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Ciudad de México Leyendas Cortas Leyendas Mexicanas Época Colonial

Longinos y el abanico

En el Callejón de las Golosas de la colonial Ciudad de México, vivía Longinos Peñuelas, un hombre muy rico y todo un contumaz Don Juan, dedicado a seducir mujeres para luego abandonarlas, sin importarle el daño que hacía. Una noche que regresaba a su casa después de haber dormido con una bella mujer casada, pasó por una casona en uno de cuyos balcones se encontraba una hermosa chica con vestido blanco, que llevaba en una mano un abanico de encajes con el cual se abanicaba coquetamente. Al pasar Longinos se le cayó un pañuelo a la bella y éste se apresuró a devolvérselo a la damisela. Al verla tan bonita se puso a platicar con ella y quedaron en verse las siguientes noches a escondidas de su padre a la medianoche.

Una de esas noches, Longinos trató de besar a la joven y ella puso el abanico entre los dos, el cual se rompió por la mitad. Pasadas unas noches, el galán le propuso que se escapara con él; ella aceptó, pero con la condición de llevarse a su pequeño hijo, un lindo nene. El Don Juan aceptó y al día siguiente acudió a la casa de su dama con varias horas de anticipación. Al llegar a la casona se percató de que se veía muy vieja y como si estuviera abandonada de tiempo atrás. Desconcertado, llamó a la puerta, pero nadie le abrió por mucho que insistió con la sonora aldaba. Entonces, Longinos decidió preguntarles a unas mujeres que pasaban por ahí si sabían por qué ningún criado le abría la puerta.

El abanico de encaje blanco

Ellas le respondieron que esa casa estaba cerrada desde hacía diez años, y que había pertenecido a Hermenegildo Alcérreca y a su hija Rosaura, y que ya nadie vivía ahí. Le dijeron que después de haberla habitado por tan solo unos meses, los moradores se habían marchado y que desde entonces se escuchaban terribles y desgarradores gritos a la medianoche.

Longinos trajo a un cura y a un cerrajero que abrió el portón. La casa estaba en completas ruinas, Cuando el frustrado enamorado subió al cuarto desde cuyo balcón vio por primera vez a su amada, descubrió que estaba completamente a oscuras. Al prender una vela vio en la cama los esqueletos: el de una mujer y el de un bebé. En la mano descarnada de la mujer podía verse la mitad de un abanico de encajes. El sacerdote que acompañaba a Longinos echó agua bendita sobre los esqueletos y rezó por el descanso eterno de esas dos almas.

Al salir de la casa, destrozado y llorando por la pena de haber perdido a su amada, Longinos se topó con el esposo de la última mujer casada a la que había seducido. El marido, loco de furia, sacó su espada y se la clavó en el pecho al pecador, quien al instante murió.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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«¡Sigue tu camino, animalito del Señor!»

Durante la época colonial, en el año de 1776, vivía en la Ciudad de México un hombre llamado Lorenzo de Baena. Se trataba de un hombre muy rico, pero sencillo y lleno de bondad. Sin embargo, fue atrapado por la mala suerte que se ensañó con él sin piedad: uno de sus barcos que regresaba de la China cargado de finas sedas, fue asaltado por los piratas, un convoy que se dirigía a Veracruz para llevar a España mercancías valiosas para su venta fue robado por indios, y don Lorenzo perdió un enorme capital y a su hijo, a quien le quitaron la cabellera y murió. Su esposa cayó enferma de la pena y al poco tiempo pasó a mejor vida. Muchas más calamidades llevaron a Lorenzo a la ruina, cuando quedó sin un céntimo todos sus amigos lo abandonaron, nadie lo buscaba ni lo ayudaba.

En un momento dado recordó que en el Convento de San Diego vivía un fraile amigo suyo, muy bondadoso de nombre Anselmo, y con el propósito de aliviar sus penas se dirigió al santo recinto para hablar con el cura. Fray Anselmo era muy pobre y muy caritativo. Ocupaba una pobre celda y vestía una andrajosa túnica. Al ver a don Lorenzo lo recibió muy contento. El hombre le contó todo lo que le había sucedido en este tiempo, le narró la pérdida de sus seres queridos y de toda su fortuna. Le dijo al fraile que un barco cargado de joyas, sedas y finas porcelanas estaba por llegar a la Nueva España, y que si pudiera conseguir quinientos pesos, podría invertirlos para poder salir de su precaria situación, y volver a forjar su fortuna. El fraile le escuchaba apenado, comunicándole que nada tenía para darle al buen hombre puesto que nada poseía.

