pidió con toda la fuerza que le dio su dolor que la curarse. Así pasó una semana. Regresaron a Guanajuato. Pasó otra semana más y Consuelo empezó a notar que su nariz se curaba y ahí donde había llagas brotaba carne nueva y sana.

Al mes, estaba completamente curada y Consuelo pudo casarse con Diego, quien vivió siempre agradecido al milagroso Señor de Araró. Desde entonces nunca faltaron a las misas de celebración del Cristo, y siempre se cuidaron de ayudar a los necesitados.

Sonia Iglesias y Cabrera

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«¡Yo no confieso a los muertos!»

Cerca de la Iglesia de San Francisco en Morelia, Michoacán, había una casa en donde espantaban, situada en un callejón. Un comerciante en paños, sedas y mantones, después de mucho viajar por las ciudades de la Nueva España, decidió asentarse y vivir en Valladolid, con el fin de contraer matrimonio con una bella y rica joven, para luego regresar a natal Santander, España. En su tienda conoció a doña Inés de  la Cuenca y Fragua, una hermosa y caritativa huérfana y heredera de una de las haciendas más ricas de Tierra Caliente. Cautivado por sus perfecciones, don Diego Pérez de Estrada la enamoró. Inés lo amaba sinceramente, pero Diego no, a él lo movía el interés más mezquino.

Don Diego era parrandero y muy mujeriego, vestía con elegancia y lucía costosas joyas. En confianza era muy mal hablado, pero solía mostrar una imagen muy diferente ante las personas que no eran sus amigotes.

Un día, don Diego le pidió a la joven matrimonio; antes de resolverle Inés acudió a su confesor fray Pedro de la Cuesta, a fin de consultarle la conveniencia de tal casorio. Fray Pedro, que era un hombre muy virtuoso y bondadoso, decidió informarse de la clase de individuo que era el tal Diego Pérez. Así supo que pertenecía a una buena familia de Santander, pero que era la oveja negra de la familia y que había llegado a la Nueva España con parte de la herencia que le correspondía. Cuando la herencia se terminó porque Diego la derrochó en sus continuas juergas, se puso a vender telas y mantones de Manila, hasta que llegó a Valladolid.

Fray Pedro se enteró de la mala catadura de don Diego y de que además se jactaba de que nunca sentía amor por ninguna mujer a causa de haber llevado una vida tan disipada. El fraile aconsejó a la bella Inés que no se casase, y la niña le obedeció y rechazó al supuesto enamorado.

La hermosa Ciudad de Valladolid, hoy Morelia, Michoacán.

Al verse rechazado, colérico y despiadado, juró vengarse de fray Pedro. Vendió su tienda y se fue a vivir a un cuarto sito en una callejuela por el lado norte del cementerio de San Francisco, junto con un empleado suyo. Una cierta noche en que una terrible tormenta asolaba la ciudad, un embozado llegó hasta la portería del convento, tocó la puerta y le abrió un encapuchado portero. El embozado hombre se dirigió a él con estas palabras: -¡Hermano portero, cerca de aquí un pobre hombre que agoniza desea ser confesado por fray Pedro de la Cuesta!

Fray Pedro y el embozado caminaron hasta el cuartucho que alumbraba una débil vela, el cura se acercó al lecho de muerte, pero al dirigirse a él, el supuesto moribundo, que no era otro que don Diego, no respondía. El padre, desesperado, le gritaba, y cuando lo destapó le encontró muerto de una puñalada hecha con la misma daga con la que pensaba matar al podre fray. Al verlo, fray Diego se alejó del muerto al tiempo que exclamaba: -¡Yo confieso a los vivos, pero nunca a los muertos! Y salió corriendo.

Al día siguiente el hecho era conocido por toda Valladolid… y desde ese momento la callejuela recibió el nombre de El Callejón del Muerto.