El Alacrán del fraile Anselmo

De pronto, Anselmo vio que por la pared se paseaba un alacrán de gran tamaño, lo tomó y lo envolvió en un trapo blanco. El envoltorio se lo entregó a don Lorenzo, al tiempo que le indicaba que fuese al Monte de Piedad para ver cuánto le daban por el bicho. Extrañado Lorenzo dejó el convento y dirigió sus pasos hasta la Plaza Mayor para dirigirse al Montepío, como le hubo ordenado el religioso. Avergonzado y con temor de hacer el ridículo, el hombre se acercó a la ventanilla de empeños, y abrió el trapo donde se encontraba el alacrán. Cuando lo hubo abierto, cuál no sería su sorpresa al ver que sobre la tela había en efecto un alacrán ¡pero de oro puro y cubierto de diamantes, esmeraldas y rubíes! Se trataba de una joya de filigrana de lo más valioso por la cual obtuvo tres mil pesos.

Inmediatamente, se dirigió al Puerto de Acapulco, compró muchas mercancías, reanudó sus negocios y recuperó todo el capital que había perdido. Los amigos que lo habían abandonado volvieron. Entonces, don Lorenzo recordó a su amigo Anselmo y se dirigió al Monte de Piedad para adquirir el alacrán de oro y devolvérselo a su dueño.

Cuando llegó a la celda del fraile le entregó el paquete conteniendo la hermosa joya. Don Anselmo lo recibió, lo desenvolvió y tomando al alacrán vuelto a su condición de animal con mucho cariño, le puso en la pared y le dijo: – ¡Sigue tu camino, animalito del Señor! A lo que el alacrán continuó su camino hasta perderse.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Leyendas Cortas Leyendas Mexicanas Época Colonial Michoacán

Amor eterno

Durante la época colonial llegó a la Ciudad de Valladolid, hoy Morelia, doña Martha Jimena de Montserrat, sobrina del virrey don Joaquín de Montserrat y Crüilles, para convalecer de una enfermedad larga y grave que había padecido. La condesa tenía fama de bondadosa y hermosa, y contaba con veinticinco años de edad. La recibieron en la Catedral de Morelia, y cuando el sacristán Pedro González y Domínguez la vio, se enamoró perdidamente de ella. Entonces, decidió escribirle una carta de amor. En una ocasión en que doña Martha fue a misa, el sacristán se cruzó con ella, la joven soltó su devocionario, Pedro la ayudó a recogerlo, e introdujo entre sus páginas la carta de amor que le había escrito.

La condesa leyó la carta con indiferencia. Cierto día en que la dama recibía la comunión en Catedral, vio al sacristán que lloraba de amor, y se conmovió ante la devoción que el muchacho sentía por ella. En ese momento Martha se dio cuenta que ella también le quería, y para indicarle a su enamorado que ella también lo amaba, depositó en el cesto de las limosnas un anillo de esmeraldas.

Pedro estaba feliz. Recibió una carta en donde la condesita le pedía que tuviera mucha prudencia en sus relaciones. Sus entrevistas amorosas tenían lugar en la Capilla de las Ánimas, siempre vigiladas por la dueña de Martha. Sus amores eran un secreto muy bien guardado, nadie se enteró de ellos. Ante la imposibilidad de realizar sus amores, la enamorada decidió ir a España para pedirle al rey que le diese un título al sacristán, que le permitiera casarse con él.

La Catedral de Morelia

Pasaron seis meses y la condesa no regresaba. Un día, el sacristán fue llamado al Puerto de Veracruz por un funcionario del rey. El joven acudió presto, suponiendo que le anunciarían el regreso de su novia. Pero en vez de ellos el servidor del rey le comunicó que Martha había muerto víctima de aquella antigua enfermedad, pero que él había sido nombrado intendente de Nueva Galicia. Pero Pedro no aceptó el cargo y regresó a Morelia, donde se pasaba los días llorando en la Capilla de las Ánimas de tanta tristeza que sentía por haber perdido lo que más amaba en el mundo.

El pobre enamorado enfermó y se envejeció rápidamente, según decían las personas a causa de una enfermedad que había contraído en Veracruz… pero la verdad es que Pedro murió de amor y desesperación por haber perdido a su dulce y bondadosa amada.

Desde entonces, la víspera del Día de Muertos se ve el fantasma de Pedro y de Martha abrazándose y jurándose amor eterno en la Capilla de las Ánimas.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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Leyendas Cortas Leyendas Mexicanas Época Colonial Tlaxcala

Origen del nombre del volcán La Malinche

El volcán Matlalcueye, como también se le conoce, se encuentra entre los estados de Puebla y Tlaxcala. Se trata de un volcán activo que mide 4,420 metros de altura. Es un bellísimo lugar que fue declarado Parque Nacional en el año de 1838. Desde el siglo XVII se le conoce con el nombre de Malinche o Malitzin, en honor a Doña Marina o Malinalli, la esclava traductora, “la lengua” de Hernán Cortés.

En cierta ocasión, Doña Marina tenía mucho calor y decidió ir a bañarse a la Laguna de Acuitlapilco, -sita en la parte sur del actual estado de Tlaxcala-, para refrescarse un poco. Avisó a su amo Cortés adónde iba y se encaminó a la laguna acompañada de cuatro esclavas. Cortés no puso peros y la dejó ir a refrescarse. Malinalli salió del campamento en que se encontraban las tropas españolas muy ilusionada de poder ir a chapotear en el agua y quitarse un poco la sensación asfixiante del calor.

Al llegar a la laguna se quitó su hermoso huipil de grecas color turquesa y su enagua color azul celeste, y se metió a bañar a las frescas y claras aguas. Desde el otro lado de la laguna, se encontraban algunos de los habitantes del poblado de Xiloxoxtla que la observaban impresionados, pues ante tanta belleza la habían confundido con una diosa. Al confundirla con una deidad le pidieron que desencantara a la montaña Matlalcuéyatl, a la cual consideraban como un antiguo guerrero que había sido encantado y convertido en volcán junto con su amada.

El bello volcán La Malinche

Al ver a tantos hombres juntos que se le acercaban, Doña Marina empezó a gritar para sí misma. -¡Malinche, Malinche, Malinche! Llamando a su amante al que así apodaban, para que la salvase del peligro en que creía estar. Desesperada la mujer empezó a correr lo más rápido que podía para alejarse de los que creía sus agresores, mientras que los de Xiloxoxtla la seguían algo confundidos por su reacción.

Presto, Hernán Cortés ya había enviado a sus hombres a rescatarla. Al llegar la tropa y hablar con los de Xiloxoxtla todo se aclaró, y desde entonces el activo volcán recibió otro nuevo nombre: La Malinche.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Leyendas Cortas Leyendas Mexicanas Época Colonial Zacatecas

Luz y Rafael

Vicente Saldívar y Oñate, Caballero de las Órdenes de Santiago y Alcántara decidió construir su mansión en la Plaza Mayor de Zacatecas. Encargó la decoración de los salones a un joven que había sido educado en el Convento Franciscano de Guadalupe: Rafael de Santa Cruz. Uno de los religiosos del convento franciscano era fray Diego de la Concepción, un pintor español con mucho talento, quien se había ocupado de enseñarle a pintar a Rafael desde pequeño.

La hija de don Vicente, de nombre Luz y poseedora de una extraordinaria belleza, admiraba la obra del pintor Rafael de Santa Cruz y le observaba pintar a hurtadillas. Como era de esperar, los dos jóvenes se enamoraron. Pero ambos se daban cuenta de que se trataba de un amor sin esperanzas. El talentoso pintor sabía que pronto dejaría de ver a su amada pues las pinturas que tenía que realizar en los salones debía de terminarse muy pronto, pues se acercaba la fecha del la inauguración del palacio. Razón por la cual, el muchacho apresuró cuanto pudo el ritmo de su trabajo, hasta que su salud empezó a protestar, ya que las pinturas le provocaban mareos y sus ojos se irritaban. Cuando Rafael se sentía muy fatigado se iba al solárium del la mansión, que adornaban plantas y pájaros, y ahí se encontraba con su amada Luz.