Sonia Iglesias y Cabrera

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El joven que se casó con la Lluvia

Hace mucho tiempo vivía en Michoacán un joven que no quería casarse. Su madre estaba muy preocupada porque pensaba que cuando se muriera nadie cuidaría de su hijo. Un mal día la madre se murió, y como ya nadie atendía al muchacho decidió irse a vivir a la cima de un cerro y cultivar  maíz para alimentarse.

Nunca bajaba a su pueblo, ni visitaba a sus hermanos. Cuando los elotes de la milpa crecieron, el joven se dio cuenta de que le faltaban algunos. Alguien se los había robado. Muy enojado, decidió espiar para conocer al ladrón, pero no podía ver bien porque la niebla se lo impedía. Sin embargo, un día vio a una muchacha muy bella que estaba cortando los elotes de su milpa. Entonces, el joven le dijo que dejara de robarse los elotes. Pero la joven volteó a verlo y le dijo: ¡Vaya, pues, porque no voy a cortar los elotes si yo ayudo a las milpas para que crezcan! El muchacho le contestó muy molesto: -¡Eso no es verdad, tu nunca me ayudaste a barbechar, ni a arar ni a sembrar las semillas! La joven replico: -¡Te equivocas, yo soy la Lluvia que riega este cerro!

Desde ese momento, el muchacho y la Lluvia se hicieron muy amigos y platicaban de muchas cosas. Poco después se enamoraron y se casaron. El mismo día que se casaron Lluvia le dijo a su esposo que construyera unos corrales. Extrañado, él le replicó: -¡Pero para qué, Lluvia, si no tengo ningún animal! La esposa dijo entonces: – No te preocupes, mañana al amanecer estarán muchos animales en el corral.

La hermosa Lluvia regando las milpas

Cuando el joven despertó, el corral tenía muchos animales. Le preguntó a Lluvia en dónde los había conseguido, pero ella le contestó que no se preocupara, y que se pusiera a ordeñar a las vacas.

Los hermanos se dieron cuenta de la buena posición económica que tenía el muchacho, decidieron irlo a visitar, y el joven al verlos los abrazó y les dio muchos regalos. Bajaron todos al pueblo y se fueron a emborrachar a una cantina. Se convirtió en una costumbre, y el muchacho empezó a malgastar todo el dinero que había ganado en bebidas, y en darles regalos a las mujeres que se aprovechaban de él al verlo tomado.

Lluvia estaba muy enojada con el comportamiento de su marido, y un día decidió dejarlo. Cuando el hombre vio que había perdido a su mujer, se puso muy triste y dejó la bebida y las parrandas. Sin embargo, a pesar de su buen comportamiento la hermosa Lluvia nunca más regresó.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Los aretes de la Luna

Cuentan los abuelos purépecha del estado de Michoacán, que hace muchos años el Sol y la Luna estaban casados y eran muy felices viviendo en las alturas. Pero un día apareció por el Cielo Citalimina, Venus, el astro de los cielos de la mañana y de la tarde, y todo cambió en su felicidad.

En una ocasión, la Luna encontró al Sol platicando con Venus, que era una estrella muy bella con una larguísima cabellera. La Luna se enceló y le reclamó al Sol sus coqueteos. Se pelearon, se insultaron y hasta se dieron de golpes. Como el Sol era más fuerte que la pobre Luna, le dejó la cara llena de moretones, que son las manchas que podemos ver en su superficie desde la Tierra si la observamos con atención.

La Luna decidió separarse del Sol y se fue muy lejos, ya no se hablaron más; por eso uno sale de día y la otra de noche. Como es natural, este hecho ocasionó que se formara el día y la noche en la Tierra. Cuando llegan a juntarse los dos astros en el Cielo, se vuelven a convertir en los amorosos amantes que antes eran y, en ese momento se producen los eclipses.