Pero llegó el día en que terminó su trabajo. Don Vicente le pagó largamente por las magníficas pinturas realizadas. Muchos influyentes de la ciudad le ofrecieron nuevos trabajos, pero el joven los rechazó pues se encontraba muy fatigado y, además, tenía en mente irse a Italia a seguir estudiando pintura. Sin embargo, al ver la tristeza que embargó a Luz cuando supo de sus planes, desistió de su ansiado viaje a Europa. En lugar de ello, compró una pequeña casa atrás de la mansión de don Vicente, que quedaba justo frente al solárium que todos los días regaba su adorada.

Como Rafael seguía sintiéndose mal, no le quedó más remedio que consultar con un médico. El diagnóstico fue que el pintor se encontraba mal del corazón y de los pulmones. El médico le aconsejó que cambiase de casa, pues se encontraba situada en una parte alta, lo cual no ayudaba a mejorar de sus males. Pero Rafael se negó a mudarse, pues sabía que ya no podría ver a Luz, aunque fuera de lejecitos, como hasta entonces lo venían haciendo, pues ambos eran conscientes de lo imposible de su amor.

El Solárium

En esas estaban, cuando una dama le encargó al pintor una imagen de Nuestra Señora de la Luz que iba a regalar al convento. Rafael aceptó. Trabajaba todo el día, menos en los momentos en que sabía que Luz acudía a la galería a regar las plantas. Entonces detenía su trabajo y se asomaba a su ventaba a verla.

Tres días después de haber terminado la imagen, Rafael murió junto a su caballete de trabajo. Luz, cuando no le vio más asomarse, envió a un cochero a la casa de su amor para ver que ocurría. Fue terrible su dolor cuando se enteró de la muerte de su amado. Desde entonces puede verse en la capilla del convento la imagen de Nuestra Señora de la Luz, cuya hermosa faz no es otra sino la Luz, la amada del pintor Rafael.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Leyendas Cortas Leyendas Mexicanas Época Colonial Zacatecas

Los enamorados de la Plaza de Zamora

Cuenta una leyenda de Zacatecas que en el año de 1696, Pedro de Quijano decidió que su hija María Leonor debía casarse con el minero Juan Antonio de Ponce y Ponce, quien era, además, dueño de la Hacienda de San José. La hija se negó rotundamente a obedecer la voluntad de su padre, y alegó que prefería meterse a monja o morir, antes de casarse con un viejo de cincuenta años, viudo y feo. Por otra parte, la bella joven estaba enamorada de un galán llamado José Manuel Zamora, ahijado de una amiga de la madre de María Leonor: doña Catalina de Sandoval, quien había prometido, antes de su fatal muerte, que velaría por su felicidad. Doña Catalina era rica y pensaba donarle a José Manuel toda su fortuna cuando muriese.

El padre de la muchacha insistía en que aceptara al viejo viudo, pues los problemas económicos no le dejaban vivir en paz. Entonces, ordenó a una mulata que era bruja, que siguiese a su hija, para conocer la razón se su persistente negativa matrimonial. La mulata le informó que todos los días que iba a misa la joven era seguida por un galán, y que al llegar a la pila de agua bendita, le ofrecía el agua sagrada con sus dedos y luego la acompañaba de regreso a casa. A más, le comunicó que todas las noches los jóvenes enamorados se veían en una reja que estaba detrás de la casa para platicar y pelar la pava.

Al conocer lo que acontecía con su hija y su enamorado, don Pedro, furioso, le pidió una entrevista al alcalde mayor, don Juan de León Valdez. Al recibirlo, inmediatamente le comunicó al alcalde mayor que un joven quería asesinarlo para quitarlo de su cargo público y que se trataba de un boicot organizado por los que estaban en contra de las autoridades españolas de la Nueva España. El alcalde mayor no dudó de las palabras de don Pedro, pues le tenía en gran estima, y ordenó la inmediata aprensión de José Manuel Zamora. Cuando llegó al crucero de Quijano, le entregaron una carta a José Manuel que guardó, sin leerla, en el bolsillo. María Leonor abrió en ese momento la ventana, y vio como unos guardias apresaban a su amado. Loca de dolor y miedo por su galán, la joven acudió a su adoratorio particular. Se topó con su padre, quien al verla le dijo: -¡Hija mía, el Cielo siempre castiga la desobediencia.

La Plaza Zamora en la Ciudad de Zacatecas

Pasados tres días, se alzó el cadalso frente a la casa de María Leonor donde iba a ser ejecutado José Manuel. Pálido y demacrado, pero digno, el muchacho subió las escaleras del cadalso con un crucifijo en las manos, lo besó y dirigió una última mirada a la casa de su amada. Todo había acabado: el joven fue ejecutado sin piedad.

Pocas horas después, María Leonor ingresaba al Convento de la Merced, donde murió muchos años después en olor a santidad.  La plazuela donde falleció el valiente José Manuel llevó desde entonces el nombre de Plazuela de Zamora.

Sonia Iglesias y Cabrera

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El Señor del Veneno

Hace ya muchos siglos, en la Nueva España vivían dos caballeros españoles. Ambos residían en la Ciudad de México. Don Fermín Andueza, uno de los caballeros, era un hombre muy rico, tan rico como devoto. Cada maña se levantaba antes de que saliese el sol y se dirigía a la Catedral de la ciudad para asistir a misa. Siempre salía de su casa correctamente vestido de negro y envuelto en una majestuosa capa andaluza también negra, pero forrada de seda roja. Al terminar la misa, don Fermín se detenía en el altar donde se encontraba un hermoso Cristo, grande y sufrido. Al detenerse, depositaba en una bandeja una moneda de oro, y procedía a besar los pies del Santo Cristo. Nunca faltaba a misa el devoto don Fermín, siempre realizaba las mismas acciones después de la liturgia: dejar la moneda de oro para ayudar a los pobres y besar los pies ensangrentados del Salvador.

El otro caballero se llamaba don Ismael Treviño. Era un hidalgo tan rico como don Fermín, pero tenía mal alma, era envidioso y truculento. Nunca ayudaba a nadie que se encontrara en desgracia, ni amigos ni familiares. Su mezquindad le destacaba, a la vez que su codicia y tacañería le hacían odioso. Le molestaba infinitamente que don Fermín dejara la tradicional moneda de oro para los pobres. No soportaba que nadie hiciese el bien, aunque no se tratara de su dinero. Envidiaba terriblemente a don Fermín por el que sentía una creciente antipatía que ya llegaba al odio. A cualquiera que deseara oírlo, le hablaba mal del devoto y caritativo caballero.

A don Fermín todo lo que emprendía le salía bien. Tenía suerte. En cambio a Ismael todo le salía mal. Y renegaba de su mala suerte todo el tiempo. Tanto odiaba Ismael a Fermín, que un mal día deseó verlo muerto. Acudió con un hombre que era alquimista y le solicitó que le preparase un buen veneno. Mediante algunas monedas de oro, el alquimista le entregó al mal hombre un veneno azul, que se distribuía por todo al cuerpo pasados unos días de su ingesta, y la persona moría sin sufrir en demasía y sin dejar rastro.

El Milagroso Señor del Veneno

Inmediatamente, don Ismael envió a uno de sus criados a la casa de don Fermín con un delicioso pastel impregnado del terrible veneno, diciendo que se lo enviaba el regidor del Ayuntamiento. Agradecido por el obsequio, el buen hombre se desayunó el pastel acompañándolo de un sabroso chocolate. En seguida, se marchó a misa, siempre seguido por Ismael.

Don Fermín realizó lo que todas las mañanas hacía: oyó misa, se acercó al Cristo de su devoción, dejó la consabida moneda de oro,  y beso los heridos pies… en seguida, una macha negra se extendió por todo el Cristo. Al ver lo que sucedía, don Fermín se asombró y asustó, y don Ismael, que espiaba desde un rincón de la capilla, corrió a arrodillarse ante el caritativo caballero, le confesó su delito y le pidió perdón a gritos destemplados.

El Santo Cristo había absorbido el veneno que llevaba don Fermín en el cuerpo y se había puesto completamente negro. Ante su confesión y arrepentimiento, don Fermín perdonó a su agresor, e impidió que se lo llevaran preso. El envenenador huyó para siempre de la Nueva España, y jamás se le volvió a ver.

El Cristo fue objeto de veneración por parte de las habitantes de la Ciudad de México que le ponían muchas velas en su altar. Un mal día el Cristo se chamuscó completamente, pero fue sustituido por otro de color negro, para que siempre se recordarse lo acontecido con el Señor del Veneno.