Arracadas de plata que usan las mujeres purépecha

Cuando se vuelven a separar los esposos, la Luna se pone a llorar mucho de la tristeza que le da, y cada lágrima que cae a la Tierra se convierte en gotas de plata, que las mujeres purépecha recogen para fabricarse hermosos aretes que tienen forma de media luna, con lágrimas de plata que penden de ellos.

Cuando la Luna no llora mucho, sino sólo poquito, sus lágrimas no se convierten en plata sino en frescas gotas de rocío, que se transforman en charahuescas, que son una flores amarillas, anaranjadas o rojas que se parecen a las dalias; entonces, los niños escarban en la tierra para sacar las dulces y acuosas jícamas que son las raíces de la flor, que además calman la sed de quien las come.

Para recordar el regalo que la Luna les ha dado a las mujeres, no deben cortarse nunca el pelo, y si lo llegan a hacer, tiene que ser cuando hay Luna Nueva, cuando adquiere el nombre de Xaratanga, la diosa lunar de los purepecha.

Sonia Iglesias y Cabrera

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La princesa Eréndira y el Lago de Zirahuen

Hace ya muchos siglos, cuando los españoles invadieron a tierras mexicanas para conquistarlas, un capitán con sus tropas llegó hasta las tierras de Michoacán. Iba a entrevistarse con el emperador purépecha que se llamaba Tangaxoan, que tenía una hermosa hija a la que había puesto por nombre Eréndira.

La joven princesa Eréndira era muy bella, y al verla el capitán se enamoró profundamente de ella. Un día, el capitán español raptó a la bonita muchacha y la escondió en un verde valle rodeado de muchas montañas. Eréndira estaba muy triste y sufría mucho. Se acordaba de su casa, de su madre y de su padre.

Estaba tan desesperada, que los dioses del Día y de la Noche, llamados Juriata y Xaratanga, oyeron sus trágicos sollozos y decidieron ayudarla. Hicieron que las lágrimas que brotaban de los ojos de la princesa se hicieran muy fuertes y poderosas. Entonces, sus lágrimas empezaron a formar un charco que, poco a poco, se convirtió en un gran lago. Los dioses con su poderosa magia convirtieron las piernas de Eréndira en una hermosa cola de pescado. Se había convertido en una linda sirena.

Vista del hermoso Lago de Zirahuen

Ahora el valle contaba con un nuevo lago al que pusieron por nombre el Lago de Zirahuen. Eréndira nunca se olvidó del lago por el que había podido salvarse, y desde entonces, las personas que viven por esos lugares, dicen que la princesa se va a nadar algunas noches al hermoso lago, y que al amanecer sale del agua para hechizar a los hombres que son malos.

Sonia Iglesias y Cabrera

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El Ángel de la Guarda

Cuenta con una tierna leyenda de Michoacan que hace muchos años por el barrio de El Carmen una mujer iba caminando acompañada de su hijita de cuatro años, para dirigirse del mercado al que habían ido a su casa.

Como era el mes de mayo, hacía muchísimo calor y la niña, que se llamaba Tayita, empezó a tener sed. Era ya muy tarde y la madre de la pequeña le pidió  que se aguantara un poco más para llegar a la casa, y ahí darle un vaso con agua fresca y limpia.

Pero Tayita estaba sumamente acalorada y sedienta, e insistió por tres veces que quería beber agua. Al pasar por una fuente, la madre le dijo a su hija que si tenía tanta sed podía beber agua de ahí. La niña corrió hacia la fuente y empezó a beber auxiliándose de sus manitas.

Imagen del Ángel de la Guarda de Tayita.

Cuando más desesperada se encontraba por sus fracasados intentos, y la jovencita se encontraba a punto de morir ahogada, un ángel misericordioso bajo del Cielo y sacó a la niña rápidamente, evitando así que muriese. La madre, muy agradecida, trató de darle las gracias al ángel, pero éste había desaparecido. Al llegar a su casa, la mujer encendió un cirio dedicado al Ángel de la Guarda de la pequeña, y amabas se pusieron a rezar, por el gran favor que habían recibido.