Sonia Iglesias y Cabrera

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El Mordelón

En la época de la Colonia en México, allá por el año de 1578, corría por las calles de la Ciudad de México una leyenda que ha llegado hasta nuestros días. Cuenta dicha leyenda que Mauricio era un joven muy guapo y rico que vivía en la céntrica Calle de Moneda. Se trataba de un chico rubio, bastante formal aunque sus padres, españoles de pura cepa, le consentían mucho, pues era hijo único, heredero de la riqueza de padre que era Oidor, y dueño de una mina de plata en Guanajuato.

Mauricio tenía una novia llamada Leonor. Chica hermosa de familia noble y acaudalada, que vivía a unas cinco calles de su prometido, pues pronto se casarían. Una tarde en el muchacho iba a ver a Leonor, se topó con un niño muy pequeño, como de seis años, zarrapastroso, feo y sucio, que estiró su manita pidiendo le pusiera una monedita para comprar una rosquilla de canela. Mauricio, que era muy caritativo, sacó de su pantalón su monedero, y cuando estaba escogiendo una moneda, el mozalbete le pegó tremendo mordisco en el brazo y se echó a correr como alma que lleva el diablo.

Mauricio quedó muy enojado y adolorido, pues del mordisco brotaba mucha sangre. Se sentía burlado por el malhechor. Presto regresó a su casa, y en seguida fue llamado el médico de familia para atenderlo y a aplicarle los remedios que eran frecuentes en esa época.

El Niño Mordelón

Pasó una semana y la herida del brazo no sanaba. Esta casi negra y de ella brotaba mucha pus. Entonces, la nana india de Mauricio se acercó a la cama donde éste descansaba, y le explicó que la mordida se la había dado un ser sobrenatural que tomaba la apariencia de un niño; un ser del más allá que gozaba dañando a quien por bondad le obsequiaba con una monedita. La llamaban el Niño Mordelón. Le dijo la nana que esas heridas eran muy difíciles de curar, y que casi siempre los mordidos moría a las dos semanas.

Sin embargo, le comentó que si Mauricio estaba dispuesto a recibir a un curandero que habitaba las afueras de la traza donde habitaban los blancos, con sus hierbas ancestrales era casi seguro que lo curaría. Como Mauricio estaba desesperado por el olor y el fétido olor que despedía, aceptó. Al otro día llegó el curandero, le puso en la herida un emplasto de hierbas, le dio a beber varias infusiones, con la recomendación a la nana de que siguiese las indicaciones del tratamiento para que resultase efectivo. Así lo hizo la mujer. Pasada otra semana, Mauricio estaba curado. Pudo casarse un mes después, y juró que nunca le daría una moneda a ningún mendigo que se le pusiese enfrente.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Leyendas Cortas Leyendas Mexicanas Época Colonial Querétaro

El Árbol de la Cruz

Fray Antonio Margil de Jesús fue un fraile franciscano que nació en Valencia el año de 1657. Su apostolado como misionero abarcó un período de cuarenta y tres años; y como iba de un lado a otro llevando la religión católica le pusieron el mote de “el misionero de los pies alados”. Después de un largo viaje de setenta y cuatro días desde Cádiz y de haber recorrido muchos países de América como Guatemala, Nicaragua, Costa Rica y Honduras, y pasados trece años de llevar a cabo su misión religiosa, llegó al Puerto de Veracruz el 6 de junio de 1683, el cual acababa de ser saqueado por Lorencillo, el malvado pirata.

Al llegar a tierra mexicanas en seguida se puso a evangelizar llevando un báculo, un Breviario y un crucifijo, dando inicio a una etapa itinerante de gran calibre en aras de la religión católica. Más adelante, el 13 de agosto llegó a Querétaro con tres compañeros, y poco después se le nombró guardián del convento de la Santa Cruz de Querétaro, en la entonces Nueva España, donde fue siempre muy querido por los fieles.

Las espinas en forma de cruz que brotan del árbol milagroso.

El templo y el convento de la Santa Cruz se fundó a raíz de que los chichimecas fueron derrotados por los conquistadores españoles en el cerro del Sangremal, en el mes de julio de 1531, cuando en el cielo apareció, milagrosamente, la imagen del apóstol Santiago y una enorme cruz, lo cual asombró a los indígenas y propicio su rendición.

Una leyenda queretana cuenta que en el año 1697, fray Antonio Margil llegó a Querétaro al lugar en el que encontraba el templo edificado después de la batalla con los indios. Cuando se encontraba ahí, enterró su báculo cerca del Templo de la Cruz, ubicado en la cima del Sangremal. El báculo enterrado se convirtió en un bello árbol espinoso que adquirió la forma de una cruz.

Según relata la leyenda es un árbol perteneciente a la familia de las mimosas, pero que en vez de dar flores, da espinas que parecen cruces. Así, el árbol en vez de verse cargado de flores, se ve cagado de espinas en forma de cruz.

Algunos fieles han intentado llevarse parte de maravilloso árbol para plantarlo en otros lugares; sin embargo, los pies nunca se dan, pues el árbol se niega a crecer en otro lugar que no sea el jardín del Templo de la hermosa Ciudad de Querétaro.

Sonia Iglesias y Cabrera

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«¡Yo no confieso a los muertos!»

Cerca de la Iglesia de San Francisco en Morelia, Michoacán, había una casa en donde espantaban, situada en un callejón. Un comerciante en paños, sedas y mantones, después de mucho viajar por las ciudades de la Nueva España, decidió asentarse y vivir en Valladolid, con el fin de contraer matrimonio con una bella y rica joven, para luego regresar a natal Santander, España. En su tienda conoció a doña Inés de  la Cuenca y Fragua, una hermosa y caritativa huérfana y heredera de una de las haciendas más ricas de Tierra Caliente. Cautivado por sus perfecciones, don Diego Pérez de Estrada la enamoró. Inés lo amaba sinceramente, pero Diego no, a él lo movía el interés más mezquino.

Don Diego era parrandero y muy mujeriego, vestía con elegancia y lucía costosas joyas. En confianza era muy mal hablado, pero solía mostrar una imagen muy diferente ante las personas que no eran sus amigotes.

Un día, don Diego le pidió a la joven matrimonio; antes de resolverle Inés acudió a su confesor fray Pedro de la Cuesta, a fin de consultarle la conveniencia de tal casorio. Fray Pedro, que era un hombre muy virtuoso y bondadoso, decidió informarse de la clase de individuo que era el tal Diego Pérez. Así supo que pertenecía a una buena familia de Santander, pero que era la oveja negra de la familia y que había llegado a la Nueva España con parte de la herencia que le correspondía. Cuando la herencia se terminó porque Diego la derrochó en sus continuas juergas, se puso a vender telas y mantones de Manila, hasta que llegó a Valladolid.

Fray Pedro se enteró de la mala catadura de don Diego y de que además se jactaba de que nunca sentía amor por ninguna mujer a causa de haber llevado una vida tan disipada. El fraile aconsejó a la bella Inés que no se casase, y la niña le obedeció y rechazó al supuesto enamorado.

La hermosa Ciudad de Valladolid, hoy Morelia, Michoacán.

Al verse rechazado, colérico y despiadado, juró vengarse de fray Pedro. Vendió su tienda y se fue a vivir a un cuarto sito en una callejuela por el lado norte del cementerio de San Francisco, junto con un empleado suyo. Una cierta noche en que una terrible tormenta asolaba la ciudad, un embozado llegó hasta la portería del convento, tocó la puerta y le abrió un encapuchado portero. El embozado hombre se dirigió a él con estas palabras: -¡Hermano portero, cerca de aquí un pobre hombre que agoniza desea ser confesado por fray Pedro de la Cuesta!

Fray Pedro y el embozado caminaron hasta el cuartucho que alumbraba una débil vela, el cura se acercó al lecho de muerte, pero al dirigirse a él, el supuesto moribundo, que no era otro que don Diego, no respondía. El padre, desesperado, le gritaba, y cuando lo destapó le encontró muerto de una puñalada hecha con la misma daga con la que pensaba matar al podre fray. Al verlo, fray Diego se alejó del muerto al tiempo que exclamaba: -¡Yo confieso a los vivos, pero nunca a los muertos! Y salió corriendo.

Al día siguiente el hecho era conocido por toda Valladolid… y desde ese momento la callejuela recibió el nombre de El Callejón del Muerto.

Sonia Iglesias y Cabrera