Sonia Iglesias y Cabrera

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La Dama de la Cascada

Una leyenda de Tepuxtepec, Michoacán narra que a la cascada de El Salto, en el municipio de Contepec, un grupo de jóvenes entusiastas acudieron a nadar. A pesar de que sabían el peligro que corrían, decidieron desafia al destino. Estaban disfrutando de las frescas aguas, ya muy tarde por cierto, bajo una hermosa luna llena, cuando de pronto acertaron a ver a una mujer vestida con una túnica blanca. La dama era muy bella, su larga cabellera de un negro ala de cuervo, le llegaba más allá de la cintura. Su piel era extraordinariamente blanca, casi tanto como su vestido. La mujer caminaba, o más bien levitaba, por la orilla del río donde estaba la cascada; iba llorando lastimera y desgarradoramente.

La Dama de la Cascada

Al verla, los muchachos se dieron cuenta de que se iba acercando a ellos, Se entusiasmaron, pues pensaron que la mujer se iba a meter a nadar y así podrían ver el que adivinaban un hermoso cuerpo. Sin embargo, al irse acercando todos sintieron un espantoso escalofrío y la sensación de que los cabellos se les ponían de punta.

Al momento, todos salieron del agua y se echaron a correr como dios los trajo al mundo, huyendo del terrible chillido que lanzaba la fantasmagórica mujer de blanco. Al siguiente día, todos los atrevidos jóvenes estaban enfermos, no podían pasar bocado, no podían dormir, y cuando lo lograban sufrían de terribles pesadillas.

Una de las madres de los asustados, desesperada por ver a su hijo en tal estado de susto, decidió acudir a una curandera. Las madres reunieron a todos los chicos y la bruja procedió a hacerles una “limpia” con yerbas especiales.

Afortunadamente todos se curaron del susto, y nunca jamás volvieron a la cascada donde se les había aparecido tan siniestra mujer: La Dama de la Cascada.

Sonia Iglesias y Cabrera

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El Lago de Camécuaro

En el estado de Michoacán, a catorce kilómetros de la ciudad de Zamora, existe un lago que abarca 1.6 hectáreas, y cuya profundidad máxima alcanza los seis metros. El agua del lago proviene de manantiales que se encuentran al sur del mismo. Su nombre es Lago de Camécuaro. Desde 1940, el lago, junto con un conjunto de terrenos aledaños, fue declarado parque nacional por el ex presidente Lázaro Cárdenas del Río.

El Lago de Camécuaro

Como todo buen lago que se precie, el de Camécuaro tiene una leyenda que se ha trasmitido desde hace muchas generaciones en todo Michoacán. Esta leyenda nos refiere que hace muchos años, cuando México se llamaba la Nueva España, un rico noble español de nombre don Alonso de Quijano, decidió viajar a tierras indianas, a fin de visitar las nuevas tierra conquistadas por la Corona Española. Viajó por muchas partes de México, hasta que sus ansias aventureras lo llevaron al Estado de Michoacán, justamente a la ciudad de Zamora.

En dicha ciudad hizo muchas amistades, pues aparte de rico era muy simpático y buen mozo, razones por las cuales la vida se le facilitaba mucho y era aceptado en los ambientes selectos de españoles de Zamora. En una de las tertulias que frecuentemente se organizaban para diversión de las familias pudientes, conoció a Leticia de Zúñiga y Berriozábal, hija del alcalde de la ciudad. La joven era de una belleza exótica: su pelo lacio y negro y sus ojos rasgados le prestaban un aire oriental que fascinaba a todo el que la conocía. Ni que decir tiene que la encantadora muchacha contaba con muchos pretendientes a su mano. Pero ella se dejaba querer. Sin embargo, cuando conoció a don Alonso quedó absolutamente enamorada de su gallardía y su buen humor. Alonso, por su parte, quedó encantado con la belleza de Leticia, y decidió enamorarla. Tuvo éxito en su empresa, y a los seis meses se encontraban comprometidos para casarse.

En esas estaban, cuando don Alonso recibió una misiva de España, anunciándole que su padre estaba muy enfermo y pronto a morir, y que le llamaba constantemente para que se hiciera cargo de los negocios y la hacienda que tenían en Extremadura. Ni tardo ni perezoso, Alonso decidió partir, jurándole por la Virgen de los Remedios a Leticia que volvería por ella para casarse como tenían planeado, y llevársela a tierras hispanas. Muy triste y acongojada, la mujer se resignó a su suerte y le rogó a la Virgen que le diese paciencia para soportar la larga espera.

Un día del mes del julio, don Alonso emprendió el viaje a las costas para tomar el galeón que había de conducirlo a su tierra natal. Pero sucedió que en el barco conoció a una noble asturiana, rubia y sonrosada y se enamoró de ella, olvidando completamente a la pobre Leticia. Pasaron dos años, y la bella Leticia comprendió que el infiel Alonso jamás regresaría a su lado para casarse como había jurado ante la Virgen. Muerta de dolor y tristeza, la infeliz mujer se fue un día al campo y se sentó en una piedra a llorar su desventura, tanto lloró que se empezó a formar un hermoso lago de prístinas aguas con las lágrimas de sus bellos ojos. Al cabo de un largo tiempo, el lago creció tanto que cubrió a Leticia y la ahogó. Sus atribulados padres nunca la encontraron.

La leyenda nos cuenta que desde entonces, cuando algún hombre está a punto de ahogarse en el lago de Camécuaro, una linda doncella de pelo lacio y ojos rasgados acude en su ayuda y, jalándole de los pies, le saca del lago.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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La tragedia de Hupanda

Hapunda, palabra purépecha que significa lago o laguna, fue una hermosísima princesa que vivía en la isla de Yunuén, una de las ocho islas que se encuentran ubicadas en el Lago de Pátzcuaro, en el estado mexicano de Michoacán. Siete de tales islas están pobladas actualmente. La isla de Yunuén y la llamada Pacanda, forman un conjunto; otro está integrado por las islas de Tecuena y Tecuanita; un tercero recibe el nombre de islas Urandenes, palabra que proviene del término urani, que quiere decir “batea”. El último conjunto lo forman las islas Jarácuaro y Copujo. Aparte de ellas se encuentra en el Lago la famosa isla de Janitzio.
 La tragedia de Hupanda

La hermosa isla de Yunuén tiene el significado de Media Luna, nombre que se le puso por tener  forma curvada. En este sitio vivió una princesa muy bella y muy buena que se llamaba Hapunda. Era tan atractiva que los invasores chichimecas decidieron un día raptarla para obsequiársela a su jefe y quedar bien con él. Al enterarse los hermanos de la dulce princesa, furiosos por tal atrevimiento de los chichimecas, se aprestaron a defenderla. Sin embargo, Hapunda sabía que las fuerza militares estaban a favor de los chichimecas y que los purépecha llevaban las de perder. Por lo tanto, la princesa acudió al Lago de Pátzcuaro, Cabello de Elote,  a contarle la terrible tragedia que se avecinaba. La chica acudió al lago porque se trataba de su novio.

Ante la terrible confesión el Lago de Pátzcuaro le aconsejó a la asustada princesa que lo que debía hacer era echarse al lago y unirse con él para siempre. Hapunda, muy obediente y enamorada, se lanzó a las aguas del lago. Poco después de haberse arrojado, la princesa resurgió convertida en una blanca garza, para vivir para siempre en el lago, su enamorado, y nutrirse de sus apacibles aguas. Después de pasado un cierto tiempo, llegaron más garzas a poblar la isla, tan plena de vegetación y de belleza.

Sonia Iglesias y Cabrera